Í NDICE
A NDAR NO ES UN DEPORTE
A ndar no es un deporte.
El deporte es una cuestión de técnicas y de reglas, de resultados y de competición, y todo ello requiere un largo aprendizaje: conocer las posiciones, dominar los gestos adecuados. Y, mucho después, vienen la improvisación y el talento.
El deporte es cosa de resultados: ¿qué puesto ocupas en la clasificación?, ¿qué tiempo has conseguido?, ¿qué resultado? Se da siempre esa distinción entre vencedor y vencido, como en la guerra —hay, entre la guerra y el deporte, un parentesco del que la guerra extrae su honra y el deporte su deshonra: del respeto al adversario al odio al enemigo—.
Obviamente, el deporte es también afán de resistencia, gusto por el esfuerzo, disciplina. Una ética, un empeño.
Pero también es material, revistas, espectáculos, un negocio. Proezas. El deporte da pie a inmensas ceremonias mediáticas a las que afluyen los consumidores de marcas y de imágenes. El dinero lo invade para empobrecer las almas, y la medicina para construir cuerpos artificiales.
Andar no es un deporte. Poner un pie delante de otro es un juego de niños. Cuando dos caminantes se encuentran, no es cuestión ni de resultados ni de números: uno le dirá al otro qué camino ha tomado, qué sendero ofrece el paisaje más hermoso, qué panorama se contempla desde tal o cual promontorio.
Y eso que, sin embargo, se ha intentado crear un nuevo mercado de accesorios: un calzado revolucionario, calcetines fabulosos, mochilas eficaces, pantalones con grandes prestaciones… Se intenta desde luego colar en la marcha el espíritu del deporte: ya no se anda, se «hace trekking». Se venden finos bastones que confieren a los caminantes la apariencia de esquiadores inverosímiles. Pero la cosa no llega muy lejos. No puede llegar lejos.
Para ir más despacio no se ha encontrado nada mejor que andar. Para andar hacen falta ante todo dos piernas. Todo lo demás es superfluo. ¿Quieren ir más rápido? Entonces no caminen, hagan otra cosa: rueden, deslícense, vuelen. No anden. Caminando, solo una hazaña importa: la intensidad del cielo, la belleza de los paisajes. Andar no es un deporte.
Pero, una vez de pie, el hombre no sabe estarse quieto.
L IBERTADES
E n primer lugar está la libertad suspensiva que ofrece la marcha, aunque se trate de un simple paseo: librarse de la carga de las preocupaciones, olvidar por un rato los problemas. Uno elige no llevarse la oficina a cuestas: sale, vaga, piensa en otra cosa. Con la excursión de varios días se acentúa el movimiento de desvinculación: uno escapa de las obligaciones del trabajo, se libera de las trabas de la costumbre. Pero ¿por qué con la marcha se siente más esa libertad que con un largo viaje? Pues, al fin y al cabo, surgen otras limitaciones no menos penosas: el peso de la mochila, la longitud de las etapas, la incertidumbre climática (amenaza de lluvia, tormentas, calor sofocante), la rusticidad de los albergues, algunos dolores… Pero solo la marcha alcanza a liberarnos de las ilusiones de lo indispensable. Por su naturaleza misma, es un ámbito de poderosas necesidades. Para llegar a tal etapa hay que andar tantas horas, que son otros tantos pasos; la improvisación es limitada, pues no son los senderos de un jardín lo que se recorre, y no puede uno equivocarse en los cruces de caminos o lo pagará caro. Cuando la niebla se cierne sobre la montaña o caen chuzos de punta, hay que seguir, continuar. La comida y el agua son objeto de cálculos precisos, en función de las distancias y los manantiales. Por no hablar de las incomodidades. Pero el milagro no es que se sea feliz a pesar de, sino gracias a ello. Quiero decir que no disponer de múltiples opciones cuando se trata de comer o de beber, estar sometidos a la gran fatalidad de las condiciones climáticas, contar solo con la regularidad de nuestro propio paso, todo ello hace de pronto que la profusión de la oferta (de mercancías, transportes y conexiones) y la multiplicación de las facilidades (de comunicarse, comprar y circular) nos parezcan otras tantas formas de dependencia. Todas esas microliberaciones no son más que aceleraciones del sistema, que me aprisiona con más fuerza. Todo lo que me libera del tiempo y del espacio me aleja de la velocidad .
Para quien no lo haya experimentado nunca, la simple descripción del estado del caminante se ve enseguida como un absurdo, una aberración, una servidumbre voluntaria. Porque, espontáneamente, el urbanita interpreta en términos de privación lo que para el caminante es una liberación: no estar ya atrapado en la tela de los intercambios, no verse reducido a un nudo de la red que redistribuye informaciones, imágenes y mercancías; darse cuenta de que todo ello solo tiene la realidad y la importancia que yo le otorgue. Mi mundo no solamente no se derrumba por no estar conectado, sino que esas conexiones se me antojan de pronto lazos opresivos, agobiantes, demasiado estrechos.
La libertad es ahora un bocado de pan, un sorbo de agua fresca, un paisaje despejado.
Dicho lo cual, disfrutando de esta libertad suspensiva, me siento feliz de partir pero también de regresar. Es la felicidad del paréntesis, la libertad como escapada de uno o varios días. A mi regreso, nada ha cambiado verdaderamente. Y las antiguas inercias recuperan su lugar: la velocidad, el olvido de uno mismo y de los demás, la excitación y el cansancio. La llamada de la sencillez habrá durado lo que dura una caminata: «El aire puro te ha sentado bien». Una liberación puntual, y luego vuelvo a sumergirme.
La segunda libertad es agresiva, más rebelde. En nuestras vidas, la libertad suspensiva no permite más que una «desconexión» provisional: me escapo de la red unos días, experimento en senderos desiertos lo que es estar fuera del sistema. Pero también se puede decidir romper. A este respecto sería fácil encontrar llamadas a la transgresión y al «gran afuera» en los escritos de Kerouac o de Snyder: acabar con las convenciones estúpidas, la seguridad letárgica de las paredes, el tedio de lo idéntico, el desgaste de la repetición, la medrosidad de los pudientes y el odio al cambio. Hay que provocar partidas, transgresiones, alimentar al fin la locura y el sueño. La decisión de caminar (partir lejos, a alguna parte, intentar otra cosa) se entiende esta vez como la llamada de lo salvaje (the Wild). En la marcha se descubre el vigor inmenso de las noches estrelladas, de las energías elementales, y nuestros apetitos se adecuan: son enormes, y nuestros cuerpos quedan saciados. Cuando se ha cerrado con fuerza la puerta del mundo, ya nada lo retiene a uno: las aceras ya no se pegan a las suelas (el recorrido, cien mil veces repetido, de la vuelta al redil). Los cruces de caminos tiemblan como estrellas vacilantes, se redescubre el miedo estremecedor a elegir, el vértigo de la libertad.
Ya no se trata esta vez de liberarse del artificio para disfrutar de alegrías sencillas, sino de conocer la libertad como límite de nosotros mismos y de lo humano, como desbordamiento dentro de uno mismo de una Naturaleza rebelde que nos supera. Andar puede provocar esos excesos: un exceso de cansancio que lleva la mente al delirio, un exceso de belleza que sobrecoge el alma, un exceso de ebriedad en las cimas, en lo alto de los puertos de montaña (el cuerpo estalla). Caminar acaba por despertar en nosotros esa parte rebelde, arcaica: nuestros apetitos se vuelven toscos e intransigentes, nuestros ímpetus, inspirados. Porque caminar nos coloca en la vertical del eje de la vida: el torrente que nace justo debajo de nosotros nos arrastra.