Agradecimientos
Quiero dar las gracias, en primer lugar, a mi editor, Tim Whiting, por echar a rodar la bola con que comenzó este proyecto y por allanar, con su entusiasmo y su apoyo, el camino por el que se ha ido desenvolviendo. Gracias también a Bill Doyle, que fue quien habló de mí a Tim. Mi agente, Charlie Viney, ha sido de gran ayuda al llevarme a hacer las modificaciones pertinentes para destinar la obra a un nuevo tipo de lector; en tal grado, que no veo la hora de emprender futuras colaboraciones.
La Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad de Portsmouth tuvo a bien concederme, en la primavera de 2004, un año sabático para que pudiera concluir este trabajo, y en consecuencia, debo agradecer en especial a mis compañeros el haberse hecho cargo de mis labores docentes y administrativas, y sobre todo a Brad Beaven, Gavin Schaffer, Heather Shore y Matt Taylor. Mis colegas de la red internacional H-France también se mostraron sumamente comprensivos cuando tuve que dedicar toda mi atención a esta obra. Alan Forrest me obsequió, como acostumbra, con sus juiciosas palabras de aliento, y no he olvidado al resto de los historiadores que me ayudaron con este y otros proyectos: Colin Jones, Laura Mason, Sarah Maza, David Kammerling Smith…
Mi esposa, Jessica, y mis dos hijas, Emily y Natalie, me ayudan a dar sentido a todas mis obras. Sin la última, en concreto, habría sido capaz de levantarme un poco más tarde en alguna ocasión, y no habría tenido la necesidad de desatender el trabajo tan a menudo para dedicarme a otros menesteres; sin embargo, tampoco habría valido la pena de igual modo.
Conclusión
Si puede resultar paradójico identificar a los creadores del Terror con la libertad, la igualdad y la fraternidad, y si tal afirmación no está exenta, claro está, de cierto partidismo, por cuanto el republicanismo constituyó solo una de las posibles sendas que podía haber tomado Francia para superar el siglo XIX, en cualquier caso tal asociación no deja de ser digna de someterse a examen. Tal como lo ha expresado de forma reciente un estudio de envergadura acerca del particular, el Terror era politique (lo que significa, a un tiempo, «política», «político» y «diplomático»), y surgió de un lenguaje que en gran medida se centraba en los medios de combatir la contrarrevolución, dando por sobreentendida, en ocasiones, la cuestión de su finalidad, si es que esta no quedaba reducida, tal como hemos visto, a lugares comunes relativos a la armonía. En opinión de los republicanos franceses de generaciones posteriores, las metas más significativas resultaron ser las relacionadas con la gloria nacional. De modo que la manera más sencilla y común de recordar el Terror consistió en ascender al burócrata militar Lazare Carnot a la posición de «gestor de la victoria» e inmortalizar a Danton mediante una estatua conmemorativa del llamamiento que hizo a los voluntarios de 1792, quienes ya habían quedado perpetuados en piedra durante la década de 1830, amparados por las alas de la victoria mientras avanzaban sobre la superficie del Arco de Triunfo. Una de las figuras centrales, protegida por armadura antigua, representa a un joven cuya desnudez recuerda la supuesta chanza de Danton acerca de los sans-culottes. Como aquellos de quienes pretenden ser trasunto, los personajes del mencionado monumento encarnan la nación intemporal, un espacio de unidad exento de problemas para todo Estado moderno.
Cierto libro de texto escolar publicado en 1877 con el título de La patrie ilustra este modo de pensar. Tras una serie de incursiones en los orígenes remotos de la nación, y un repaso reinado por reinado de los siglos que iban del X en adelante, el volumen hilaba la Revolución en el tejido mismo de la existencia nacional continuada. En la misma página en que acusaba a Robespierre y a Marat, «hombres terribles y feroces», de haber organizado una «conspiración concebida para derrocar la monarquía» en 1792, el autor señalaba que «toda Europa, instigada por Inglaterra, se estaba pertrechando para luchar contra nosotros», y que «un sublime arrebato se apoderaba de toda Francia […]. Los jóvenes corrían a tomar las armas» para hacerse con la «gloriosa» victoria de Valmy y protagonizar la «batalla inmortal» de Jemappes». Al pasar al período del Directorio, los triunfos militares y el ascenso de Napoleón se enseñorean de la exposición.
Para muchos de los republicanos posteriores, la consagración de la gloria nacional fue, pues, un aspecto fundamental a la hora de resolver la cuestión de la postura que debía adoptarse ante el Terror (así como un medio de defender la herencia republicana frente a las amenazas, aún dignas de consideración, procedentes de las tradiciones monárquicas y bonapartistas). El hecho de centrar la atención en el carácter francés de los terroristas puede, aunque a nosotros nos resulte extraño, oscurecer su significación más amplia, del mismo modo que el hincapié que harían, más tarde, los estudiosos marxistas del siglo XX en que toda la Revolución giraba alrededor de la lucha de clases puede hacerla irrelevante en el mundo postsoviético. Aun así, entre las ideas que sostuvieron el recurso al Terror las hay que gozan de una mayor resonancia en nuestros días: el marcado compromiso respecto del concepto de sociedad civil, o la igualdad y la dignidad personales, y de los derechos individuales más relevantes. Tal circunstancia fue, al cabo, la que alimentó el deseo de no permitir la victoria de la contrarrevolución, y se revela aun en los escenarios más insospechados.
Cuando, estando el Terror en su período más álgido, Claude Payan reprendió a los jueces de la comisión de Orange por su humanidad mal entendida, haciéndoles ver que los órganos que presidían, además de ser «comisiones revolucionarias», debían ejercer de «tribunales políticos», estaba contrastándolos, de manera explícita, no solo «con los tribunales del Antiguo Régimen», sino también «con los del nuevo.
El problema del Terror radicaba en que su afán implacable por preservar y proteger la frágil flor de la libertad personal constituía también el mismo mecanismo de su destrucción. A fin de cuentas, ¿de qué sirve la libertad si uno no puede disentir? Existen indicios de que quienes se hallaban en la médula misma de aquel sistema eran conscientes de tan trágica paradoja, o cuando menos la barruntaban. Los discursos y escritos que había ofrecido Saint-Just en los últimos meses de su vida presentan una combinación turbulenta de reflexiones en torno a la libertad, la tiranía, la justicia y el Terror. En la exposición oral en que anunció las redistribuciones promulgadas por los «decretos de ventoso» en febrero de 1794, comparó de manera explícita estos dos últimos conceptos: «La justicia es más temible para los enemigos de la República que el terror solo […] el terror es una arma de doble filo que unos emplean para vengar al pueblo, y otros, para ponerse al servicio de la tiranía; el terror llenó prisiones, y en cambio, dejó sin castigo a los culpables».
La solución personal que propuso al problema consistía en mirar, tal como hizo él en el discurso citado, al futuro, al día que iba a ser testigo de la destrucción de todos los enemigos de la patria, y vería a la Convención Nacional «consagrarse a la legislación y el gobierno […] sondar su braceaje […] y bajar de los cielos el fuego capaz de animar a la República». Los cuadernos privados que aparecieron tras su muerte recogían escritos relativos a una serie de proposiciones, conocidas como sus institutions républicaines. A ellos pertenece la célebre afirmación, citada más arriba, de «la Revolución se halla congelada», así como las observaciones, más siniestras, que la siguen:
No cabe duda de que aún no es tiempo de hacer el bien. El bien individual que hemos hecho solo ha sido un lenitivo. Debemos aguardar a un mal generalizado lo bastante ingente para que la opinión pública sienta la necesidad de que se adopten las medidas apropiadas para hacer el bien.