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Susanna Tamaro - Escucha Mi Voz

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Marta, la joven rebelde de Donde el corazón te lleve, regresa a la casa de Trieste donde creció junto a su abuela. Un día, desorientada y sola, sube al desván, donde encuentra las huellas de las dos personas más importantes de su vida: su padre y su madre. Entre baúles, cartas y cuadernos amarillentos recompone las piezas de un mosaico generacional y emprende un viaje hacia los orígenes de su fragilidad. Durante su búsqueda, Marta rescatará la historia de sus seres queridos, pero también descubrirá las raíces más profundas de su inquietud. Conseguirá entonces reconciliarse con los secretos y los fantasmas que la acechan desde el pasado, y, por encima de todo, logrará encontrarse a sí misma, en un despertar a la esperanza. Escucha mi voz retoma los personajes de Donde el corazón te lleve, la novela que ha entusiasmado a trece millones de lectores en todo el mundo. Susanna Tamaro encanta, conmueve y hace pensar gracias a una sensibilidad e intensidad expresiva que la hacen única. El regreso de Tamaro a la novela de largo aliento nos descubre la necesidad de encontrarle sentido a la vida como motor de nuestro futuro.

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Susanna Tamaro Escucha Mi Voz Traducción del italiano por Guadalupe Ramírez - photo 1

Susanna Tamaro

Escucha Mi Voz

Traducción del italiano por Guadalupe Ramírez

Ascolta la mia voce

Primera edición: enero 2007

A Daisy Nathan

Volved a mí y yo volveré a vosotros

Malaquías 3, 7

PRELUDIO

1

Tal vez la primera señal fuera la tala del árbol.

No me habías dicho nada, no eran cosas que incumbieran a los niños, y así, una mañana de invierno, mientras yo escuchaba en clase con una profunda sensación de ajenidad las virtudes del mínimo común múltiplo, la sierra agredía el candor plateado de su corteza; mientras arrastraba los pies por el patio del recreo, astillas de su vida caían como nieve sobre la cabeza de las hormigas.

La devastación me cayó encima al volver del colegio. En la hierba, en el lugar del nogal, había un abismo negro, el tronco ya serrado en tres partes y sin sus ramas yacía en el suelo mientras un hombre con la cara congestionada, envuelto por el humo sucio del gasóleo, intentaba extirpar las raíces aferrándolas con las grandes tenazas de una excavadora; la máquina chirriaba, resoplaba, reculaba y se encabritaba entre las imprecaciones del obrero: esas malditas raíces no querían abandonar la tierra, eran más profundas de lo previsto, más tercas.

Mi árbol -el árbol con el que crecí y cuya compañía yo estaba convencida de que me seguiría a lo largo de los años, el árbol bajo el cual pensaba que crecerían mis hijos- había sido desarraigado. Su caída arrastró consigo muchas cosas: mi sueño, mi alegría, mi aparente despreocupación. El crujido de su caída, una explosión; un antes, un después; una luz diferente, la oscuridad que se hace intermitente. Oscuridad de día, oscuridad de noche, oscuridad en pleno verano. Y, desde la oscuridad, una certeza: la ciénaga en la que estoy obligada a avanzar es el dolor.

Al morir el gran nogal lloré durante días. Al principio tratabas de consolarme. ¿Cómo podía provocar una desolación tan grande cortar un árbol? Tú también amabas los árboles, jamás harías una cosa así para herirme; tomaste esta decisión porque daba problemas, estaba demasiado cerca de la casa y también del cedro; los árboles necesitan espacio, repetías, y además, cualquier día, quién sabe, una raíz podría aparecer por el desagüe de la bañera como el tentáculo de un nautilo, y yo no podía querer que sucediera una cosa tan horrible, ¿no? Intentabas hacerme reír, o al menos sonreír, sin ningún éxito.

Reprochar nunca ha sido un rasgo de mi carácter. La distancia entre los planetas no es culpa de nadie sino de las distintas leyes de gravitación, el horizonte que se abre es distinto, lo sabías también tú que me leías siempre El Principito: cada asteroide tiene su tipo de habitante. Sentía sólo un ligero estupor por tu falta de consideración hacia el baobab: el nogal era exactamente como el baobab. El rosal que quisiste comprarme después no logró sustituirlo de ninguna manera.

Una rosa atrae la mirada, el olfato, pero después se corta, termina en un jarrón y al final en la basura. El árbol amado, en cambio, echa raíces alrededor de nuestro corazón, cuando muere se secan y se desprenden dejando minúsculas pero indelebles cicatrices como recordatorio.

A menudo, en las noches de mi infancia, te sentabas al lado de mi cama y me contabas un cuento; de todo ese revuelo de princesas, hechizos, animales monstruosos y hechos asombrosos se me quedaron en la mente sólo dos imágenes: los ojos amarillos de los lobos y los pasos poco agraciados y sordos del Golem; los primeros estaban al acecho entre el bosque y los caminos solitarios, mientras que el Golem podía ir donde quisiera, sabía abrir y cerrar las puertas, subir las escaleras; no devoraba a los niños ni los transformaba en monstruos, sin embargo, me aterrorizaba más que cualquier otra criatura y no era aire sino hielo lo que respiraba al evocar su nombre.

Apabullada por esas sombras amenazadoras decidí levantarme y llegar hasta el lugar donde antes se alzaba el árbol.

Era una noche de principios de otoño, no fría pero húmeda, en el aire flotaba un perfume de esencias que restituía destellos del verano; a lo mejor provenía de las manzanas, unas aún en las ramas, otras ya podridas en tierra, o tal vez de las pequeñas ciruelas de pulpa amarilla, apenas maduras. La temperatura aún no había llegado a bajo cero y por lo tanto habían caído pocas hojas, caminaba sobre la hierba todavía verde salpicada de ciclaminos silvestres y de algún jaramago que se había librado de tu limpieza.

Porque ese nogal -que antes estaba y después ya no- era mi espejo, el primer espejo de mi vida. De rodillas en la tierra herida, asomada a ese abismo, inmersa en la siniestra luz de la luna, con una semilla en la mano y el corazón aparentemente vacío, de repente comprendí que en mi vida no levantaría edificios ni haría fortuna, ni tampoco formaría una familia. Mientras una piña del cedro se desplomaba con estrépito en el suelo a mi lado, vi con claridad que el camino que se abría ante mí era el camino arduo y perennemente solitario de las preguntas.

2

Si regreso a la casa con la memoria, la veo envuelta en la luz del alba. Es todavía otoño porque, en la tibieza de los primeros rayos, la tierra empieza a humear y la niebla asciende. La veo siempre desde lo alto y de lejos, como un pájaro en vuelo; me acerco lentamente y observo las ventanas -cuántas están abiertas y cuántas cerradas-, controlo el estado del jardín, los hilos del tendedero, la herrumbre de la verja; no tengo prisa en bajar, es como si quisiera cerciorarme de que esa casa es de verdad mi casa, de que esa historia es mi historia.

Parece ser que las aves migratorias se comportan de la misma manera, recorren miles de kilómetros sin ningún tipo de distracción, después, cuando llegan a la zona en la que el año precedente han puesto su huevo, empiezan a controlar: ¿sigue allí el castaño de Indias de flores blancas? ¿Y el automóvil de color verde? ¿Y la simpática señora que sacudía siempre en la hierba las migas del mantel? Observan todo con precisión, porque durante meses en los desiertos de África esa señora y ese automóvil han permanecido en su mente. Pero el mundo está lleno de señoras amables y de automóviles verdes, ¿cuál es entonces el factor determinante?

No es una visión, sino un olor, el conjunto de los perfumes que pueblan el aire en las cercanías del nido: si la fragancia del lilo y la del tilo se superponen por un instante, pues bien, ésa es la casa, el lugar exacto al que regresar.

En cambio el olor que me invadió al regresar de América fue el de las hojas mojadas que no logran arder; era por la mañana, nuestro vecino las había amontonado e intentaba inútilmente prenderles fuego, llenando el aire de una pesada humareda blanca.

De ese humo surgiste tú, quizá algo más delgada de como te recordaba.

Convencida de que, cruzando el océano habría logrado liberarme de ti, viajé durante meses, vi muchas cosas, conocí a muchas personas, sin embargo, la distancia produjo exactamente el efecto contrario.

El odio que sentía hacia ti seguía intacto. Me sentía como un zorro de cola grande, inadvertidamente rocé el fuego y caminaba perseguida por las llamas; dondequiera que fuera sentía furia, y dolor y deseo de escapar del incendio; el incendio me seguía a todas partes, cada vez más grande, más devastador. Cuando introduje la llave en la cerradura, detrás de mí ya no estaba la cola sino una gavilla entera, el heno estaba seco y crepitaba, ardía con alegría emanando sus siniestros fulgores.

Estabas en la vereda del jardín con la escoba en la mano.

«¡Estás aquí!», exclamaste, la escoba se cayó, la madera del mango golpeó la piedra con un ruido seco.

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