Jinetes en el cielo
De las mil aventuras narradas en el Quijote de Cervantes, una muy sugerente es la del viaje que nuestro hidalgo emprende con su escudero a lomos del caballo Clavileño el Aligero. Este fantástico corcel de madera, construido por el mítico Merlín, se rige por una clavija incrustada en su frente que le sirve de freno y «vuela por el aire con tanta ligereza que parece que los mesmos diablos le llevan».
Para mofarse del noble don Quijote, unos duques, con ayuda de su mayordomo, cuatro criados y unas dueñas malas pécoras, le incitan a viajar en una montura que, muy bien construida por maestros carpinteros, hacen pasar por el legendario Clavileño. Don Quijote y Sancho Panza, uno sumido en la alegría y el otro en la aprensión, aceptan cabalgar a lomos del apacible y extraño jamelgo.
Los intrépidos jinetes, con los ojos tapados a petición de los marrulleros duques, alzan el vuelo a lomos de Clavileño. El temor debido a los estremecedores bamboleos de la montura se solapa con los gritos de ánimo y admiración de los urdidores del engaño. Sin embargo, ni lo uno ni lo otro ofusca el escepticismo de Sancho:
—Señor, ¿cómo dicen estos que vamos tan altos, si alcanzan acá sus voces, y no parecen sino que están aquí hablando junto a nosotros?
A su vez, la fantasía de don Quijote es más poderosa que su infinita bravura.
—No repares en eso, Sancho, que, como estas cosas y estas volaterías van fuera de los cursos ordinarios, de mil leguas verás y oirás lo que quisieres. Y no me aprietes tanto, que me derribas; y en verdad que no sé de qué te turbas ni te espantas, que osaré jurar que en todos los días de mi vida he subido en cabalgadura de paso más llano: no parece sino que no nos movemos de un lugar. Destierra, amigo, el miedo, que, en efecto, la cosa va como ha de ir y el viento llevamos en popa.
—Así es la verdad —respondió Sancho—, que por este lado me da un viento tan recio, que parece que con mil fuelles me están soplando.
Los embaucadores soplan con grandes fuelles al inmóvil caballo con sus jinetes. Don Quijote, cada vez más complacido, sostiene:
—Sin duda alguna, Sancho, que ya debemos de llegar a la segunda región del aire, adonde se engendra el granizo, las nieves; los truenos, los relámpagos y los rayos se engendran en la tercera región, y si es que desta manera vamos subiendo, presto daremos en la región del fuego, y no sé yo cómo templar esta clavija para que no subamos donde nos abrasemos.
Los bromistas calientan los rostros de los jinetes con estopas ardientes en el extremo de cañas largas, de manera que, al sentir el calor, Sancho grita:
—Que me maten si no estamos ya en el lugar del fuego, o bien cerca, porque una gran parte de mi barba se me ha chamuscado, y estoy, señor, por descubrirme y ver en qué parte estamos.
—No hagas tal —respondió don Quijote—, y acuérdate del verdadero cuento del licenciado Torralba, a quien llevaron los diablos en volandas por el aire, caballero en una caña, cerrados los ojos, y en doce horas llegó a Roma, y se apeó en Torre de Nona, que es una calle de la ciudad, y vio todo el fracaso y asalto y muerte de Borbón, y por la mañana ya estaba de vuelta en Madrid, donde dio cuenta de todo lo que había visto; el cual asimismo dijo que cuando iba por el aire le mandó el diablo que abriese los ojos, y los abrió, y se vio tan cerca, a su parecer, del cuerpo de la luna, que la pudiera asir con la mano, y que no osó mirar a la tierra por no desvanecerse. Así que, Sancho, no hay para qué descubrirnos; que, el que nos lleva a cargo, él dará cuenta de nosotros.
El remate de la bien fabricada añagaza es prenderle fuego al caballo que, repleto como estaba de cohetes tronadores, vuela por los aires y cae al suelo con don Quijote y Sancho Panza medio chamuscados. El escuadrón de dueñas desaparece y los criados y señores restan desmayados en el suelo. El duque y los demás van despertando dando muestras de maravilla y espanto con tal convicción que los jinetes se sienten muy complacidos.
Cuando la duquesa les pregunta por el insólito viaje, Sancho, no menos insólitamente, le responde:
—Yo, señora, sentí que íbamos, según mi señor me dijo, volando por la región del fuego, y quise descubrirme un poco los ojos; pero mi amo, a quien pedí licencia para descubrirme, no la consintió; mas yo, que tengo no sé qué briznas de curioso y de desear saber lo que se me estorba y impide, bonitamente y sin que nadie lo viese, por junto a las narices aparté tanto cuanto el pañizuelo que me tapaba los ojos, y por allí miré la Tierra, y pareciome que toda ella no era mayor que un grano de mostaza, y los hombres que andaban sobre ella, poco mayores que avellanas; porque se vea cuán altos debíamos de ir entonces.
La duquesa hace ver a Sancho que, si era como decía, un hombre solo había de cubrir toda la Tierra. La salida de Sancho, como siempre, resulta ingeniosa:
—[...] será bien que vuestra señoría entienda que, pues volábamos por encantamento, por encantamento podía yo ver toda la Tierra y todos los hombres por doquiera que los mirara; y si esto no se me cree, tampoco creerá vuestra merced cómo, descubriéndome por junto a las cejas, me vi tan junto al cielo que no había de mí a él palmo y medio.
Entra después Sancho a describir lo que vio en el cielo sin detenerse sobre prodigios tales como siete cabrillas de colores: dos verdes, dos encarnadas, dos azules y «la una de mezcla».
Inquieren entonces a don Quijote acerca de en qué se entretenía mientras Sancho exploraba la Tierra de lejos y el cielo de cerca. Don Quijote muestra su honrado escepticismo, pero concluye como ecuánime caballero:
—[...] o Sancho miente o Sancho sueña.
Una vez acabada la aventura con alborozo de todos, Cervantes hace que don Quijote diga al oído de su escudero:
—Sancho, pues vos queréis que se os crea lo que habéis visto en el cielo, yo quiero que vos me creáis a mí lo que vi en la cueva de Montesinos; y no os digo más.
Este ecuánime y desconcertante pacto final nos va a servir también, como toda la alegoría que supone el resumen anterior del bello pasaje cervantino, para establecer la base de lo que se quiere sostener en este libro y, sobre todo, para introducir la segunda parte, la del desarrollo pleno de la ciencia actual. En la cueva de Montesinos, don Quijote dice sobre el sueño que había tenido que:
—[...] sin saber cómo ni cómo no, desperté dél y me hallé en la mitad del más bello, ameno y deleitoso prado que puede criar la naturaleza, ni imaginar la más discreta imaginación humana.