José Bergamín - La Importancia Del Demonio
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José Bergamín
La Importancia Del Demonio[1]
Todo el Universo -decían los filósofos griegos- está lleno de almas y de demonios: es decir, de espíritus. Porque para que haya espiritualidad tiene que haber espíritus como, según decía Nietzsche, para que haya divinidad tiene que haber dioses. Y en ésta, que es plenitud espiritual del Universo, había para los griegos tres órdenes o mundos de distinta naturaleza: el de los dioses, el de los hombres y el de los demonios. La diferencia entre estos mundos era una distinción o distancia sencillamente elemental: el mundo elemental del hombre es la tierra; el de los dioses, el cielo etéreo; el de los demonios, el aire. Si atendemos a esta interpretación, que llamaríamos la interpretación clásica del Demonio, nos lo encontraremos, así, primeramente por el aire: o por los aires; poblando la atmósfera de invisibles presencias espirituales. Esta naturaleza aérea o airada del Demonio, o de los demonios, tenía, para los griegos, el sentido de intercesión o mediación divina: eran estos demonios criaturas aéreas destinadas a intervenir, y a interllevar, mensajes entre los hombres y los dioses: por eso eran indiferentemente buenos o malos, según, diríamos, que fuese el éxito de sus mediaciones o intervenciones: de sus negociaciones celestes; porque eran una especie de agentes de cambio o intercambio espiritual de los hombres con el cielo. Y así estaban sujetos, según refiere san Agustín siguiendo el testimonio de Apuleyo, a las mismas pasiones humanas: y aun, añade, que algunos creyeron que eran los hombres los que contaminaban de sus pasiones y de sus vicios a los demonios. (En el libro apócrifo de Enoch se enseña que el pecado de los ángeles, el pecado que los hizo demonios, fue el de enamorarse de las mujeres.)
Esta intercesión o mediación divina que se atribuía a los demonios originó las artes mágicas como malas artes: es decir, como la posibilidad de ejercer el hombre su influencia sobre los demonios, en vez de estar sujeto a sus influencias malignas o benignas; fue, como si dijéramos, un arte de coaccionar a los demonios para utilizarlos en provecho del hombre. No he de detenerme en la enredosa historia de estas relaciones seculares, que no interesan para nada a la importancia misma del Demonio, aun en esta interpretación hermética de los griegos. Y digo hermética porque el Hermes griego, mensajero celeste, psicopompo, conductor de las almas de los muertos por el laberinto del infierno, fue ya, aun dentro de esta versión plural de los griegos, una representación unificada del Demonio. El mito de Hermes sintetiza todas las cualidades demoníacas intermedias entre los hombres y los dioses; por esto en el Hermes griego como en su equivalente latino Mercurio, vieron los cristianos una perfecta representación o encarnación idólatra del Demonio. Por ser ésta, su naturaleza demoníaca de mediador divino, la causa por la cual más finamente se le acusa en el cristianismo cuando con las palabras de san Pablo se afirmaba que el único medianero de Dios y de los hombres es Cristo Jesús.
No cabe, pues, para el cristiano mediación celeste; ni aun, en este sentido, de los ángeles. Por eso el cristianismo nos ofrece de esta plenitud espiritual del universo otra interpretación distinta: todas las criaturas celestes (dioses y demonios de los griegos) de idéntica naturaleza elemental, no solamente aérea, sino luminosa, fueron, en una tercera parte, separadas de Dios; y no por su propia naturaleza, como dice san Agustín, sino por su propia voluntad. Separó Dios el mundo angélico del demoníaco como separó la luz de las tinieblas: la noche del día. El Demonio, a quien la Biblia denomina con predilección Satán o Satanás, o Lucifer -que así en el profeta Isaías se define como el que nace por la mañana, el que nace todas las mañanas-, es el que con este nombre luminoso de tentador y de adversario asume el imperio de las sombras. Pero habrá que advertir que esa sombra de lo divino puede aparecer a nuestros sentidos como luz. El Demonio puede ser para nosotros luz. Por esto dicen las palabras de san Pablo que el demonio se nos aparece velado de angélica luz. Y es ésta la luz tenebrosa que le atribuye en su Pimandro, Hermes Trimegisto, tan aludido por san Agustín, el que se creía nieto del Hermes griego, esto es, nieto del Demonio: Hermes, mi abuelo -escribe el Trimegisto-, cuyo nombre he heredado yo, fue el primer inventor de la medicina, a quien está consagrado un templo en el monte Libia, cerca de la costa de los cocodrilos; allí yace su hombre mundano, esto es, su cuerpo (Hermes llama hombre de mundo a un cuerpo muerto, a un cadáver), porque lo restante de él, o por mejor decir, todo él, si es que está todo el hombre en el sentido de la vida, mejorado se volvió al cielo. A Hermes se atribuye también en su mito la invención de la música y de la palabra. Hermes quiere decir eso mismo: la palabra celeste. La palabra y la música que son por el aire. Hermes, divinidad, o dios del aire o de los aires, es como una personificación de todos! los demonios; y viene así a presentársenos como un anti-Cristo, que es, en definitiva, como un anti-Dios o contra-Dios: como Demonio de los demonios, como el mismísimo Demonio.
Esta negación de la luz divina, esta sombra de Dios, puede aparecernos (que es como si lo fuera: porque ese aparecer o apariencia es su ser para nuestros sentidos) como luz, y con las palabras herméticas de Trimegisto, como lo que es: como luz tenebrosa. Y así lo entendieron los cabalistas. El Zohar define al Demonio de este modo, corno sombra divina. identificándolo con la luz: con lo que para nuestros sentidos, para nuestros ojos, es luz; con la luz material, con la luz solar. El que nace todas las mañanas, según las palabras proféticas, es, para nosotros, el Demonio; su luz es nuestra luz: la sombra divina; lo cual aunque parezca irónico, sería como decir que lo que denominamos nuestro sistema solar, materialmente es el sistema mismo del Demonio; y que esta luz material en que vivimos o de que vivimos no es otra cosa que como un chispazo, un corto-circuito celeste: un contacto cósmico de la voluntad positiva de Dios con la negativa del Demonio. Así mirado, no sé si mal o bien mirado, desde ese punto de vista, que fue el adoptado por el enorme poeta místico inglés Milton en su Paraíso perdido, tiene para nosotros importancia capital el Demonio.
Pero no hay que alarmarse por ello; porque sucede que este punto de vista, esta especie de poético ángulo de visión cinematográfico para contemplar la creación divina (que fue el de los cabalistas y, por su influencia, el de Milton; porque lo fue el de la secta materialista cristiana a que Milton pertenecía, la de los mortalistas, que hoy aún creo que se conserva en Inglaterra con el nombre de cristadelfos), este punto de vista es precisamente el punto de vista del Demonio: y es claro que desde éste, su punto de vista, sea el Demonio lo más importante de todo: o aun, lo único verdaderamente importante. Pero digo que no hay que alarmarse por ello, porque de afirmar que el Demonio tenga importancia a creer que sea lo único que tiene verdadera importancia, hay un abismo, que es el suyo, el de su caída, el de su infierno, el de su propia naturaleza abismática. Por eso, si no hay que quitarle al Demonio toda su importancia, tampoco hay que darle demasiada, que es lo que ha hecho siempre, y se llame como se llame en la Historia, todo materialismo, todo punto de vista exclusivamente materialista, que es el punto de vista propio del Demonio. Esta complicación cósmica que identifica nuestra luz solar, nuestra luz material, con la voluntad negativa del Demonio, lo hace afirmando, como decía, que esta luz es sombra divina: y digo que lo hace desde el punto de vista del Demonio -que es o puede ser en muchos casos, si no siempre, el punto de vista de la ciencia-, porque lo hace afirmando la ausencia de Dios: que es lo único que sabe positivamente el Demonio y que es lo único que se puede saber positivamente por la ciencia. En esta teoría, la ausencia de Dios es la concentración de la luz divina en sí misma. Es que Dios se vuelve de espaldas a lo creado y proyecta sobre nosotros esa luz tenebrosa de su sombra, y entonces el mundo se convierte en el imperio infernal, sombríamente luminoso, de la materia, que es el imperio mismo del Demonio. Por eso dice san Juan en su Evangelio que Cristo ha vencido al mundo: cuando vence al Demonio.
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