Y si quieres saber todo sobre nuestras novedades, únete a nuestra comunidad en redes.
Novedades, autores, presentaciones, primeros capítulos, últimas noticias... Todo lo que necesitas saber en una comunidad para lectores como tú ¡Te esperamos!
1
Hogar, triste hogar
Santo Andre de Teixido (Galicia, España), 1952.
Elevó la cabeza con desgana. Ahí estaba su nueva casa. Jimmy había vivido ya en tantos sitios distintos en los últimos tres años que ya ni siquiera se molestaba en poner FRÁGIL en las cajas de mudanza, porque no le hacía ni pizca de ilusión abrirlas.
—¡Al fin hemos llegado! ¿Qué os parece? —preguntó el señor Mortimer, el padre de Jimmy, mientras detenía el coche justo enfrente.
—Es perfecta, y ¡el sitio es increíble! ¿Verdad que sí, Jimmy? —respondió la señora Mortimer, la madre del chaval.
—Perfecta hasta que tengamos que cambiarla por otra —contestó el chico de malos modos.
—Cariño, eso no depende de nosotros. Ya sabes que el trabajo de tu padre es así… ¡Vamos allá donde lo necesiten! ¡Y por suerte lo necesitan mucho!
Roger Mortimer era uno de los encargados de supervisar en el terreno la construcción de la red ferroviaria en el sur de Inglaterra, y ese cargo le obligaba a él y a su familia a cambiar de vivienda constantemente, algo que Jimmy, como ha quedado claro, detestaba. Con cada uno de esos traslados tenía que adaptarse a una nueva casa, a un nuevo vecindario y a una nueva habitación. «¿Acabará esto alguna vez?», se preguntaba. Sin embargo, en esta ocasión, el cambio iba a resultar mucho más difícil de sobrellevar. Después de años viviendo en Inglaterra, a pesar de haber nacido en Estados Unidos, la familia Mortimer se trasladaba a una pequeña aldea gallega, en España, país de procedencia de la madre de Jimmy. Una pega más que añadir al listado de problemas que el chaval llevaba redactando desde que tenía uso de razón.
—¿Habrá alguien en este pueblucho que sepa hablar inglés? —preguntó con cierto deje de ironía.
—Uy, cielo, eso es pedir demasiado. ¡A duras penas hablarán castellano! En las aldeas de esta zona todo el mundo se entiende en galego —respondió su madre, Tina Mortimer.
El chico sacudió la cabeza con resignación.
—Vamos, hijo, si hablas español casi mejor que tu madre —intervino el señor Mortimer.
—Sí, claro…, lo que tú digas —replicó con sequedad.
Con dieciséis años, Jimmy acababa de sobrevivir a su infancia. Era un chico normal, no muy alto y delgaducho, con unos ojos azules como el mar del Caribe, enigmáticos e intensos. Su pelo negro, con un tupé de flequillo largo, siempre estaba despeinado y alborotado, y le otorgaba un aire descuidado que él no pretendía. A Jimmy no le importaba demasiado su apariencia, aunque tampoco habría tenido con quién compararla. Conocía a poca gente de su edad. No es que no le gustara la gente, es que no tenía oportunidad de cruzarse con demasiada. Lo que realmente ansiaba y deseaba con todas sus fuerzas era tener un buen amigo. Pero por culpa de las obligaciones laborales de su padre, había perdido al único compañero que había tenido, y desde entonces un aire de tristeza, al igual que su sonrisa apagada, era su único acompañante en cada mudanza.
—Parece una zona de lo más tranquila.
El hombre asintió ante las palabras de su mujer mientras acababa de aparcar bien el coche en el que llevaban horas viajando.
—¡Genial! Me dedicaré a hablar con los árboles… —añadió Jimmy con ironía.
Nunca había sido un chaval sombrío, pero en los últimos meses su carácter se había oscurecido un poco. Y no era por culpa de la adolescencia, sino por los cambios continuos en su vida, que le hacían ser cada vez más reservado y menos hablador. Jimmy se había refugiado en su propio mundo, un lugar al que nadie tenía acceso. No podía compartir sus sentimientos con nadie más que con su pequeña libreta roja y blanca, que siempre le acompañaba, fuese donde fuese, y donde dejaba constancia de todo lo que le pasaba por la cabeza y le aturdía el corazón.
Aquella libreta se había convertido en su única compañera y por eso la custodiaba como si de un tesoro se tratase. Para Jimmy lo era. Gracias a ella y a todo lo que tenía escrito y dibujado en sus páginas, podía sentir que no pasaba solo de un lugar a otro. Cuando la abría, con solo ojearla hacia atrás podía saber qué había sentido en un momento determinado, cómo era una cierta habitación que había dejado atrás… Gracias a su libreta, tenía historia. Gracias a su libreta, no se sentía tan perdido.
—¿Qué, señorito? ¿Piensas bajar del coche de una vez? —dijo la señora Mortimer, ya en pie fuera del vehículo.
—Déjalo, Tina. Ya vendrá cuando quiera. Espera a que oscurezca y verás qué rápido entra en casa.
A Jimmy no le hizo gracia aquel comentario jocoso de su padre, así que esperó a que ambos se adelantaran unos metros para decidirse a salir del vehículo. Agarró la libreta con todas sus fuerzas y bajó del Saab 92 de color rojo que les había traído hasta su nuevo hogar. Cuando empinaba la cuesta para llegar hasta la casa, pensó que si alguien quisiera dibujar una casa lúgubre de cuento, por fuerza tenía que inspirarse en esta: era una vieja casa que parecía estar a punto de quebrarse por un golpe de viento. Estaba hecha de tablones de madera de color blanco desgastado, tenía unos doce metros de altura y la coronaba un pequeño torreón en lo alto.
El edificio bordeaba un viejo acantilado y se podían escuchar las olas rompiendo contra las rocas que había justo debajo. La niebla gris invadía el jardín seco y descuidado que, a saber desde cuándo, estaba lleno de plantas muertas y hierbajos. Probablemente, no se habían cortado en años. Jimmy sonrió al ver, en mitad del patio, un columpio oxidado y putrefacto que se movía como si alguien estuviese subido en él. Desde luego, para ser un escenario tétrico no le faltaba detalle. Incluso el viento lo mecía, haciendo que las cadenas emitieran un chirrido bastante desagradable. Si hubiera tenido algún amigo, se habría burlado con él de su mala suerte: justo cuando pensaba que su vida no podía ir a peor, sus padres habían logrado alquilar la mayor pocilga de toda Galicia.