Traducción de Paula Gamissans Serna
Título original: The Bridge
Primera edición © Iain Banks, 1986
Algunas partes de la edición original de este libro no están redactadas en correcto inglés, sino que consisten en una transcripción fonética del acento escocés propio del lugar donde se desarrolla la acción.
Por ejemplo, la frase:
«Anyway, I've done all right since it took up with me, so maybe it's lucky after all.»
aparece así:
«Enyway, Ive dun alright sinse it took up with me, so maybay its lucky after oll.»
Hemos optado por la cursiva para distinguir esos fragmentos del resto, en aras de una mayor comprensibilidad y para respetar, en la medida de lo posible, la riqueza expresiva del original. También quedan en cursiva, como siempre, los extranjerismos, títulos de obras y similares, fácilmente identificables por el contexto.
Atrapado. Molido. Un peso terrible me presiona por todas partes. Enredado entre los restos del coche, la máquina y yo fundidos en uno solo. Por favor, que no se incendie, que no se incendie. Mierda, cómo duele. Maldito puente. Por mi culpa (sí, maldito puente, por mi culpa, un hombre conduciendo, un hombre que no ve el otro coche, una gran colisión, el hombre destrozado y cubierto de sangre, el maldito color de sangre del puente. Por mi culpa. Imbécil). Por favor, que no se incendie. La sangre roja. El hombre que sangra. El radiador del coche también sangra aceite rojo. El motor sigue en marcha. Mierda, mierda, cómo duele. El motor sigue en marcha, pero el combustible se vierte y se extiende por todas partes. Seguramente alguien ha chocado conmigo por detrás y me lo he ganado, pero por favor, que no se incendie. ¿Cuánto tiempo ha pasado? Coches, policías, confusión. Soy la mermelada sobre una rebanada de pan que es el coche. El hombre sangra. Por mi culpa. Rezo para que nadie más haya resultado herido (no, no reces, ateo, recuerda que siempre juraste [mi madre me reprobaría el emplear ese tipo de lenguaje], siempre juraste que serías el ateo de la trinchera y ahora te llega la hora, tío, porque te estás desangrando en el asfalto y podría desatarse un incendio y morirías de todas todas, y podrías recibir un impacto trasero de otro coche si otra persona se quedase pasmada mirando el maldito puente, así que esta sería una ocasión más que razonable para empezar a rezar, pero mierda, ¡¡Jesús cómo duele!! [Vale, solo es una forma de hablar, nada serio, de verdad, lo juro por Dios]. Vale, mira, Dios, eres un cabrón. Sí; lo eres). Y ya está. ¿Qué eran aquellas letras? MG; VS; y yo, 233 FS. ¿Pero qué pasa con…? ¿Dónde…? ¿Quién…? Mierda, he olvidado mi nombre. Ya me pasó una vez en una fiesta, borracho y colocadísimo, me levanté demasiado rápido y… pero esta vez es distinto (¿y cómo me acuerdo ahora de eso y no de mi nombre? Esto no es ninguna broma. No me gusta nada. Quiero salir de aquí).
Veo un abismo en la selva, un puente colgante y un río a lo lejos; un enorme felino blanco (¿yo?) se acerca como siguiendo un rastro por un puente. Es blanco (¿soy yo?), un jaguar albino cruza corriendo el puente colgante (¿qué es lo que estoy viendo? ¿Dónde diablos estoy? ¿Esto es lo que ha ocurrido?), con largas y elegantes zancadas, es la blanca muerte (tendría que ser negra, pero como estoy negativo… ja, ja, ja) acercándose por el puente…
Todo se detiene. El escenario se vuelve blanco y unos agujeros negros emergen por todas partes, como una película que se quema (¡fuego!) atrapada en el puente (¿un jaguar en el puente?). Silencio. La escena se funde. Se desintegra. Desaparece y perece. Solo queda la gran pantalla blanca.
Dolor. Intenso dolor circular en el pecho. Como una impresión esférica (¿soy parte de un sello que están matasellando? Un trozo de pergamino con un lacre en relieve que reza «Propiedad de la biblioteca privada de…» (sírvase completar el cuestionario:
a) Dios, señor don
b) Naturaleza, la señora
c) C. Darwin e hijos
d) K. Marx, S.A.
e) todas las anteriores).
Dolor. Un ruido blanco, un blanco dolor. Primero, me sobreviene un peso encima, procedente de todas direcciones, y después, dolor. La vida es un abanico de variedades. Me muevo. Me muevo: ¿liberado? ¿Incendiado? ¿Me muero, me vuelvo blanco o me escurro? (¿Devuelto por impago?). Ahora no veo nada (ahora lo veo todo). Estoy tumbado en una llanura, rodeado de montañas inmensas (o tal vez en una cama, rodeado de… ¿máquinas? ¿Personas? De ambas o de ninguna de las dos (total, a golpe de vista, vienen a ser lo mismo). ¿Y qué más da? ¿Me importa a mí? Mierda, tal vez ya estoy muerto. A lo mejor hay vida después de la vida… quizá todo lo demás era un sueño (sí, claro) y ahora me estoy despertando («enlaestaciónoscura»)… Eh, ¿qué ha sido eso?
¿Alguien ha oído eso? ¿He oído yo eso?
En la estación oscura. Otra vez. Un sonido, como un silbato de un tren a punto de partir. Algo está a punto de partir, de empezar, o de terminar, o de ambos. Una estación oscura para mí. O no (ay, yo qué sé. Soy nuevo, a mí que no me pregunten).
En la estación oscura.
Bueno; de acuerdo…
En la estación oscura, vacía y cerrada, resonó el distante silbato del tren que estaba iniciando la marcha. Bajo la luz grisácea del crepúsculo, el sonido era húmedo y frío, como si la nube de vapor que exhalaba hubiera transmitido su personalidad al silbato. Las montañas, cubiertas de una hilera de árboles tupida y oscura, absorbieron el ruido como un paño grueso que se traga la lluvia, para dejar volver al más débil de los ecos reflejado desde el lugar donde los peñascos y los barrancos rompían la homogeneidad del bosque.
Cuando el sonido del silbato murió completamente, me quedé allí de pie, durante un rato, observando la estación desértica, reticente a volverme hacia el callado carruaje que tenía detrás. Escuché con atención, intentando captar un último suspiro del sonido de la máquina mientras se adentraba en el profundo valle; quería oír su resuello rítmico, el estruendo de su corazón de pistones y el parloteo de sus válvulas. Pero, a pesar de la ausencia de cualquier otro sonido en la silenciosa atmósfera del valle, ya no podía escuchar al tren. Se había alejado. Arriba, los tejados inclinados de la estación y sus gruesas chimeneas se alzaban hacia un nublado cielo gris. Espirales de humo y vapor ascendían para disiparse lentamente en el aire frío y húmedo del valle, que envolvía las tejas de pizarra y las paredes oscurecidas por el hollín. Un intenso olor a carbón quemado y a vapor desgastado se adhirió a mi ropa.
Me volví a mirar el carruaje. Estaba cerrado por fuera y unas gruesas bandas de cuero reforzaban la puerta. Estaba pintado de negro. Delante, dos yeguas inquietas pateaban sobre el camino alfombrado de hojas secas que salía de la estación. Los enganches chirriaban y el carruaje se balanceaba tras ellas. De sus hocicos salían nubes de vapor, como una versión equina del tren que había partido.
Inspeccioné las ventanas y las puertas del carruaje. Cerradas. Solté la banda de cuero y tiré del picaporte metálico, para saltar sobre el asiento del conductor y tomar las riendas. Eché un vistazo a la profunda pista que llevaba al bosque. Indeciso, cogí la fusta, pero volví a dejarla. No quería perturbar la atmósfera silenciosa del valle. Agarré la palanca de freno. En una extraña inversión orgánica, tenía las manos húmedas y la boca seca. El carruaje dio una sacudida, tal vez por culpa de los movimientos inquietos de los caballos.
El cielo tenía un tono gris espeso. Por encima de las hileras de árboles, las cimas más altas quedaban emborronadas por una inmensa nube infinita. Las afiladas cumbres y las agudas cadenas parecían nivelarse gracias a la masa de niebla. La luz era tenue, pero uniforme. Eché un vistazo a mi reloj y me di cuenta de que, por bien que fuesen las cosas, mi viaje no terminaría de día. Palpé el bolsillo que contenía un pedernal y una yesca, así podría fabricar luz propia cuando la natural fallase. El carruaje dio otra sacudida, mientras los caballos pateaban y se removían, estirando el cuello, con los ojos fuera de las órbitas.
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