A mi Rufus, lo más precioso de mi universo.
and they’ll be rainbows and we will finally know.
«14th Street» Want One.
y habrá arcoíris y finalmente lo sabremos.
Rufus Wainwright, «14th Street» Want One.
UNA NOCHE LOCA
Dicen que lo importante no es cómo empiezan las cosas, sino cómo terminan. No tengo ni idea de cómo va a terminar esta historia, pero sí tengo claro que empezó una noche muy fría de diciembre en Madrid. Yo salía de rodar y era tarde. Llevaba metida en un plató desde las seis de la mañana. Como ya solía ser habitual, terminábamos la jornada con mucho retraso. Pero era final de temporada y había que aguantar. Aunque ya estaba acostumbrada a jornadas de más de doce horas, ese día me sentía especialmente cansada. Bueno, cuando te pasas casi todo el día llorando, aunque sea mientras actúas, acabas agotada. A mi personaje, la pobre, la hacían sufrir más y más cada temporada. Así que eran las ocho de la tarde y yo ya no podía más con mi alma.
En esa época hacía unos seis meses que me había dejado Miguel, mi ex. Así que, cada vez que me tocaba llorar, me venía muy bien porque me servía para drenar el luto que todavía arrastraba. A veces, hasta mis compañeros me decían: «¡Madre mía! Pero qué bien lloras… ¿Dónde has estudiado?». Y yo pensaba: «Si yo os contara…».
Cuando me subí al coche de producción para irme a casa, en lo único que pensaba era en meterme en la cama y dormir. Iba con otros dos actores que vivíamos en la misma zona y hacíamos ruta. No todo el mundo va en el mismo coche, hay algunos actores que por contrato piden no compartirlo. Yo eso nunca lo entenderé, si es lo más divertido de los rodajes: salir y cotillear. Pero ese día íbamos todos callados. Solamente se escuchaba la radio que había puesto el conductor. Esa tarde nos tocó Rubén. Y Rubén molaba mucho. Siempre tenía Rock FM.
Entonces me llamó David, que, además de ser mi mejor amigo, era mi compañero de piso. Siempre estábamos haciendo cosas juntos. Nos conocimos hacía un par de años durante el rodaje de otra serie. Él era el jefe de vestuario, y desde el primer día nos entendimos. David tiene muchísima energía. Es ocurrente, divertido, inteligente y muy payaso. Jamás había conocido a alguien así. Me hacía reír, me entendía y me cuidaba. Y en ese momento lo necesitaba más que nunca. Todavía tenía el corazón roto en mil pedazos.
Cuando lo dejé con Miguelito, que así es como siempre hemos llamado a mi ex, me dijo que él también estaba buscando piso en el centro. Fue una tarde mientras tomábamos un gin tonic en La Sueca, un bar de la calle Hortaleza. Parece ser que el dueño del ático en el que vivía le había dicho que tenía que dejar el piso. Así que nos pusimos a buscar juntos. Y cosas del destino: al final encontramos un piso precioso justo encima de La Sueca. Con dos habitaciones y con cuatro balcones a la calle. Ideal.
Así que ya os podéis imaginar cuál era nuestro bar favorito.
La llamada de David era para preguntarme dónde estaba.
—Pues en el coche de producción —le dije yo con voz de ultratumba.
—¿Todavía? Pero, bueno… ¡Cada día termináis más tarde, maja! Bueno, pues dile al conductor que te lleve directamente a La Riviera.
—¿Qué dices de La Riviera? Yo me voy a casa, me tomo un caldo y mañana será otro día, que no te imaginas el día de llorar que llevo —le contesté.
—¿Estás boba o qué te pasa? ¡Que esta noche es el concierto de Rufus!
¡Ostras! ¡No me acordaba! ¡Rufus Wainwright! Teníamos las entradas colgadas en la nevera con un imán desde hacía semanas, como si fuera el concierto más importante de nuestras vidas.
A veces te enamoras de cosas inesperadas. Y no me refiero a una historia de amor con un chico. Hablo de otro tipo de pasión: de una película, de un libro, de una ciudad, de un amigo. Y yo me había enamorado de Rufus. De su música, sus letras, su universo. Me moría de ganas de verlo en directo. Escuchar sus discos con el volumen a tope y con las ventanas abiertas un domingo por la mañana es lo que me había hecho sentir más viva en los últimos meses. Desde que David me lo descubrió, no paraba de escucharlo.
—Joder… No puede ser hoy. ¡Justamente hoy! Es que estoy muerta.
—Pero ¿mañana grabas? —me preguntó.
—No —le respondí.
—Pues no hay excusa —me dijo David. Me lo imaginé, al otro lado del teléfono, con su habitual sonrisa ganadora.
Las palmeras de la barra de la sala La Riviera parecían un espejismo de esos que salen en las pelis cuando los personajes vagan por el desierto esperando encontrar un oasis para beber agua. Yo estaba igual de cansada, pero en mi espejismo veía a David con su larga barba de moderno y un par de cervezas en la mano, abriéndose paso entre la gente.
Todavía faltaba media hora para que comenzara el concierto y la sala ya estaba a tope. Yo empezaba a ponerme un poco nerviosa. Tantas horas que había pasado escuchando a Rufus, y ahora lo iba a ver en directo. En ese momento miré a mi alrededor y me di cuenta de que hacía mucho tiempo que no me sentía así. Con mariposas en el estómago. Con la sensación de que algo bueno iba a ocurrir. Volvía a sentirme viva. Miré a David, lo abracé con todas mis fuerzas, y le dije:
—Gracias.
Él se echó a reír.
—¡Pero qué boba…!
Me encanta cuando me llama «boba». Y Rufus salió al escenario.
Se sentó al piano para tocar las primeras notas de «Candles», la canción más sentimental de su nuevo disco Out of the Game . Todo el mundo empezó a gritar y aplaudir, y luego se oyeron algunos «Shhhh» para que la gente se callara y poder escuchar cómo Rufus tocaba su piano de cola, con el que viaja por todo el mundo, por cierto.
Justo cuando terminó la canción salieron sus músicos. Menuda banda llevaba, eran más de diez.
Las cervezas entraban superbién y Rufus también. Cuando cantó «Jericho», yo ya estaba como en un globo. Entre las horas de trabajo y que no había cenado, aquello me parecía el mejor espectáculo que había visto en mi vida. ¿Cuántas veces habíamos escuchado esa canción con David volviendo del «Why not» a las tantas de la madrugada?
El show fue lo más. Pero se estaba acabando, y a David y a mí nos pareció un buen momento para pedir otra cerveza, esperar a que hubiera algún bis y luego intentar ir al camerino a ver si podíamos conocer a Rufus en persona. Eso sería el mejor colofón posible.
Pero no hubo bises. Rufus se despidió con el típico «hasta siempre, Madrid», y desapareció del escenario. David y yo dejamos las cervezas que nos acababan de servir y nos fuimos corriendo hacia la zona del camerino. Pero al llegar un chico nos dijo que Rufus ya se había ido por la puerta de atrás. Menudo chasco. Con la ilusión que me hacía saludarle y hacerme una foto con él. Cuando salíamos de la sala con un poco de bajón, la verdad, nos encontramos a Josephine, una fotógrafa francesa con la que hace mucho tiempo hice una sesión de fotos para una revista y con la que me llevaba muy bien.