Khaled Hosseini
Y las montañas hablaron
Este libro está dedicado a Haris y Farah, ambos la nur de mis ojos, y a mi padre, que se habría sentido orgulloso
Más allá de cualquier idea
de buenas o malas obras
se extiende un campo.
Nos encontraremos allí.
JALALUDDIN RUMI, siglo XIII
Muy bien, si queréis una historia, os contaré una historia. Pero sólo una. Que ninguno de los dos me pida más. Ya es tarde, y tú y yo tenemos un largo día de viaje por delante, Pari. Esta noche tendrás que dormir. Y tú también, Abdulá. Cuento contigo, hijo, mientras tu hermana y yo estemos lejos. Y tu madre también. Vamos a ver. Una historia. Escuchadme los dos, escuchadme bien y no me interrumpáis.
Había una vez, en los tiempos en que divs, yinns y gigantes vagaban por estas tierras, un granjero cuyo nombre era Baba Ayub. Vivía con su familia en una aldea llamada Maidan Sabz. Como tenía una numerosa familia que alimentar, Baba Ayub se dejaba la piel trabajando. Cada día, desde el alba hasta la puesta de sol, araba sin descanso, revolvía la tierra y cavaba y se ocupaba de sus escasos pistacheros. A todas horas podía vérselo en su campo, doblado por la cintura, con la espalda tan curvada como la hoz que blandía el día entero. Sus manos estaban siempre llenas de callos y a menudo le sangraban, y cada noche el sueño se lo llevaba en cuanto su mejilla tocaba la almohada.
Debo decir que, en ese aspecto, no era el único, ni mucho menos. La vida en Maidan Sabz era dura para todos sus habitantes. Hacia el norte había aldeas más afortunadas, situadas en valles con árboles frutales y flores, donde el aire era agradable y los arroyos traían aguas frescas y cristalinas. Pero Maidan Sabz era un lugar desolado que nada tenía que ver con la imagen que evocaba su nombre, Prado Verde. Estaba emplazada en una llanura polvorienta y rodeada por una cadena de escarpadas montañas. El viento era caliente y te arrojaba polvo a los ojos. Encontrar agua era una lucha cotidiana, porque los pozos de la aldea, incluso los más profundos, solían estar casi secos. Sí, había un río, pero los aldeanos tenían que caminar medio día para llegar hasta él y sus aguas discurrían lodosas todo el año. En aquel momento, tras diez años de sequía, también el río estaba prácticamente seco. Digamos pues que la gente de Maidan Sabz trabajaba el doble para arañar la mitad.
Sin embargo, Baba Ayub se consideraba afortunado, porque tenía una familia a la que adoraba. Amaba a su mujer y nunca le levantaba la voz, y mucho menos la mano. Valoraba sus consejos y su compañía le producía verdadero placer. En cuanto a hijos, Dios le había dado tantos como dedos tiene una mano, tres varones y dos niñas, y los quería muchísimo a todos. Las hijas eran obedientes y bondadosas, tenían buen carácter y eran muy decentes. A los varones, Baba Ayub les había enseñado ya valores como la honestidad, la valentía y el trabajo duro sin rechistar. Lo obedecían como hacen los buenos hijos, y ayudaban a su padre con la cosecha.
Aunque los quería a todos, en su fuero interno Baba Ayub sentía una debilidad especial por el más pequeño, Qais, de tres años. Qais tenía los ojos de un azul oscuro. Cautivaba a quienes lo conocían con su pícara risa. Era uno de esos niños que rebosan tanta energía que consumen la de los demás. Cuando aprendió a caminar, le gustó tanto que se dedicó a hacerlo el día entero, pero entonces, por inquietante que parezca, empezó a caminar también por las noches, mientras dormía. Se levantaba sonámbulo y salía de la casa de adobe para vagar por la penumbra iluminada por la luna. Eso preocupaba a sus padres, como es natural. ¿Y si se caía a un pozo, o se perdía o, peor incluso, lo atacaba una de las criaturas que acechaban en la llanura por las noches? Probaron muchos remedios, pero ninguno funcionó. Por fin, Baba Ayub encontró una solución muy simple, como suelen serlo las mejores soluciones: cogió un pequeño cascabel que llevaba una de sus cabras y se lo colgó del cuello a Qais. De ese modo, el cascabel despertaría a alguien si el niño se levantaba en plena noche. Al cabo de un tiempo dejó de caminar sonámbulo, pero le había cogido apego al cascabel y no quiso que se lo quitaran. Y así, aunque ya no cumpliera con su cometido original, el cascabel siguió sujeto al cordel que rodeaba el cuello del niño. Cuando Baba Ayub llegaba a casa tras una larga jornada de trabajo, Qais corría hasta hundir la cara contra el vientre de su padre, con el cascabel tintineando al compás de sus pequeños pasos. Baba Ayub lo cogía en brazos y lo llevaba al interior. Qais miraba con mucha atención cómo se lavaba su padre, y luego se sentaba a su lado en la cena. Cuando acababan de comer, Baba Ayub tomaba el té sorbo a sorbo, observando a su familia e imaginando que un día sus hijos se casarían y le darían nietos, y él se convertiría en orgulloso patriarca de una extensa prole.
Pero, ¡ay!, Abdulá y Pari, entonces los días de felicidad de Baba Ayub tocaron a su fin.
Resultó que un día llegó un div a Maidan Sabz. Se acercaba a la aldea desde las montañas y la tierra se estremecía con cada una de sus pisadas. Los aldeanos soltaron sus palas, azadas y hachas y huyeron corriendo. Se encerraron en sus casas y se acurrucaron con los suyos. Cuando los ensordecedores pasos del div se detuvieron, su sombra oscureció el cielo sobre Maidan Sabz. Según se dijo, de su cabeza brotaban unos cuernos curvos y tenía los hombros y la robusta cola cubiertos por un áspero pelo negro. Se dijo también que sus ojos eran rojos y brillantes. Comprenderéis que nadie supo si era así en realidad, al menos nadie que viviera para contarlo: el div se comía en el acto a quienes osaran mirarlo, aunque sólo fuera una rápida ojeada. Como lo sabían, los aldeanos tuvieron el buen tino de mantener la vista clavada en el suelo.
En la aldea todos sabían a qué había ido el div. Habían oído historias sobre sus visitas a otras aldeas, y sólo podían agradecer que Maidan Sabz hubiera pasado tanto tiempo sin atraer su atención. Quizá, supusieron, las vidas pobres y rigurosas que llevaban habían sido un punto a su favor, pues sus hijos no estaban bien alimentados y no tenían mucha carne en los huesos. Aun así, se les había acabado la suerte.
Todo Maidan Sabz temblaba y contenía el aliento. Las familias rezaban, suplicando que el div no se detuviera en su puerta, porque sabían que, si lo hacía, daría unos golpecitos en el techo y tendrían que entregarle un niño. El div metería entonces al niño en un saco, se lo echaría al hombro y se marcharía por donde había venido. Nadie volvería a ver nunca a aquel pobre crío. Y si una familia se negaba, el div se llevaba entonces a todos sus hijos.
¿Y adónde se los llevaba? Pues a su fortaleza, emplazada en la cima de una escarpada montaña. La fortaleza del div estaba muy lejos de Maidan Sabz. Para llegar hasta ella había que atravesar valles, varios desiertos y dos cadenas montañosas, ¿y qué persona en su sano juicio haría una cosa así, sólo para encontrar la muerte? Decían que allí había mazmorras con cuchillos de carnicero en las paredes y que grandes ganchos pendían de los techos. También que había hogueras y gigantescos pinchos para asar. Y era sabido que, si el div pillaba a un intruso, olvidaba su aversión a la carne de los adultos.
Supongo que ya adivináis en qué techo resonaron los temidos golpecitos del div. Al oírlos, un grito de angustia brotó de los labios de Baba Ayub y su esposa se desmayó. Los niños se echaron a llorar, de miedo y de pena, conscientes de que la pérdida de uno de ellos era inevitable. La familia tenía hasta el amanecer del día siguiente para hacer su ofrenda.
¿Qué puedo deciros sobre la angustia que Baba Ayub y su mujer padecieron esa noche? Ningún padre debería afrontar una elección como ésa. Sin que los niños los oyeran, ambos debatieron qué hacer. Hablaron y lloraron, hablaron y lloraron. Durante toda la noche se pasearon de aquí para allá, y cuando el alba se acercaba no habían tomado aún una decisión; quizá era eso lo que quería el