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Carlos Rojas - Alfonso de Borbón habla con el demonio

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Carlos Rojas Alfonso de Borbón habla con el demonio
  • Libro:
    Alfonso de Borbón habla con el demonio
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1995
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Alfonso de Borbón habla con el demonio: resumen, descripción y anotación

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MADRID
16 de enero, 1875

A caballo blanco, como se lo prometiera a Mercedes, hice mi entrada en Madrid.

A caballo blanco, Segundo de nombre, amblador y marchoso que no tordillo y menos canelo cuatralbo, como luego bisbisearán los envidiosos, volví anteayer a la Villa y Corte. A mis muy mozos diecisiete años, era yo al fin rey triunfante de oros y centíberos, según dice sonriéndose malignamente Pepe Alcañices.

Un solo cañonazo coreó el silbido de salida de mi tren de Aranjuez. En seguida se apercibirían en Madrid las tropas que iban a honrarme el recorrido, desde Atocha al palacio de Oriente. Mi espejo a cuestas, la memoria implacable que nada omite para mi calvario o regalo, las refleja a todas cuando las nombro. Formaban ante la estación dos escuadrones del regimiento de España, en tanto me acogían la llegada a Atocha las veintiuna salvas de ordenanza, a las doce dadas y sonadas. Aguardábame en el paseo de Trajineros otro escuadrón de Calatrava. Prado arriba me flanqueaban fuerzas de Artillería montada e Ingenieros, con su tren de Telégrafos. En la calle de Alcalá, cuadráronse otros escuadrones de Artillería y de puentes de barca. Alumnos de la Escuela de Ingenieros y un tercio de la Guardia Civil rendían banderas en la Puerta del Sol. A los batallones de reserva de Granada, Toledo y Guadalajara les cupo en suerte la calle Mayor. En la de Bailén paraban los cadetes de Infantería y una última sección de artilleros a pie. Milicias de voluntarios realistas recibiéronme en palacio, por la puerta de la Armería.

Me sirvieron de séquito las más afamadas lanzas del país. Como comandante general de alabarderos, cabalgaba a mi espalda don Juan de la Pezuela, conde de Cheste: último verdugo de Dante en el infierno, como lo llama bizcando Cánovas del Castillo por haberse obstinado en traducirle La Commedia en verso. Precedía la Pezuela a una escolta de generales y capitanes generales, como Martínez Campos, Primo de Rivera, Novaliches, Jovellar, Pavía Rodríguez de Alburquerque, Ceballos, Echagüe y Terreros.

En mitad de la calle de Alcalá y al pie del cimborrio de las Calatravas, la iglesia remozada por Juan de Madrazo a instancias de don Francisco de Asís —digamos por decir mi padre—, me erigieron un arco triunfal de quitalpón, coronado por una cimera de gallardetes, banderines y banderas. Apiñada a lo largo del arroyo, me aclamaba la multitud. Madrid era un hervidero de gritos, colgaduras, doseles, cortinajes, tapices, guirnaldas, chales, mantones, cobertores, damascos y telas blasonadas. Por balcones y ventanas llovían flores, aleluyas impresas y cintas de colores. A los rostros y al vocerío, saludaba yo con la teresiana. Aun en mi gozo, era medio suplicio agitar el quepis. Lucía flamante uniforme de capitán general, cortado de lejos y con medidas aproximadas por un sastre de la Corte, llegado a Marsella cuando ya embarcábamos para Barcelona. De tan prieto por la axila, se me hendía la costura y parecían prestos a saltárseme los botones en el pecho.

—Celebremos la acogida que os dispensó este pueblo de insensatos —me dijo ayer Cánovas—. No os quepa duda de la sinceridad de su júbilo. Pero recuerde vuestra majestad que mayor fue todavía su entusiasmo en 1814, cuando regresó vuestro augusto abuelo Femando VII del destierro, al cabo de la más atroz de las guerras. Lo recibieron al bramido siniestro de ¡Vivan las caenas! Halagado sentiríase el rey. Pero los despreciaría a todos, riéndose en las honduras del alma.

—Don Antonio, el desfile fue un teatro con la ciudad por escenario, concluida la zarzuela, ahora empieza de verdad mi jornada. Pero no pretenda usted que escarnezca y menosprecie al pueblo como mi abuelo.

—Lamento discrepar. Pero la verdadera farsa comienza ahora, señor. Ayer tuvimos el último ensayo. Debemos convertir vuestro reinado en una parodia de la democracia británica, igualmente invulnerable a la revolución y al golpe de Estado.

Pero mientras yo desfilaba por la calle de Alcalá y bajo el arco de las Calatravas, entre artilleros y pontoneros, el escepticismo de Cánovas, en funciones de severo mentor, pertenecía aún al inmediato porvenir de la mañana siguiente. Por un instante, ensordecí y me ensimismé admirando el firmamento. Era casi niño, cuando me dijo Alcañices en París que lo peor de mi destierro era perderme yo el cielo de invierno en Castilla. Ni en Francia ni en Viena, verás nada parecido. A solas los dos, habíamos paseado hasta la cumbre de Montmartre. Allí paramos a contemplar los tejados, que la brisa y la atardecida recortaban a titubeantes tijeretazos en la neblina. El azul, de tan claro, se crece y asciende. Las nubes, en cambio, son apaisadas y blanquísimas. Todo el desorden bulle de tejas abajo. Arriba, el contraste entre el azul tan alto y el blancor tan bajo impone una ordenada razón. Yo no acabo de comprenderla, la verdad. Pero va a fascinarte tanto como a mí mismo.

Nubes, no las hubo. Todo era clara luz de invierno, dorándome los vítores y las calles. De tan brillante, diríase barnizado el cielo a muñeca y puesto a secar al sol. Entre las calles del Turco y del Barquillo, frente a mi efímero arco triunfal, pensé que nevaba la noche del 27 de diciembre de 1870, cuando por allí cruzaron a todo correr, con el general Prim, arcabuceado y desangrándose. De Prim y de su atentado, parte de una historia pasada aunque no fundida con la nieve, volvía a hablarme Pepe Alcañices, duque de Sesto, la víspera en Aranjuez.

—Cerrada la noche, sobre las siete y media, dejó Prim el Congreso por la puerta de Floridablanca. Al amparo de un paraguas, cobijábanse de la nevada dos desconocidos. Uno de ellos echó a correr hacia la calle del Sordo, en cuanto lo vio subirse al coche. Estaba en la conjura y anda empapelado en el sumario. Él avisó a sus secuaces, que aguardaban en la calle del Turco. El caballero con quien compartía el paraguas resultó inocente. Tratábase de un papanatas, que casualmente paróse en el arroyo al ver salir al general de las Cortes.

—Pepe, la verdad y el vino sin aguar. Cántamela llana, caiga quien caiga, como siempre lo hiciste. ¿Tuvimos que ver con aquel crimen?

—Supongo que no —pensativo, sacudía la cabeza—. Pero no pondría las manos en el fuego por vuestro tío, el señor duque de Montpensier ni tampoco por Serrano, aunque sea el sumario una maraña de preguntas sin respuesta. Con Prim hablé por última vez, otra tarde del invierno anterior. Mediaba febrero y le llevaba una carta de vuestra augusta madre. Ella le propuso ser primer ministro, si os reconocía por rey. ¡Jamás! ¡Jamás! ¡Jamás!, me gritó verde de ira, con sus vocales de puro payés catalán, rajadas como granadas. ¡Jamás! ¡Jamás! ¡Jamás!, repetía en las Cortes, refiriéndose al regreso de la casa de Borbón al trono —reíase Alcañices, regodeándose luego con los ojos entornados como gato en la solana—. La acertó de lleno, el pobre. En paz descanse.

—En paz, y dime ¿por qué no me tuteas, como aún ayer lo hacías? Como cuando era niño.

—¡Nunca! —volvió a sonreírse—. Que ya soberanea su majestad, por derecho propio. Mal que le pese a Prim, en los infiernos.

—Me hablas y no te reconozco. Me suenas a un extraño.

—También su majestad lo es en esta tierra, de donde falta desde los diez años. Pronto advertirá que aquí las palabras cobran un sentido muy distinto del que se les supone. Pensad, señor, en el jamás de Prim o en voces como libertad y democracia. Me temo que ahora le toque a vuestra majestad aprender aceleradamente el castellano, como antes estudió idiomas ajenos. Por suerte tiene una memoria privilegiada. No conozco otra como la suya.

De Prim, muerto, pasé a Amadeo I: el rey de los Saboya que él se trajo y le votaron las Cortes. Amadeo el único, porque luego abdicaría la Corona. Questo non è un paese! Questo è una gabbia di pazzi! (¡Esto no es un país! ¡Esto es un manicomio!), gimiendo apuró el cáliz de sus tres años de reinado. Después, en nombre propio y en el de todos sus descendientes, renunció al trono. Lo había aceptado invocando la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, aunque fuese masón conocido, según me contaba Cánovas. Que Dios lo guíe y lo bendiga.

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