Ryder Carroll - El Método Bullet Journal
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- Libro:El Método Bullet Journal
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- Año:2018
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El Método Bullet Journal: resumen, descripción y anotación
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Como la mayoría de nosotros, Ryder Carroll trató por todos los medios de organizar su vida: aplicaciones, sistemas, planes, calendarios, programas… Y nada funcionaba. Así que se puso a pensar hasta que dio con su propio método, un sistema que solo necesitaba papel y lápiz, y que era al mismo tiempo efectivo y poco estresante. Compartió ese método con algunos amigos y al poco tiempo este se había convertido en un fenómeno viral. Cientos de miles de personas en todo el mundo siguen hoy su sistema de organización.
Pero El método Bullet Journal es mucho más que un libro sobre gestión del tiempo. Es ante todo un manifiesto sobre cómo queremos vivir y de qué manera organizar los dos elementos más importantes de nuestra vida: nuestro —escaso— tiempo y energía.
Un libro revolucionario que te ayudará a poner orden, sacar más partido a tu tiempo y alcanzar las metas que te propongas.
EL
MÉTODO BULLET
JOURNAL
EXAMINA TU PASADO
ORDENA TU PRESENTE
DISEÑA TU FUTURO
RYDER CARROLL
Traducción de Gema Moraleda Díaz
A MIS PADRES POR TODO.
A LA COMUNIDAD BULLET JOURNAL
POR ATREVERSE.
GRACIAS,
RYDER
Dejemos de posponer cosas. Hagamos un balance
vital a diario... Quien da a diario los toques
finales a su vida nunca precisa tiempo.
S ÉNECA , Cartas a Lucilio
L a misteriosa caja llegó sin previo aviso. Y, lo que era aún más extraño, la etiqueta de la dirección iba decorada con las inconfundibles mayúsculas de mi madre. ¿Sería un regalo sorpresa sin ningún motivo en especial? Improbable.
Al abrir la caja, encontré un amasijo de libretas viejas. Perplejo, saqué una de color naranja nuclear cubierta de grafitis. Tenía las páginas llenas a rebosar de dibujos rudimentarios de robots, monstruos, batallas, y de palabras con escandalosas faltas de ortografía. Distintos tipos de... Me atravesó un escalofrío. ¡Aquellas libretas eran mías!
Respiré hondo y me sumergí en ellas. Aquello era más que un viaje a mis recuerdos. Era como atravesar la coraza de un yo casi olvidado. Mientras pasaba las páginas de otra libreta, vi caer un folio doblado por la mitad. Lo abrí con curiosidad y me encontré con el retrato grotesco de un hombre muy enfadado. Gritaba tan fuerte que se le salían los ojos de las cuencas y la lengua le colgaba fuera de la boca. Había dos palabras escritas en aquel papel. Una pequeña, escondida tímidamente en un rincón, desvelaba la identidad de aquel hombre furioso: un antiguo profesor mío. La otra, grande y escrita con agresividad, desvelaba el objeto de su ira: mi nombre.
Empecé a tener problemas poco después de entrar al colegio: notas horribles, profesores acalorados y tutores resignados. Mis resultados eran tan alarmantes que pasé la mayor parte de los veranos en colegios especiales y despachos de psicólogos. Al final, me diagnosticaron trastorno de déficit de atención (TDA). Eso fue en la década de 1980, cuando se sabía más de hombreras que de mi trastorno. Los pocos recursos disponibles o bien eran demasiado complicados proscriptores para ser de ayuda o bien no se ajustaban a mis necesidades. Lo único que hacían era echar sal en las heridas. Nada funcionaba como lo hacía mi mente, así que tuve que apañármelas como pude.
La principal causa de todo era mi incapacidad de controlar la concentración. No era que no pudiera concentrarme; lo que pasaba era que me costaba mucho hacerlo en lo que tocaba cuando tocaba, estar presente. Mi atención siempre volaba de una cosa llamativa a la siguiente. Mientras saltaba de una distracción a otra, mis responsabilidades iban acumulándose hasta volverse inmanejables. A menudo, no llegaba a cumplir con ellas o lo hacía con retraso. Enfrentarme a esa sensación un día sí y el otro también me hacía dudar de mí mismo profundamente. Pocas cosas nos distraen más que las crueles historias que nos contamos a nosotros mismos.
Yo admiraba a mis exitosos compañeros, con su atención férrea y sus libretas repletas de notas detalladas. Empezaron a fascinarme el orden y la disciplina, cualidades que me parecían tan bellas como ajenas. Para descifrar estos misterios, empecé a inventar trucos de organización diseñados para tener en cuenta cómo funcionaba mi mente.
En mi anticuada libreta de papel, mediante un proceso de prueba y (mucho) error, fui construyendo, pieza a pieza, un sistema que funcionaba. Era una mezcla de agenda, diario, libreta, lista de cosas pendientes y cuaderno de bocetos. Me proporcionaba una herramienta práctica pero flexible para organizar mi mente impaciente. Poco a poco, empecé a estar menos distraído, menos agobiado y a ser mucho más productivo. Comprendí que enfrentarme a los retos dependía de mí. Y, aún más importante, ¡comprendí que podía hacerlo!
En 2007, yo trabajaba como diseñador web para una gran marca de moda con sede en el corazón de neón de Nueva York, Times Square. Había conseguido el puesto a través de una amiga que trabajaba allí, a quien le estaba costando organizar su boda. Su escritorio estaba lleno de libretas, post-its y trocitos de papel de cinco centímetros. Parecía una de aquellas habitaciones con mapas que salen en las series policiacas donde el psicópata planea su próximo crimen.
Hacía tiempo que quería devolverle el favor de haberme conseguido el trabajo, así que, un día, mientras se esforzaba por encontrar una de sus notas, le ofrecí, algo incómodo, enseñarle cómo usaba mi libreta. Ella me miró, levantó las cejas y, para mi sorpresa (y horror), aceptó la oferta. Glups. ¿Dónde me había metido? Compartir mi libreta era como permitir que alguien observara mi mente sin filtros y, bueno..., pues eso.
Unos días después, fuimos a tomar un café. Mi torpe tutorial duró un buen rato. Me sentía muy vulnerable al exponer cómo organizaba mis pensamientos: los símbolos, los sistemas, las plantillas, los ciclos, las listas. Para mí, aquello era un montón de muletas que había inventado para ayudar a mi cerebro defectuoso. Evité cualquier contacto visual hasta que acabé. Muerto de vergüenza, alcé la vista. Su expresión boquiabierta validó inmediatamente todas mis inseguridades. Después de una exasperante pausa, dijo: «Tienes que compartir esto con la gente».
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