Una historia donde la realidad supera la ficción; una historia verdadera y humana; una historia conmovedora y escrita desde el corazón; una historia que no dejará indiferente a nadie.
Esto y mucho más es Mi hijo era de ETA, el estremecedor relato de un padre que descubre que su hijo pertenece a la banda terrorista que intentó asesinarle en varias ocasiones y que destruyó a su propia familia. El autor, gobernador civil de Guipúzcoa durante los años más duros de ETA, escribe las contradicciones entre el amor hacia su hijo y su deber en la lucha contra el terrorismo.
José Ramón Goñi Tirapu
Mi hijo era de ETA
El drama de un gobernador civil que descubre que su hijo era terrorista
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Banshee 11.05.14
Título original: Mi hijo era de ETA
José Ramón Goñi Tirapu, 2012
Diseño de portada: más!gráfica
Editor digital: Banshee
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A todos mis hijos, y en especial a él.
Recuérdalo tú y recuérdalo a otros.
LUIS CERNUDA , «1936»
1
LA HISTORIA SE REPITE
Un día cualquiera de mediados de septiembre de 1988, acudí a una comida en el prestigioso restaurante Arzak de San Sebastián; nada hacía pensar, cuando acudí a la cita, que aquel iba a ser un día crucial para mí. Era entonces gobernador civil de Guipúzcoa, e invité al fiscal jefe de la Audiencia de Guipúzcoa, Luis Navajas. El lugar me lo sugirió el propio Navajas.
Mi secretaria, Marichu, realizó la reserva a nombre de otra persona para evitar sobresaltos. Nos colocamos a la izquierda de la entrada, junto a la ventana. Por cuestiones de seguridad siempre me sentaba mirando a la puerta. Mis escoltas se situaban en una mesa cercana, desde la que dominaban también la nuestra y la zona de acceso. Puedo recordar todos los detalles de aquel escenario.
El propietario, Juan Mari, se acercó a saludarnos —muy simpático— y nos sugirió el menú. Cuando terminábamos de comer el primer plato, unas verduras, vi entrar en el comedor a varios componentes de la Mesa Nacional de HB. Algunos de ellos también me reconocieron, pero obviamente no nos saludamos. Se sentaron en una mesa al fondo. Eran aproximadamente ocho personas. También mis escoltas los vieron, pero todos seguimos a lo nuestro con aparente naturalidad.
Los expertos en seguridad recomendaban que fuera armado. Podía serme útil en momentos de riesgo inminente. Esporádicamente acudía a la galería de tiro del cuartel de la Guardia Civil de Intxaurrondo y tenía buena puntería. Ese día no iba armado. Los escoltas solían llevar sus pistolas en una pequeña cartera negra con cremallera que dejaban sobre la mesa, al alcance de la mano. En el centro de la cartera se abría un orificio por el que introducir el dedo índice y acceder al gatillo de forma que el tiempo de respuesta ante un peligro era inmediato. Estaban siempre preparados.
El abertzale situado de espaldas volvió su cabeza para observarme. Pude notar que hablaban entre ellos sobre mi presencia. Habíamos cruzado nuestras miradas. Había visto su expresión, sonriente y distante, amenazadora pero cobarde y llena de odio. ¡Cuántos sentimientos puede transmitir una cara sin que medie una sola palabra! La recuerdo bien aunque nuestras miradas duraran solo un instante. Centenares de músculos ocultos bajo la piel capaces de modular gestos delatadores de sentimientos, rasgos de pensamientos silenciosos.
Seguí conversando con Navajas —hoy destinado en la fiscalía del Tribunal Supremo— como si tal cosa, aunque no pude evitar pensar que si aquel encuentro se hubiera producido en cualquier calle de la Parte Vieja de San Sebastián, lugar donde se concentraban los simpatizantes del terrorismo, habría sido increpado —o algo peor— con los epítetos propios de su amplio repertorio de eslóganes insultantes.
Claro que aquel era un restaurante famoso, uno de los mejores, no era lugar para organizar un escándalo. Mientras tanto, el local se había llenado. Los de la mesa batasuna se reían, hablaban en voz más alta que el resto de comensales. Antes habían celebrado una reunión, según supe por el periódico Egin del día siguiente.
Aquella situación me indignaba: ellos no me tenían miedo, no necesitaban estar atentos a mis movimientos ni a mis gestos. Se sabían seguros. Yo y mis escoltas sí debíamos estar pendientes de ellos. Por supuesto nadie —ni siquiera el dueño del restaurante— sabía que yo iba a comer allí ese día.
Creo que les sorprendió mi presencia. Saludé a un empresario conocido que almorzaba en una mesa cercana. Me asombró ver a personas chantajeadas y obligadas a pagar el llamado «impuesto revolucionario» sentadas al lado de los dirigentes de HB que supuestamente se beneficiaban de él, y que en algunos casos incluso lo recaudaban.
La policía no tenía tiempo de investigar esas menudencias cuando lo más importante era detener a los asesinos que en aquellos días, conocidos como días de plomo, atentaban un día sí y otro también.
El caso es que seguí más o menos atento a nuestra conversación. Recuerdo también muy bien a la camarera que nos servía. Era delgada, algo más joven y más baja que yo, de cara estrecha, gesto serio y ademanes nerviosos. Nos atendió correctamente, pero sin ninguna muestra de amabilidad. Aunque hiciera esfuerzos por disimularlo, resultaba antipática, un rasgo de carácter que quizá apreciaran también el resto de clientes. Por mi parte, necesitaba terminar pronto, me esperaban en el gobierno civil, pero ella parecía no tener prisa. Me impacienté. Se lo advertí. Por fin, pudimos pagar.
Dos escoltas se adelantaron para colocar los coches, el blindado y el de seguimiento, junto a la puerta. El fiscal y yo salimos seguidos por el resto de escoltas. Vi a una pareja charlando al otro lado de la calle y mirando hacia nosotros. En escasos segundos, y rodeados por los policías de paisano, entramos en los coches y nos marchamos. Observé que los jóvenes también lo hicieron, pero no nos siguieron. No pude en ningún momento sospechar que acababa de librarme de sufrir un atentado.
Los dos jóvenes en los que me fijé resultaron ser dos terroristas que esperaban allí para intentar matarme. Esto lo supe a los pocos días. Había vuelto a nacer y lo ignoraba. Un resumen de estos hechos fue publicado por el periódico ABC del 30 de septiembre de 1988 al ser desarticulado el «comando Donosti».
Es cierto que tuve la intuición de que aquellos jóvenes podían estar esperándome, pero no lo sabía, y en todo caso los policías que me acompañaban no estaban adiestrados para investigar o detener a terroristas. Únicamente podían defenderme de un ataque, sacarme de un peligro, y nada había ocurrido que indicara un riesgo inminente, aunque luego supe que de haber podido me habrían matado.
El momento de entrar en el coche era el de mayor riesgo, de ahí que siempre lo hiciéramos rápidamente. Pese a estar bien protegido no podía evitar estar pendiente de los movimientos que se producían a mi alrededor. Instinto de supervivencia supongo. Aquellos terroristas se hacían pasar por una pacífica pareja y con frecuencia iban acompañados de un niño con el que jugueteaban mientras vigilaban a sus víctimas incluso en la playa de la Concha, tomando el sol plácidamente y construyendo castillos en la arena mientras elaboraban siniestros planes para asesinar a su próxima víctima. Hoy aquel niño tendrá treinta años.