Richard David Precht - ¿Quién soy yo… y cuántos?
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- Libro:¿Quién soy yo… y cuántos?
- Autor:
- Editor:ePubLibre
- Genre:
- Año:2009
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¿Quién soy yo… y cuántos?: resumen, descripción y anotación
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¿Qué es la verdad? ¿Cómo sé quién soy? ¿Por qué debo ser bueno? Hay muchos libros sobre filosofía, pero el libro de Richard David Precht es distinto a todos los demás. Ninguno acerca al lector a las grandes preguntas filosóficas de la vida de un modo afín a la forma de pensar y los problemas de hoy y teniendo en cuenta, además, los conocimientos científicos más recientes. Precht nos lleva por un sendero único a través de la inmensa selva de nuestro conocimiento acerca del ser humano. Desde la neurología hasta la filosofía, pasando por la psicología, Precht nos pone al día de los últimos descubrimientos y teorías. Como si de un puzzle se tratará, el autor construye la asombrosa imagen que actualmente las ciencias trazan del hombre, revela respuestas —o principios de respuesta— a las preguntas que siempre nos hemos formulado y a las que no habíamos sabido contestar. ¿Quién soy y… cuántos? es un excitante viaje hacia nosotros mismos: inteligente, ameno y divertido.
Richard David Precht
Un viaje filosófico
ePub r1.0
Titivillus 29.12.15
Título original: Wer bin inch - und wenn ja, wie viele?
Richard David Precht, 2009
Traducción: Marc Jiménez Buzzi
Ilustraciones: Luciano Lozano
Diseño: Mauricio Restrepo
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2
RICHARD DAVID PRECHT (Solingen, Alemania, 1964). Filósofo, periodista y escritor, estudió filosofía, filología alemana e historia del arte en la Universidad de Colonia, donde se doctoró en filosofía en 1994. Ha trabajado para diferentes periódicos (Die Zeit, Chicago Tribune) y emisoras de radio. Entre sus libros de divulgación puede destacarse ¿Quién soy yo… y cuántos? Un viaje filosófico, un bestseller en Alemania que ha sido traducido a numerosos idiomas.
[1] «Es una buena capacidad la de poder contemplar con ojo artístico el estado de uno, incluso en medio de las penas y los dolores que nos afectan, de las incomodidades y todas esas cosas».
[2]Seligman en alemán significa «hombre feliz». (N. del t.)
La isla griega de Naxos, en el mar Egeo, es la mayor de las que componen el archipiélago de las Cíclicas. En el centro de la isla, el monte Zas se eleva hasta los mil metros. En los campos aromáticos pacen las cabras y las ovejas y crecen la vid y las verduras. En los años ochenta, Naxos todavía conservaba una playa maravillosa en Agia Ana. Las dunas de arena cubrían una extensión de kilómetros donde unos pocos turistas pasaban el tiempo sesteando a la sombra de unas cabañas que ellos mismos habían construido con bambú. En el verano de 1985, dos veinteañeros se encontraban debajo de un saliente rocoso. Uno de ellos, de nombre Jürgen, era de Düsseldorf; el otro era un servidor. Nos habíamos conocido en la playa pocos días antes y hablábamos sobre un libro que yo había cogido de la biblioteca de mi padre para las vacaciones, un libro de bolsillo ajado y desteñido por el sol, cuya portada mostraba un templo griego y dos hombres ataviados con trajes griegos: Los diálogos socráticos de Platón.
El ambiente de las discusiones en las que intercambiábamos nuestros pensamientos apasionados dejó en mí una huella tan profunda como la del sol en mi piel. Por la noche, sentados alrededor del queso, el vino y el melón, nos aislábamos de los demás y retomábamos el hilo de nuestras reflexiones. Sobre todo, nos fascinaba el discurso de defensa que, según Platón, había pronunciado Sócrates tras ser condenado a muerte, acusado de corromper a los jóvenes. Ese discurso me impresionó, pues el temor a la muerte era un tema que me causaba honda desazón. Jürgen se mostró más escéptico.
Ya no recuerdo la cara de Jürgen. Nunca más me lo he vuelto a encontrar. Si hoy me lo cruzara por la calle, seguramente no lo reconocería. La playa de Agia Ana, a la que tampoco he vuelto, es hoy, según fuentes fiables, un paraíso turístico sembrado de hoteles, vallas, sombrillas y tumbonas puestas en alquiler. Pasajes enteros de la apología de Sócrates, en cambio, se me han quedado grabados en la memoria, y esos pasajes sin duda me acompañarán hasta el asilo de la tercera edad…, veremos si conservan entonces la misma capacidad para sosegarme.
El interés y la pasión por la filosofía siguen vivos en mí desde los días de Agia Ana. A la vuelta de Naxos, tuve que realizar un servicio civil poco estimulante como ayudante parroquial, lo cual no era el mejor acicate para alumbrar pensamientos audaces. (Al ver por dentro la Iglesia evangélica me volví partidario del catolicismo). Era una época marcada por cuestiones morales: el doble acuerdo de la OTAN y el movimiento pacifista enardecieron los ánimos, por no hablar de ideas tan descabelladas, y hoy apenas imaginables, como el plan norteamericano de lanzar una guerra nuclear limitada a Europa. Por aquel entonces ya me sentía impelido a la búsqueda de la vida correcta y respuestas convincentes a las grandes preguntas de la vida. Resolví estudiar filosofía.
Sin embargo, el inicio de la carrera en Colonia me deparó una decepción. Hasta entonces me había imaginado a los filósofos como personas fascinantes, cuya vida debía de ser tan excitante como su pensamiento, personajes imponentes como Theodor W. Adorno, Ernst Bloch o Jean-Paul Sartre. Pero esa coherencia ideal entre los pensamientos audaces y la vida intrépida se esfumó nada más ver a mis profesores: aburridos señores mayores que vestían trajes marrones o azules que semejaban la vestimenta de un conductor de autobús. Me acordé de la extrañeza que había sentido el escritor Robert Musil al descubrir que los ingenieros de la época imperial —hombres modernos y de ideas avanzadas que conquistaban nuevos mundos por tierra, mar y aire— gastaban unos mostachos tan anticuados como sus chalecos y relojes de bolsillo. Asimismo me pareció que los filósofos de Colonia no aplicaban a sus vidas la libertad de espíritu que ejercían en su profesión. Con todo, uno de ellos me enseñó a pensar; esto es, a preguntarme por el «porqué» de las cosas y a no conformarme con respuestas expeditivas. Me inculcó la exigencia de que mis razonamientos debían carecer de fisuras y lagunas, y que cada paso que diera en mis argumentaciones debía reposar firmemente sobre mi argumento anterior.
Mis años de estudiante fueron maravillosos. En mi memoria componen una secuencia de lecturas apasionadas, platos de pasta regados con vino tinto barato, conversaciones de sobremesa, fervientes discusiones en los seminarios e interminables tertulias en el bar de la universidad, piedra de toque de nuestras lecturas filosóficas, nuestros conocimientos en torno a la verdad y la mentira, la vida buena, sobre fútbol y, por supuesto, sobre por qué —como sostenía Loriot— el hombre y la mujer no están hechos el uno para el otro. Lo bueno de la filosofía es que no es una materia que uno termine alguna vez de estudiar; en rigor, ni siquiera cabe calificarla de materia. Eso parecía hablar a favor de la opción de seguir en la universidad para ampliar estudios, pero la vida que llevaban mis profesores se me antojaba, como digo, de un insulso espantoso. También me descorazonaba la falta de repercusión de la filosofía universitaria. Los únicos que leían los artículos y los libros publicados por los profesores eran sus colegas, y en la mayoría de los casos lo hacían únicamente para poder discrepar de las ideas allí expuestas. Finalmente, los simposios y congresos a los que asistí como doctorando me hicieron abandonar toda ilusión respecto al afán de entendimiento de sus participantes.
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