Prólogo
Ésta es mi segunda novela. La escribí en 1970 y fue publicada por primera vez, en una edición muy limitada (500 ejemplares), en Santiago de Chile en 1995. No fue mi intención entretener a un gran público sino proponer un espejo a lectores deseosos de aventurarse en los misterios de su propio ser. En esos años me imaginaba un Dios interior lanzando flechas a presas vestidas de cazadores que huían como huyen de la luz los animales nocturnos. A menudo, leyendo entrevistas y libros de esos prisioneros de las palabras que se etiquetan como «intelectuales», me decía: «Viven en lo que se dice y no en lo que es. Las palabras son sólo una barca que sirve para atravesar el río y permitir desembarcar en la otra orilla. Se olvidan de la meta y se quedan a vivir para siempre en la barca. Cuando “piensan” no hacen más que afirmar creencias que los manejan desde los meandros de su oscuridad interior. Para ellos el mundo es lo que creen que el mundo es. Más aún, están convencidos de ser lo que se imaginan ser, es decir, un conjunto de ideas carentes de realidad».
No sabemos lo que somos, no sabemos lo que es el otro, sólo conocemos nuestras relaciones. Si la realidad es una unidad, todos estos lazos son imaginarios. Vivimos dentro de fronteras mentales, dándonos de golpes contra paredes constituidas por conceptos locos, costumbres estancadas, definiciones de cemento armado, morales caducas, filosofías pretenciosas, necesidades de consumo injertadas a punta de publicidad malsana, educaciones adulteradas por doctrinas políticas, deseos deformados por el ejemplo de artistas convertidos en vendedores bufones al servicio de industrias nocivas. ¿Quién deja de verse a sí mismo para ver y escuchar al otro, no sólo el que está en el exterior, sino al misterioso ser que desde el centro de nuestro inconsciente nos envía insistentes llamadas, proponiéndonos la gran liberación?
Lo que durante esos años estaba pasando en el país donde me parieron, me sumía en la dolorosa realidad de ser chileno. Dos figuras se me imponían como emblemas del conflicto: Caín-Pinochet y Abel-Neruda. Era inevitable dividir mi patria –estrecha franja de terreno presa entre una cordillera y un océano– en verdugos y víctimas. Desde niño, el cine de Hollywood me había embutido en el cerebro que el mundo se divide en buenos y malos. El contraveneno para esta logomaquia lo encontré en las enseñanzas taoístas. Los dos principios esenciales (luz-oscuridad, secohúmedo, fluido-estancado, masculino-femenino), llamados yin y yang, no son opuestos sino complementarios, y se amalgaman en un símbolo único, el Tao. Pensando que Pablo Neruda y Augusto Pinochet, dos enormes egos, anverso y reverso de una misma moneda (la casa presidencial chilena se llama La Moneda), podrían formar una entidad posible de llamarse Pablusto Neruchet, creé el personaje del General, exhibicionista televisivo, a la vez dictador obsceno y exquisito poeta.
Llevado por mi ardiente deseo de evadirme de la novela costumbrista, realista mágica o didáctica-social, con su aristotélica construcción en tres actos (comienzo-nudodesenlace), cuajada de lluvias de flores, chamanes drogados, patriarcas con olor a queso de cabra, amores entre vejetes, putas santas, jergas indígenas, muertos que no saben que han muerto, etc., me dije: voy a presentar un héroe con el que el lector de ninguna manera pueda identificarse. No será uno sino tres. ¿Por qué no? Los teólogos nos han dividido a Dios en tres, Padre-Hijo-Espíritu Santo; tres ciegas con un solo ojo, órgano común que se lo pasan de cuenca a cuenca, son las Gorgonas; el hombre cabalístico consta de tres partes: Guff (el cuerpo), Nephesh (el alma) y Neshamah (el espíritu); etc. Peor aún: a los integrantes de mi heroico trío no se les verá el cuerpo ni la cara, porque irán cubiertos de ropa de pies a cabeza; habrán perdido la memoria; cada persona los captará de forma diferente. ¿Son estudiantes, ángeles, asesinos, viejos, niños? ¿Buscan o son buscados? ¿Saben que saben o no saben que no saben?
También me dije: no vale la pena seguir creando mundos al parecer imaginarios, pero que funcionan con los mismos estereotipos de siempre: se detesta a las malditas tinieblas y se aspira a la bendita luz; la conciencia es el bien supremo; se ensalza a la justicia honesta... ¿Y si la luz fuera nefasta, la conciencia despreciable, la justicia honesta el peor de los errores? ¿Y si no hubiera una sola realidad sino múltiples mundos subjetivos? ¿Y si toda esta multiplicidad fuera el sueño de un solo individuo?
Cuando acepté el desafío y realicé esta escurridiza novela, me encontré a incontables leguas de la literatura latinoamericana... Un consagrado escritor de esa tendencia, indignado, me trató con desprecio de «cara pálida», pidiendo abiertamente que se me extirpara de las letras nacionales mediante un total ninguneo. Hambre, sangre, política, sexo, sentimientos melosos, ¡sí! Problemas metafísicos, ¡no! Y esgrimiendo al filósofo Wittgenstein, mal digerido, sentenció: «De lo que no se puede hablar, no hay que hablar». A lo que yo contesté con un poema:
¡Pero precisamente de aquello que no se puede hablar
hay que hablar,
hundir la lengua en lo invisible convirtiendo las palabras
en espejo,
navegar en ellas sabiendo que son barcas sin tripulación,
sin otro interés que el enigma de qué o quién las transformó
en fantasmas,
una presencia impalpable pero densa a la que debemos
acercarnos
con pasos de ciego en este universo donde todo es
aproximación o milagro de cera!
Frente a la rabia de la mafia folklórica, me di cuenta de que en mi novela lo que yo había intentado hacer era suprimir las fronteras entre la prosa y la poesía, entre la realidad y el sueño, entre lo objetivo y lo subjetivo, entre la Verdad establecida y la Verdad interior.
Si en 1970 no hubiera frecuentado en México, acompañado por algunos buscadores de la Esencia, el templo del monje zen Ejo Takata, nunca habría escrito de esta forma... El japonés nos propuso meditar, arrodillados durante una semana, las 24 horas del día, levantándonos sólo diez minutos para comer y otros diez para ir al baño, durmiendo cada noche unos escasos veinte minutos, al cabo de los cuales nos despertaría golpeando con furor una lámina de latón. Así lo hicimos. Se me hincharon las rodillas, el vientre se me llenó de gases, creí enloquecer. La sexta noche, mientras mis compañeros roncaban, me despertó sacudiéndome con brusquedad implacable, me hizo seguirlo hasta una pequeña terraza, me indicó que me sentara en posición de meditación y me preguntó a gritos: «¡No comienza, no termina, ¿qué es?!». De inmediato tuve el impulso de responderle: «Dios...». Pero me mordí los labios. Sabía que si decía semejante cosa me iba a tratar de intelectual iluso. Ejo, comprendiendo que me había amurallado en un silencio impotente, tocó un gong que resonó en todo el zendô. Eso significaba que yo había sido incapaz de resolver el koan... Humillado hasta la médula, regresé a mi hogar. Durante un mes el nocomienzanoterminaquées me torturó sin cesar. De pronto tuve la necesidad absoluta de ponerme a escribir.
¿Dónde comienza esta novela, dónde termina? ¿Y nosotros cuándo hemos comenzado, cuándo terminaremos?
Alejandro Jodorowsky
LAS ANSIAS CARNÍVORAS DE LA NADA
Oyendo el murmullo de nuestras profundidades.