Alonso Salazar - No Nacimos Pa’ Semilla
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- Libro:No Nacimos Pa’ Semilla
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Alonso Salazar
No nacimos pa’ semilla
La cultura de las bandas juveniles en Medellín
Aguilar
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Yo pregunto sobre su tumba cavada en la montaña: ¿No habrá manera de que Colombia, en vez de matar a sus hijos, los haga dignos de vivir? Si Colombia no puede responder a esta pregunta, entonces profetizo una desgracia: “Desquite” resucitará y la tierra se volverá a regar de sangre, dolor y lágrimas.
Gonzalo Arango,
«Elegía a Desquite», Obra Negra
A Francisco de Roux y Laura Restrepo, quienes, con aguda intuición, estimularon este trabajo. A Jorge Ignacio Sánchez, Camilo Borrero y Elena Gardeazábal, por su dedicación. A la Corporación Región y el Instituto Popular de Capacitación, por el apoyo a la investigación.
Este libro, publicado por primera vez en 1990, es producto de mis andanzas por los barrios populares de Medellín entre 1984 y 1990, una época en la que, mientras estudiaba comunicación social en la Universidad de Antioquia, me vinculé activamente al trabajo de organización comunitaria. En estas zonas conocí a una gran cantidad de hombres y mujeres de disímiles edades que realizaban proyectos sociales. Diversas organizaciones de izquierda y la propia guerrilla hacían presencia y era destacada la actividad de las comunidades eclesiales de base que, con participación de religiosas y sacerdotes, promovían la concientización social desde la Teología de la Liberación.
Hacia 1985, el narcotráfico ya se había tomado la ciudad y había fracasado el proceso de paz iniciado por el presidente Betancur con las guerrillas de las Farc, el M-19 y el EPL. También se había producido el asesinato del ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla, y el llamado holocausto del Palacio de Justicia en el que, tras la toma por un comando del M-19 y la reacción de las Fuerzas Militares, murieron decenas de personas, entre ellas una buena parte de los magistrados de las altas cortes.
Estos hechos significaron algo así como la ruptura de un dique, que dio lugar a un período de crisis institucional en el país y al auge de las violencias que nos llevaron a más de veinte años de reinado de la muerte. En este contexto se produjo un fenómeno sin precedentes: la organización de jóvenes en decenas de bandas armadas que aterrorizaron primero a sus vecindarios y luego al país. Un fenómeno que creció sin que la sociedad y el Estado se dieran por enterados, y que sólo vino a alertar al país cuando jóvenes brotados de esas barriadas pobres se convirtieron en instrumentos del paramilitarismo y el narcotráfico para realizar magnicidios y diversas acciones de terror.
Es una realidad sobre la que se ha escrito mucho sin que necesariamente hayamos logrado alcanzar suficientes claridades. En la raíz de esa violencia masiva de los jóvenes están factores estructurales de exclusión económica y simbólica, y procesos culturales complejos en los que se ligan al mismo tiempo valores arcaicos y procesos consumistas.
Tres décadas han pasado en las cuales se han presentado estadísticas de muerte equivalentes a las de una gran guerra. Hacia 1985 las cifras hablaban de esa gran epidemia de muerte que se extendía por toda la ciudad de Medellín y que se asentaba con especial fuerza en las zonas populares.
En muchas ocasiones, a lo largo de estos años, he escuchado reclamos de jóvenes de las comunas sobre la estigmatización a la que han sido sometidos y a la que pudo haber contribuido este texto. De hecho, me he encontrado que muchas organizaciones o proyectos adoptaron el nombre de «Sí nacimos pa’semilla», como una afirmación frente a la marca caliente que significa el ser nombrados como una generación sin futuro. Esa misma sensación de ser una ciudad marcada la vivió Medellín frente al país.
Sólo podría decir, si tiene sentido, que tanto la aguda violencia como esa estigmatización preceden a este libro. Entiendo la queja de los habitantes de las zonas populares cuando afirman que se les trata de bulto como delincuentes, cuando en realidad en esas barriadas la capacidad de organización y gestión de las comunidades sirve de ejemplo para toda la sociedad, y el trabajo que se inventan miles de personas, en la ardua tarea de la supervivencia, es digno de admirar. Pero este reconocimiento no puede implicar el silencio sobre las realidades de muerte que viven nuestras ciudades.
Esa estampida de los jóvenes fue el anuncio de los tiempos que se avecinaban para el país. Una destorcida, donde los actores de la violencia desdibujaron los límites, donde las ideologías y los sentidos sociales que proclamaban se diluyeron. Así, a lo largo de los años, hemos visto actores de este conflicto que al mismo tiempo que se enfrentan por el predominio, desarrollan prácticas similares frente a la población. Y quizá la que más han identificado a las autodefensas, la guerrilla, y en muchas ocasiones a las autoridades, es la práctica de la limpieza social. Es la manifestación de un sistema de control territorial basado en la arbitrariedad del poder militar.
Quisiera decir que lo que aquí se narra —historias que evidencian un profundo deterioro del sentido de la vida— hace parte del pasado, pero no es así. Para nuestra desgracia, Medellín sigue siendo una ciudad con cifras de violencia que dan vergüenza —más de 3200 homicidios en el 2001, 544 en el 2016 y 577 en el 2017—, y la mayor parte de esa violencia, aunque es originada por diversos sectores sociales, sigue asentada especialmente en las zonas populares de la ciudad.
Pero doce años después, al ver el esfuerzo de líderes, de comunidades, de diversas organizaciones no gubernamentales y de no pocos funcionarios públicos para detener la epidemia de violencia con trabajo social y comunitario, tengo la convicción de que difícilmente podremos enderezar nuestro destino si los esfuerzos de la sociedad no se reflejan en un cambio de las élites de la política que, como mafias, han convertido al Estado en un botín y deslegitiman su autoridad, requisito de la convivencia social.
Hay verdades que no por obvias y repetidas dejan de ser válidas: necesitamos gobernantes honestos y eficientes, una autoridad fuerte pero respetuosa de los derechos humanos, mayor equidad social, y una sociedad incluyente, en donde todos nos sintamos partícipes, con deberes y derechos, de un proyecto de futuro.
Alonso Salazar
Somos los reyes del mundo
S obre la luna redonda se dibuja la silueta de un gato sin cabeza que cuelga amarrado de las patas. En el piso, en una ponchera, se ha recogido la sangre. Ahora caen sólo gotas de manera intermitente y pausada. Cada gota forma, al caer, pequeñas olas que se crecen hasta formar un mar tormentoso. Olas que se agitan al ritmo del rock pesado que se escucha a todo volumen. A un lado está la cabeza, que todavía mira con sus ojos verdes y luminosos. Quince personas participan del ritual. Al fondo está la ciudad.
En una copa se ha mezclado sangre caliente con vino. Sangre de gato que trepa muros, que salta con facilidad de una plancha a otra, que camina sobre sus almohadillas silenciosas por los filos de los tejados, que se escurre con facilidad entre las sombras de la noche. Sangre felina que impulsa a saltar sobre la presa con destreza y seguridad. Sangre que convoca extrañas energías y acelera el alma.
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