Este libro comienza narrando el último encuentro entre Mama, una hembra de chimpancé moribunda, y su cuidador. La escena, en la que Mama intenta sonreír mientras se abraza a la persona que se ocupó de ella durante años fue filmada y ha emocionado a millones de personas a través de la red. Al hilo de este episodio, De Waal habla del significado de las expresiones faciales, las emociones ocultas tras la política humana o la ilusión de la libertad. Esta obra describe las múltiples maneras en que los humanos y el resto de animales estamos íntimamente conectados y nos muestra que los humanos no somos la única especie capaz de amar, odiar, temer o avergonzarse.
AGRADECIMIENTOS
Dada la centralidad del dominio social para mis intereses como primatólogo, las emociones siempre han estado presentes en el trasfondo. Son una parte innegable de la política, la resolución de conflictos, la vinculación, el sentido de la equidad y la cooperación de los primates. Comencé como observador del comportamiento social espontáneo, pero terminé examinando capacidades mentales como el reconocimiento facial y la empatía por las situaciones ajenas. Era el mejor momento para sumergirme en las emociones de manera más explícita. De ahí este libro. Veo El último abrazo como un acompañante de mi libro anterior, ¿Tenemos suficiente inteligencia para entender la inteligencia de los animales?, que trata de la inteligencia animal. Aunque estos dos libros analizan las emociones y la cognición por separado, en la vida real ambas cosas están completamente integradas.
Afortunadamente me formé con un experto en expresiones faciales de primates, Jan van Hooff, en la Universidad de Utrecht. La cara es el espejo del alma, es imposible discutir las expresiones faciales sin hablar de las emociones. La investigación de las emociones humanas también comenzó por la cara. El resultado fue que me sentí cómodo con el tema de las emociones animales desde el principio, en un momento en el que la mayoría de los científicos todavía intentaba evitarlo.
Estoy agradecido a las muchas personas que me han acompañado en este viaje, desde colegas y colaboradores hasta estudiantes y posdoctorados. Por citar solo a los de los últimos años: Sarah Brosnan, Sarah Calcutt, Matthew Campbell, Devyn Carter, Zanna Clay, Tim Eppley, Katie Hall, Victoria Horner, Lisa Parr, Joshua Plotnik, Stephanie Preston, Darby Proctor, Teresa Romero, Malini Suchak, Julia Watzek y Christine Webb. Por su ayuda con distintas secciones del libro doy las gracias a Victoria Braithwaite, Jan van Hooff, Harry Kunneman, Desmond Morris y Christine Webb. Agradezco al zoo de Burgers, al Centro Nacional Yerkes de Investigación de Primates y al santuario Lola ya Bonobo de Kinshasa que me dieran la oportunidad de realizar investigaciones, y a la Universidad Emory y la Universidad de Utrecht que me proporcionaran el entorno académico y la infraestructura para hacer posible esta clase de trabajo. Pienso con cariño en los muchos monos y antropoides que han formado parte de mi vida y la han enriquecido, sobre todo Mama, la difunta matriarca que es el personaje central de este libro, y que tan profunda impresión dejó en mí.
Estoy en deuda con mi agente Michelle Tessler y mi editor de Norton, John Glusman, por su entusiasmo y su lectura crítica del manuscrito. Catherine, mi esposa, siempre está ahí para apoyarme y mimarme, y para ayudarme estilísticamente con mi escritura diaria. No hay nada mejor que gozar de nuestro amor y nuestra amistad. Como beneficio adicional, he disfrutado de muchas lecciones de primera mano sobre las emociones humanas.
Prólogo
Contemplar el comportamiento es algo que surge en mí de manera natural, tanto que quizá me excedo. No me percaté de ello hasta un día en que llegué a casa y le conté a mi madre una escena que había visto en un autobús regional. Entonces debía de tener doce años. Un chico y una chica se habían estado besando de una manera que no podía relatar, con las bocas abiertas pegadas, pero eso es típico de los adolescentes. Aquello no tenía nada de particular en sí mismo, pero me di cuenta de que, tras el beso, la chica mascaba chicle, mientras que antes del beso era el chico el único que lo hacía. Estaba intrigado, pero me figuré que había entrado en juego una suerte de ley de los vasos comunicantes. Cuando se lo conté a mi madre, ella no se mostró intrigada en absoluto, y con una expresión atribulada me dijo que dejara de observar a la gente con tanta atención, porque no estaba bien.
Ahora la observación se ha convertido en mi profesión. Pero no esperéis que me fije en el color de un vestido o en si alguien lleva peluquín; esas cosas no me interesan lo más mínimo. En vez de eso, me centro en las expresiones emocionales, el lenguaje corporal y la dinámica social. Aquí la similitud entre nuestra especie y otros primates es tan grande que mi pericia se aplica igualmente a ambos, aunque mi trabajo concierne principalmente a los segundos. Cuando era estudiante tuve un despacho que me proporcionaba una panorámica de la colonia de chimpancés de un zoo, y como científico en el Centro Nacional Yerkes de Investigación de Primates, cerca de Atlanta, Georgia, he tenido una vista similar durante los últimos veinticinco años. Mis chimpancés viven al aire libre en una estación de campo, y de vez en cuando se enzarzan en trifulcas tan escandalosas que todos corremos hacia la ventana para presenciar el espectáculo. Lo que la mayoría vería como una refriega caótica de una veintena de bestias peludas correteando y chillando es en realidad una sociedad altamente ordenada. Reconocemos a cada animal por su rostro, y hasta por la voz, y sabemos lo que podemos esperar. Sin reconocimiento de patrones, la observación es aleatoria y descentrada. Sería como presenciar una competición de un deporte que nunca hemos practicado y del que no sabemos gran cosa. Básicamente no vemos nada. Por eso no soporto las retransmisiones de partidos de fútbol internacionales por la televisión norteamericana: la mayoría de los comentaristas están poco familiarizados con el juego y son incapaces de captar sus estrategias fundamentales. Solo tienen ojos para la pelota y siguen parloteando durante los momentos más cruciales. Esto es lo que ocurre cuando falta el reconocimiento de patrones.
Mirar más allá de la escena central es clave. Si un chimpancé macho intimida a otro arrojando piedras o efectuando una carga en su cercanía, tenemos que apartar los ojos de ellos para fijarnos en la periferia, donde comienzan a pasar cosas. A esto lo llamo observación holística: considerar el contexto más amplio. Que el mejor amigo del macho amenazado esté sesteando es una esquina no significa que podamos ignorarlo. En cuanto se despierta y se encamina hacia la escena, toda la colonia sabe que las cosas están a punto de cambiar. Una hembra emite un sonoro aullido para anunciar el lance, mientras las madres aprietan a sus retoños contra su cuerpo.
Y cuando la conmoción ha amainado, no hay que pasar a otra cosa. Hay que mantener la mirada en los actores principales, porque aún no han acabado. De los miles de reconciliaciones de las que he sido testigo, una de las primeras me pilló por sorpresa. Poco después de una confrontación, dos machos rivales se pusieron de pie y caminaron el uno hacia el otro con el pelo totalmente erizado, lo que les hacía parecer el doble de grandes. Su contacto visual parecía tan fiero que yo esperaba una reactivación de las hostilidades. Pero cuando estaban a punto de tocarse, de pronto uno de ellos se dio la vuelta y le presentó al otro su trasero. El segundo macho respondió acicalando el pelo alrededor del ano del primero, emitiendo sonoros chasquidos para indicar su dedicación a la tarea. Como el otro macho quería hacer lo mismo, acabaron adoptando la postura del 69 algo contorsionada, lo que permitía a cada uno acicalar el trasero del otro al mismo tiempo. Poco después se relajaron y se dieron la vuelta para acicalarse mutuamente el rostro. La paz había vuelto.