Título original: Losing It
Traductora: Esther Roig
El éxito no es suficiente. El resto puede fallar.
Gore Vidal
Siempre quise ser rico. Sé que puede parecer un comentario estúpido, pero es la verdad. Una confesión sincera.
Hace más o menos un año se cumplió mi deseo. Tras una mala racha de diez años -una acumulación tóxica de innumerables cartas de rechazo, de «no nos interesa su propuesta», y la habitual colección de fracasos por los pelos («sintiéndolo mucho, estábamos buscando algo así el mes pasado»), y (por supuesto) de que no me devolvieran nunca las llamadas- los dioses del Azar finalmente decidieron que me merecía una sonrisa. Y recibí una llamada. Ni más ni menos: recibí la llamada que todos los que se ganan la vida escribiendo sueñan con recibir.
La llamada era de Alison Ellroy, mi sufrida agente.
– David, lo he vendido.
El corazón se me paralizó un instante. No había oído las palabras «lo he vendido» desde…, bueno, si he de ser sincero, no había oído nunca esa frase.
– ¿Has vendido qué? -pregunté, puesto que, en ese momento, cinco de mis propuestas de guión estaban haciendo un periplo de Holandés Errante por una serie de estudios y productoras.
– El piloto -dijo ella.
– ¿El piloto para la televisión?
– Sí. He vendido Te vendo.
– ¿A quién?
– Bueno…
– No me gusta como suena ese «bueno»…
– ¿Por qué no?
– «Bueno»… suena a malas noticias después de las buenas noticias.
– ¿Siempre crees que las malas noticias acechan detrás de las buenas?
– Ali, ¿cuándo he recibido de ti buenas noticias?
– En eso tienes razón. Pero ahora…
– Al grano. Por favor.
– A la FRT.
– ¿Qué?
– Ya me has oído: la FRT, la Front Row Television; de la productora más de moda y más inteligente de programas originales por cable…
Para entonces mi corazón necesitaba una desfibrilación.
– Ya sé quiénes son, Alison. ¿Vas a decirme que la FRT ha comprado mi piloto?
– Sí, David. La FRT ha comprado Te vendo.
Un largo silencio.
– ¿Van a pagar? -pregunté.
– Por supuesto que van a pagar, David. Esto es un negocio, lo creas o no.
– Lo siento, lo siento…, es sólo que no estoy acostumbrado… ¿Cuánto exactamente?
– Cuarenta de los grandes.
– Bien.
– No pareces muy entusiasmado.
– Estoy entusiasmado. Es que…
– Lo sé, no ganarás un millón de dólares. Pero un trato así para un desconocido es, a lo sumo, algo que sólo pasa dos veces al año en esta ciudad. Lo sabes perfectamente. Como también sabes que cuarenta mil es el precio habitual para un programa piloto de televisión, sobre todo para un guionista que no tiene nada producido. En fin, ¿qué te pagan actualmente en Book Soup? [1]
– Quince mil al año.
– Pues míralo de este modo: acabas de ganar el salario de tres años de un golpe. Y esto es sólo el comienzo. Sobre todo porque no sólo van a comprar el piloto… También van a producirlo.
– ¿Te lo han dicho?
– Sí, me lo han dicho.
– ¿Y tú te lo has creído?
– Cariño, vivimos en la capital del universo de los bocazas. Aun así, podrías tener suerte.
La cabeza me daba vueltas. Buenas noticias, buenas noticias.
– No sé qué decir -comenté.
– Podrías intentar decir «gracias».
– Gracias.
No sólo le di las gracias a Alison Ellroy. Al día siguiente de recibir la llamada, me acerqué al Beverly Centre y me gasté 375 dólares en una pluma Mont Blanc para ella.
Cuando se la di aquella misma tarde, me pareció sinceramente conmovida.
– ¿Sabes que es la primera vez que recibo un regalo de un guionista en… cuánto hace que trabajo en esto?
– Tú sabrás.
– Unos treinta años. Bueno, supongo que siempre hay una primera vez. O sea que… gracias. Pero no creas que voy a prestártela para firmar los contratos.
Lucy, por su parte, se quedó boquiabierta cuando se enteró de que había gastado tanto en un regalo para mi agente.
– ¿De qué vas? -preguntó-. Finalmente vendes algo, por poco, encima, y de repente, ¿eres Robert Towne? [2]
– Ha sido un detalle, nada más.
– Un detalle de 375 dólares.
– Podemos permitírnoslo.
– ¿Ah, sí? Calcula un poco, David. Alison se lleva el quince por ciento de comisión de los cuarenta mil. Hacienda se queda con el treinta y tres por ciento de tu parte, lo que te deja con menos de veintitrés mil, y la calderilla.
– ¿Y tú cómo lo sabes?
– Porque he hecho cálculos. Como he calculado a cuánto asciende nuestra deuda con Visa y MasterCard: doce mil, y no para de subir. Como he calculado el préstamo que pedimos para pagar la matrícula de Caitlin el trimestre pasado: seis mil, y tampoco para de subir. Como sé que sólo tenemos un coche en una ciudad de dos coches por familia. Y el coche en cuestión es un viejo Volvo de doce años que necesita urgentemente un cambio de transmisión que no podemos pagar, porque…
– Vale, vale. He sido demasiado generoso. Mea maxime culpa. Y por cierto, gracias por aguarme la fiesta.
– Nadie… absolutamente nadie… te está aguando la fiesta. Sabes lo contenta que me puse ayer cuando me lo contaste. Es lo que tú… lo que nosotros hemos soñado desde hace once años. Lo que digo, David, es muy sencillo: el dinero ya está gastado.
– Muy bien, muy bien, lo he entendido -dije, intentando zanjar el asunto.
– Y aunque no le envidie a Alison su pluma Mont Blanc, habría sido agradable que te hubieras acordado primero de quien nos ha estado alejando de la miseria todos estos años.
– Tienes razón. Lo siento.
Y para demostrar cuánto lo sentía, al día siguiente compré una cruz de plata de Tiffany's de 400 dólares que Lucy llevaba tiempo deseando en silencio. Aquel acto de despreocupado riesgo financiero la sacó más si cabe de sus casillas… pero se la puso de todos modos.
– Por favor, no te preocupes por el precio -dije, después de que me tratara de idiota y de manirroto.
– Creo que hago bien en preocuparme…
– Oye, estamos en racha…
– ¿No te estás precipitando un poco?
– Es sólo el principio, Lucy.
– Espero que tengas razón -dijo ella bajito-. Nos merecemos un poco de suerte.
Le acaricié la mejilla y ella esbozó una sonrisa, tensa y cansada. Parecía realmente exhausta. Con toda la razón, porque los últimos diez años habían sido para los dos un duro ascenso por una cuesta muy pronunciada. Nos habíamos conocido en Manhattan en los noventa. Yo hacía pocos años que había llegado de mi Chicago natal, decidido a triunfar como dramaturgo. En lugar de eso me encontré dirigiendo obras en teatros alternativos y realizando inventarios para Gotham Book Mart [3] para pagar el alquiler. Conseguí un agente. Consiguió que circularan mis obras. No se produjo ninguna, pero un guión -Un día cualquiera en Oak Park- (una oscura sátira de la vida suburbana) el público lo leyó ante la Avenue B Theatre Company (al menos no era Avenue C). Lucy Everett formaba parte del reparto. Una semana después de la primera lectura, decidimos que estábamos enamorados. Cuando se habían hecho tres funciones de la obra, yo ya me había instalado en su estudio de la Calle 19 Este (pequeño, pero más amplio que el cuchitril que yo tenía alquilado, al otro lado del puente, en Borough Hall). Dos meses después, le ofrecieron un papel en un piloto para una serie de la ABC que se rodaba en California. Como estaba locamente enamorado, no dudé ni un momento cuando ella me dijo «vente conmigo».
Así que nos mudamos a Los Ángeles y alquilamos un pequeño piso de dos habitaciones en King's Road, en West Hollywood. Lucy hizo el piloto. Yo convertí una de las diminutas habitaciones en mi estudio. La cadena rechazó el piloto. Escribí mi primer intento de guión para el cine, Nosotros, los veteranos, que describí como «una película de atracadores cómico-sarcástica» acerca de un robo a un banco efectuado por una banda de viejos veteranos del Vietnam. No llegó a nada, pero fiché a Alison Ellroy como representante. Era la última de una especie en peligro de extinción: los agentes de Hollywood independientes, que trabajan en una pequeña oficina de Beverly Hills, en lugar de en un monolito arquitectónico delirante. Después de leer mi guión «cómico-sarcástico» y mis anteriores obras teatrales inéditas «cómico-sarcásticas», me aceptó como cliente, pero también me dio un consejo:
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