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“Reí al escuchar el título de su nuevo libro. Me dije, ‘No va a dar resultado. ¿Qué mujer lo compraría? ¿Quién se preocupa de nosotros? ’ Son pocas las cosas que los hombres desean con tanta intensidad como para hacer cualquier cosa por lograrlas. Pienso que muchos deseamos recibir respeto, más que amor. Nos gusta sentir que tenemos algo de poder. Casi lloro cada vez que la oigo decirle a alguna de las mujeres que llaman a su programa que deben respetar a sus esposo. Hay tanto egoísmo en el mundo—en los matrimonios. La prosperidad ha permitido tal independencia a las mujeres que las ha llevado a ese grado de egoísmo. Siempre siento como si fuera el menos importante—mis sentimientos están de último, mis necesidades son lo último en la lista.”
EDGAR
No hay un día que no pregunte al menos a una de las mujeres que llaman a mi programa de radio si pretende que su matrimonio continúe con esa actitud hostil, desatenta o desconsiderada hacia su esposo. Lo sorprendente es su extrañeza ante la idea de que sus esposos puedan tener un límite de resistencia y que pueda llegar el momento en que decidan desentenderse y alejarse. Lo que es aún más sorprendente es que esta ausencia de sensibilidad hacia las necesidades y sentimientos de los esposos coincide con una hipersensibilidad a cualquier actitud o reacción de parte de los hombres—reacciones que, por lo general, son más que razonables.
El siguiente es sólo un ejemplo de una de esas personas que llamó a mi programa de radio la víspera de que empezara a escribir este capítulo. Esta mujer “cristiana” ha estado casada durante un año con un “judío,” y tienen un hijo de cuatro meses. Antes de casarse, ella le prometió que sus hijos se educarían en la fe judía, aunque, obviamente, ninguno de los dos era realmente practicante ni estaba comprometido con su religión (porque si lo hubieran estado, se hubieran casado con alguien que compartiera su misma fe). Ahora que es época de Navidad, ella decoró el árbol y ya está pensando en organizar la fiesta de Pascuas con la búsqueda de los huevos de colores. “No quiero que mis hijos pierdan la oportunidad de vivir las maravillosas experiencias de las fiestas que tuve cuando era niña,” me dijo, para justificar el incumplimiento de su promesa.
¿Cuál fue su pregunta después de que le recordé su promesa y sus compromisos? Naturalmente, su pregunta fue, “¿Qué puedo hacer para que mi esposo deje de pasearse de un lado a otro protestando y poniendo cara larga?” Olvidó, sin el menor problema, que había roto su promesa y creo que eso se debe al doble estándar de muchas mujeres en lo que se refiere a lo que ellas hacen y lo que hacen sus esposos. Si las mujeres cambian de opinión, los hombres tienen que aceptarlo. Si los hombres cambian de opinión, son unos patanes.
Un oyente me escribió acerca de sus frustraciones por este doble estándar. Su queja se refería a que las mujeres tienen que entender cuán frustrante es manejar un doble estándar que sólo tiene en cuenta sus necesidades y deseos inmediatos. Él tenía la impresión de que todo lo que la mujer siente o necesita es justo y muy importante, mientras que cualquier cosa que se relacione con el hombre no tiene importancia y es fruto del egoísmo.
Diría que, en términos generales, tiene mucha razón. Basta ingresar a distintas salas de chat en el Internet orientadas a la mujer, y encontraremos secciones que respaldan a todas las mujeres que desechan a sus esposos y deciden abandonarlos, por razones triviales: “No habla lo suficiente,” “No me hace sentir completa,” “Estoy aburrida,” o “No le gusta que hable con mi madre todos los días.”
Y ahora que hablamos de doble moral, no olvidemos lo que ocurre en la alcoba. Las mujeres esperan que sus hombres “comprendan” cuando a ellas no les interesa el sexo, pero cuando los hombres no quieren hacerlo o simplemente no pueden—¡cuidado! ¿A qué se debe esta mentalidad de doble moral? En una sola y extensa palabra: al autocentrismo. ¿Cuál es el origen de ese autocentrismo? Creo que es el resultado del movimiento feminista, que condena prácticamente todo lo que tiene que ver con el hombre considerándolo malo, estúpido y opresivo, de la forma en que se han denigrado las funciones femeninas y masculinas en las familias, y de la pérdida de la familia funcional, como resultado del divorcio, las guarderías, las dobles carreras profesionales y la glorificación de la unión libre y las madres solteras por elección. Éste es el núcleo de las influencias destructoras que han llevado a la mujer a no valorar el hecho de que ella, al igual que el hombre, se perfecciona por el vínculo matrimonial y adquiere obligaciones hacia la familia.
El resultado es que la mayoría de las mujeres se casan pensando únicamente en lo que su matrimonio y su esposo pueden darles y no en lo que ellas puedan hacer por sus esposos. Cuando hay tan poco énfasis en dar, las exigencias en detalles insignificantes y las susceptibilidades corroen y abortan lo que hubiera podido ser un buen matrimonio.
El correo electrónico que recibí de Cindy se refiere a este tema de “dar” y “hacer:”
“He estado casada diez años y tuve un gran problema con El Cuidado y la Alimentación de mi esposo. Nunca me di cuenta del tiempo que dedicaba mi mamá a cuidar y tener contento a mi papá hasta que empecé a tener problemas en mi matrimonio. Ella entonces me ayudó a entender la función de una esposa. Mi generación (estoy en la década de los treinta años) fue educada en una cultura muy ‘yo:’ si no estábamos contentas, nadie podía estarlo. Afortunadamente, mamá y papá me enseñaron que para ser feliz y lograr lo que uno quiere en la vida, ¡hay que ayudar, amar y cuidar a los demás! Aunque tuve una excelente vida de familia durante mi niñez, nunca supe que eso fuera tan cierto en un matrimonio. Pensaba que un buen matrimonio era algo que se tiene o no se tiene—que, de algún modo, el matrimonio se daba sin necesidad de esfuerzo alguno de parte nuestra.