Frans Masereel (Blankenberge, Bélgica, 1889 - Avignon, Francia, 1972). Este artista fue uno de los más importantes creadores en el campo de la xilografía. Destacado pacifista, trató con frecuencia temas de interés social. Nació en el seno de una familia burguesa de Gante y estudió en la Academia de Bellas Artes de esa ciudad. Hacia 1910 viajó a París donde descubrió el arte del grabado sobre madera. A comienzos de la Primera Guerra Mundial, para evitar ser movilizado, se instaló en Ginebra. Allí entabló relación con intelectuales pacifistas como Stefan Zweig y Romain Rolland, cuyas obras ilustró, y colaboró en periódicos como La Feuille. Durante los años 20 y 30 se posicionó con claridad a favor de la Unión Soviética y participó en numerosas actividades de signo pacifista y antifascista. Tras la Segunda Guerra Mundial fijó su residencia en París y, en 1949, en Niza. Publicó varias novelas sin palabras, utilizando sólo grabados: Mon Livre d’heures (1919), Un fait divers (1920), Souvenirs de mon pays (1921). Entre todas ellas destaca La cité (1925).
¡Oíd! Yo no doy lecciones ni limosnitas.
Cuando doy, me doy yo.
WALT WHITMAN
¡Goces y cuitas, malicias, risas, experimentos y extravagancias,
la paja y el heno, higos y uvas, frutos verdes y frutos maduros,
rosas y escaramujos, cosas vistas y leídas, sabidas, tenidas, vividas!
ROMAIN ROLLAND
Título original: Mein stunden buch, 165 holzschnitte
Frans Masereel, 1919
Traducción del prólogo: Mª Teresa Ruiz Camacho & Katja Wirth
Diseño de cubierta y retoque de ilustraciones: diego77
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
MI LIBRO DE HORAS
PRÓLOGO
por Thomas Mann
E n primer lugar, traduzco lo mejor que puedo las dos citas de los textos literarios que Masereel antepone a su Livre d’Heures , su Libro de horas, como lemas. Podría ser que, según la formación cultural que se tenga, no todo aquel que coja este libro de imágenes en su mano —y ¡hace muy bien en cogerlo!— sea capaz de leerlas, aunque para ser llamado y estar capacitado a amar y disfrutar la obra de este gran artista, y especialmente la presente, no sea necesario ser un políglota, como un camarero de la Riviera o una jovencita de un internado del siglo XIX. Por ejemplo, se puede ser un trabajador, o un joven chófer o una simple funcionaría telefonista y no tener conocimientos de idiomas, pero sí una actitud abierta y suficiente contacto con los movimientos de la democracia intelectual europea como para haber oído y leído ya el nombre de Masereel, y tener la suficiente necesidad y curiosidad por cualquier explicación que de él se dé, mientras que el patrón, y jefe, no ha llegado tan lejos en su formación cultural, y tampoco tiene ningún interés en llegar, ya que por desgracia algo así como «Masereel» le suena a bolchevismo. Este arte flamenco y europeo es tan incondicionalmente humano, no requiere de más «formación cultural» que la poca que se haya obtenido de forma puramente interna y con alguna ayuda de los medios educativos propios de la época democráticamente abiertos y sin ningún privilegio, que uno hace bien en allanar el camino de ese último condicionante que es el de no entender las lenguas extranjeras de las citas. De cualquier modo, aunque se trate de una creación intelectual sin necesidad de condicionantes, que para comprenderla ni siquiera es necesario saber leer ni escribir, y aunque se trate de una novela en imágenes, de una película, que, a excepción del motivo, renuncia por completo a la palabra, a los «títulos», a las leyendas, y va directa solo a la contemplación, supone una gran ventaja el que uno pueda entender estas expresiones literarias, por cierto muy sencillas, que el artista ha tomado prestadas para aclarar sus intenciones: por así decirlo, uno se entera de las «imágenes por partida doble».
Las palabras del americano Whitman traducidas dicen así: «¡Oíd! Yo no doy lecciones ni limosnitas. Cuando doy, me doy yo». Y las líneas del francés Rolland denotan: «¡Goces y cuitas, malicias, risas, experimentos y extravagancias, la paja y el heno, higos y uvas, frutos verdes y frutos maduros, rosas y escaramujos, cosas vistas y leídas, sabidas, tenidas, vividas!».
Ya os había dicho que eran expresiones sencillas. Aquí aclara, en esas palabras extranjeras que él ama, que no tiene intención de enseñar ni sermonear; que tampoco quiere exponer ni mostrar de sí mismo solo una pequeña parte pedagógica cuidadosamente elegida, sino darse por completo, entregarse como él mismo es, como es su vida, una vida de entrega, una vida humana, en definitiva, la vida humana, esa asombrosa aventura rica en visiones y experiencias, difícilmente valorable en su mezcla de aceptación y vergüenza, felicidad y sufrimiento, alegría y amargura en la que hemos sido atrapados no sabemos cómo y de la que un día nos sacan, probablemente sin saber otra vez cómo. Ni moralista, preceptor, guía del alma, ni monomaniaco de las ideas; un compañero de vida comienza con estas palabras: un buen muchacho puro, ingenuo, que vive la vida honestamente y cuando critica sus defectos no lo hace por un fanatismo ideológico, sino por el más natural de los sentimientos… ¿No parece que este comienzo está suscitando demasiada confianza?
Es solo un comienzo; en realidad la confianza nunca ha sido tan oportuna como lo es ahora, en estos tiempos confusos, donde los profetas vociferan a cual más alto y a izquierda y derecha los charlatanes repican ante sus tenderetes. ¡Qué valor hoy día el de la confianza! ¡Qué ocasión, qué extraordinaria oportunidad! Cuando se brinda para hacer propaganda de una obra, de un arte, uno debe basar todo sencillamente en esta profunda y tranquilizadora palabra, en este singular valor, en esta afortunada forma de sentir: es decir, en algo ético-humano, tal y como corresponde al que la divulga y presenta, para quien sería muy ridículo y terriblemente difícil querer hacerse el entendido ante los profanos agudizándoles la atención con el pulgar hacia arriba por estímulos lineales y Dios sabe qué valeurs artísticos. Ya no es momento en este mundo de valeurs, sino de valores, del valor humano, de la integridad. Y en toda buena obra, el que la presenta debe decir por qué es buena y por qué el ser humano que la crea merece confianza.
En general, creo haber observado en todo esto lo siguiente: los hombres difícilmente tienen confianza en una forma existente que solo es vieja o solo joven y nueva, solo histórica o solo moderna, solo aristocrática o sencillamente todo lo contrario de esta cuyo objetivo es ocuparse, en noble obcecación, únicamente del pasado menospreciando el presente por común o, con total libertad y descaro, solo querer quedarse con el presente y el futuro profundamente impíos, sin tradiciones y sin origen ni raíces. Para que los hombres confíen, deben darse las dos al tiempo: distinción y libertad, historia y contemporaneidad. Y es precisamente esta mezcla la que se encuentra reflejada con mayor perfección en el arte de Masereel. Es un xilógrafo. Practica este viejo, noble y devoto oficio alemán de los maestros artesanos, cuya tradición alcanzó su máximo esplendor en la Edad Media a través de Lucas van Leyden y Alberto Durero, a través de Las crónicas de Nuremberg y la Biblia de los pobres latina —este arte conservador, rudimentario de materiales y tradicional de técnica no necesita aun hoy día, al igual que hace quinientos años, nada más que, aparte del genio, una tabla de madera de peral y una navajilla—. ¿Se diría que una ocupación y pasión profesional tan dignas en medio de este tiempo nuestro de estridentes silbatos de fábricas puede no influir en el estado de ánimo y estilo de vida de un hombre permitiéndole unas convicciones básicas puramente modernas y democráticas? Masereel se ha dibujado a sí mismo en el