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Lewis Carroll - Matemática demente

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Lewis Carroll Matemática demente

Matemática demente: resumen, descripción y anotación

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De las 1.158 páginas de las obras completas de Lewis Carroll, seudónimo que el Rev. Charles Lutwidge Dodgson utilizó por primera vez en 1865 al publicar Las aventuras de Alicia en el País de las Maravillas, Leopoldo Panero seleccionó y tradujo algunos de sus cuentos “humorísticos”. Son, como escribe el propio Carroll a modo de introducción a Un lugar complicado (incluido en este volumen), cuentos que plantean “una o más cuestiones matemáticas — de aritmética, álgebra o geometría, según el caso― para el entretenimiento, y posible edificación, de los lectores...” Es que el humor de Lewis Carroll proviene de la implacable lógica matemática y no de la jocosa ironía. Por ejemplo, en Los dos relojes, Carroll inicia el cuento preguntando al lector qué preferiría: un reloj que marcase la hora exacta una vez al año u otro que lo hiciera dos veces al día. El lector que es un hombre sensato, responde que preferiría el segundo. Pero Carroll sigue preguntando qué reloj elegiría: uno que no funciona en absoluto u otro que se atrasara de un minuto al día. El lector sigue contestando que elegiría el segundo. Pues bien, querido lector, Carroll nos demuestra que no sólo hemos incurrido en una contradicción sino que lo que nosotros entendemos por sensatez, por “razón”, no nos conduce más que a razonamientos insensatos, faltos de lógica. Así pues, la lógica de Lewis Carroll, que en un principio nos parece demente por plantear cuestiones aparentemente absurdas, es a fin de cuentas la única que conduce a razonamientos sensatos y cuerdos. De ahí también que la risa que suscita en nosotros su humor quede reducida a una mueca ante la derrota de lo que tanto nos enorgullecía y que, tras la lectura de estos cuentos, perderemos inevitablemente: el sentido común...

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Lewis Carroll

MATEMÁTICA DEMENTE

Selección, traducción y prólogo

de Leopoldo M. a Panero

Títulos originales: A Tangled Tale, An Hemispherical problem, The Vision of Three T’s, The Dynamics of a Particle, The Two Clocks, Mischmasch, The Legend of Scotland, What the Tortoise said to Achiles.

a edición: julio 1975

a edición: febrero 1979

a edición: enero 1980

a edición: febrero 1982

a edición: noviembre 1983

Edición digital: Sargont (2018)

Diseño de la colección: Clotet-Tusquets

Diseño de la cubierta: Clotet-Tusquets

ISBN 84-7223-045-7

Depósito Legal: B. 36026 - 1983

Índice
Prólogo
Sobre la traducción

I. Olvidar: esa venganza

Hace algún tiempo, y habiendo yo, como el protagonista de Ferdydurke, acabado de publicar un libro, una versión de Lear, vino, como en la citada novela, un personaje abyecto, Pimko, por un atroz milagro multiplicado por cuatro, a llevarme a la escuela por haber olvidado el nombre de Norwid. Se lanzaron entonces contra aquella versión, o perversión —concepto éste que explicaremos luego—, una desproporcionada cantidad de insultos: digo desproporcionada porque otras traducciones no deliberadamente pervertidoras como la mía, sino en las que las malformaciones son involuntarias —y no quiero poner ejemplos—, han pasado, para tan vigilante crítica, por completo inadvertidas. No hubo polémica entonces porque, hallándome yo a la sazón en Tánger, no me enteré hasta que ya era demasiado tarde. Pero de haberla habido, el único posible diálogo entre las categorías lingüísticas de “manifestación-designación-significación” y la cuarta dimensión de la proposición que es, nos dice Deleuze, la expresión, en tanto que entre estos dos modos de decir hay más que distancia, más que frío entre ambos: los separa el océano o el infinito de Cantor (algo así quise decir al separar, en mi personal interpretación de Lear, Viejo y ellos) el único posible diálogo, la única palabra capaz de realizar lo que la alquimia llamaba «unión de lo que no puede unirse» hubiera sido también por mi parte, la injuria, ésa que arroja la imagen de un cuerpo fragmentado y que, por consiguiente, nos devuelve a la infancia .

Sólo había dos errores involuntarios en aquella traducción: spade , que traduje apresuradamente por «espada» cuando significa «azadón» (de cualquier manera, espada, azadón o falo componen la misma estructura frente al toro) y Chili, que no traduje por Chile. Las demás, Pimko I (crítica publicada en la revista «Triunfo») —por ejemplo, traducir la palabra, de significado obvio, uncertain , «incierto», por «exacto» no eran errores sino para tus ojos cegados por el resentimiento («él, que tiene tantas figuras»). Exactas eran las respuestas del Viejo, pues en mi interpretación de Lear, el Viejo estaba por el Viejo Ello, cuyas respuestas son siempre exactas aun cuando, para serlo, se vean obligadas a alterar el lenguaje.

Para que esta tragicomedia no se repita con la presente traducción, y para extraer alguna enseñanza de todo aquel chismorreo, procederé a «criticar al crítico» practicando lo que Gluksmann llama una «lectura sintomal» de aquellas críticas.

Lo que enfadó a Pimko I como a Pimko IV (crítica de «Tele-Expres») es que Lear no fuera Lear, ni siquiera (Pimko IV), «un buen Panero»: ¿qué significa esto? En primer lugar, que la policía del discurso vigila, ante todo, la conservación de un principio tan vetusto como inexacto (en efecto, el devenir a diario lo contradice), el «principio de identidad»: A = A, Lear = Lear, «Un buen Panero» = Un buen Panero. No hay posibilidad de mezclas, intercambios, fusiones, en ese conjunto de islas que no forma Archipiélago. Lear será siempre igual a Lear. Lo contrario nos lo dice cualquier empresa crítica moderna: por no ir más lejos, y no ser «pedante» , citaré sólo el eco: toda obra está abierta a cualquier lectura, toda obra es una Grieta para la que cabe cualquier interpretación: y sólo por ello es posible la traducción. Si la obra estuviera cerrada (como de hecho lo está toda obra para estos «lectores») no habría posibilidad de salir del original, esto es, de traducir. Sólo en cuanto todo texto es una multiplicidad de sentidos, un sun-bolov (el prefijo sun indica multiplicidad), es posible verterlo en una lengua que no sea la suya: desarrollando los sentidos latentes en el original, explicándolo (lo que en latín significa: desplegarlo).

Así el segundo principio que se deduce de esa crítica es que la obra es una Obra: no abierta como el eco, sino cerrada bajo llave en los polvorientos armarios de la Policía del Sentido Común (el fijador de identidades).

El tercero es la consecuencia directa de este último: es la política autoritaria, la siniestra política de autores: aquel que compuso ese Ataúd que es, para esta gente, la Obra, es también un cadáver, un ser —el autor — idéntico a sí mismo, a cuyo funeral asistimos por medio de su biografía : los motivos que impulsaron a ese autor a realizar una determinada obra fueron en realidad múltiples, infinitos: en la biografía se reducen a uno. La creación de esa obra fue, en realidad, algo azaroso, pudo muy bien no hacerse, o no acabarse: sin embargo para la biografía —y para la política de autores— la obra se hizo necesariamente, no pudo haber sido de otro modo. Con todo esto, la crítica literaria y artística han hecho de la escritura y del arte un inmenso Funeral: donde, como las ratas en un poema mío, los críticos muerden en la piel rosada del artista, murmurándole mientras: tú eres Tú: sólo por eso puedo adorarte: tu fotografía, en la contraportada, me tranquiliza (comprenderemos ahora el sentido de la empresa anabiográfica de Lautréamont): por ella sé que Kafka —aun cuando dividido por la Esquizofrenia en múltiples, innumerables mundos— era sólo Kafka, y si no puedo amar a Artaud —ese máximo negador de la identidad— lo lograré si me dan su foto, el nombre y la fecha de su Muerte.

A todo esto, el mismo Kafka hubiera contestado: «quemadme»: quememos, pues, alegremente a Kafka, la escritura no es ese funeral, la literatura no tiene historia, no es una colección de nombres a invocar (más que a invocar, a exorcizar por medio de ellos: pues el nombre del autor es el exorcismo para neutralizar lo que detrás de él subyace): es por el contrario la eterna repetición de lo Sin Nombre, y el sentido del arte impugna la identidad.

Y como querían los surrealistas, si amamos realmente al arte, habría que empezar por volar (con la dinamita de la Esquizia) su cementerio: esos Museos.

Lo que, en resumen, dijeron esas «críticas» a una lectura Crítica es: que la función de la crítica ortodoxa es convertir la escritura en Literatura, y preservar los pobres, viejos y secos mitos de la división del trabajo (la principal causante de tantas identidades, «Obras», «autores», «géneros», Creación y traducción, etc.), mitos a los que ni en aquella traducción ni en ésta pretendo invocar (por consiguiente está fuera de lugar toda crítica en su nombre), sino que, por el contrario, en ellas me atengo a lo que Foucault llama (« Sept propos sur la septième ange »), el «principio de no-traducción», que consistiría no ya en fundir, como dije en el prólogo a Lear, las dos lenguas (la del original y la del traductor), provocando así los tan temidos —por la policía, o más bien, por los bedeles del discurso— «anglicismos», etc., sino en reenviar ambas a una tercera, la lengua primitiva, que analizó Cardan. Lengua por cierto en relación estrecha con la injuria.

Una última observación: el arma de esa crítica, para criticar al Humor, fue la ironía (esa risa constipada, y apta para promover reformas de costumbres demasiado desacostumbradas): mientras que, como luego precisaremos, el Humor trastorna, introduce la Grieta, la ironía confirma: si excluye o condena lo hace como lo haría Dios: es incapaz de llegar a esa Síntesis disyuntiva que es la que operaría el Humor. Todo sucede pues —o sucedió, sucederá— entre una risa que conoce sus propios límites, o que en su movimiento se preocupa por restaurarlos, se abre sólo para dividir lo Otro de lo Mismo, y Otra que en la barrera (como Humpty Dumpty) más bien que más allá, funde repetición y diferencia, repite la diferencia. Es en este sentido en el que puede decirse que «ríe mejor quien ríe último ».

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