Vivimos como por azar, y es el azar quien nos gobierna.
S ÉNECA (4 a. C-65 d. C.)
Todas las personas, vivas o muertas, son pura coincidencia.
INTRODUCCIÓN
El problema del azar
Cuando alguien dice que todo pasa por una razón, lo empujo por las escaleras y luego le pregunto: «¿Sabes por qué lo he hecho?».
S TEPHEN C OLBERT
Cuando jugaba su primer torneo profesional en el Gran Abierto de Milwaukee, en 1996, Tiger Woods seleccionó un hierro 6 de su bolsa de palos en el golpe de salida del hoyo catorce, de 172 metros y de par tres. Aunque Woods iba quince golpes por detrás del líder del torneo, se había juntado un gran grupo para echar un vistazo al proclamado fenómeno del golf, de veinte años. Tiger lanzó la bola al viento, que aterrizó a unos dos metros del banderín, botó una vez a la izquierda y rodó directa al interior del hoyo. La multitud prorrumpió en vítores y silbidos durante varios minutos.
No fue, sin embargo, el inicio más prometedor de la historia de aquel deporte.
En 1994, el camarada general Kim Jong-il, jugando por primera vez en su vida, supuestamente puntuó cinco «hoyos en un golpe» en el Club de Golf de Pyongyang, de camino a una puntuación de 38 bajo par en un recorrido en el que el entonces futuro líder supremo de Corea del Norte no puntuó menos que birdie (uno bajo par) en ningún hoyo.
De aquí solo podemos sacar dos conclusiones: 1) en realidad, Tiger no es gran cosa, o 2) alguien está mintiendo. No es difícil para ninguno de nosotros, salvo quizá para los norcoreanos, averiguar cuál es el caso.
Si estuviésemos inclinados a profundizar en nuestra investigación, descubriríamos que Tiger tiene tres aces registrados en su carrera de veinticuatro años (durante la cual ha ganado más de ochenta torneos). También sabríamos que, si nos basamos en la gran masa de estadísticas de golf, las probabilidades de que un jugador profesional de golf consiga un hoyo en un solo golpe en cualquier hoyo de par tres son de, aproximadamente, una entre dos mil quinientas. Tiger ha jugado unos cinco mil hoyos de par tres en su carrera como profesional, así que se esperaría una cifra de dos aces; su total de tres no es extraordinario. Sin embargo, las probabilidades de que un golfista amateur, en un hoyo cualquiera, consiga un hoyo en un solo golpe son de, más o menos, una entre doce mil quinientas; las de conseguir dos en la misma ronda son de, aproximadamente, una entre veintiséis millones y las de lograr cuatro, de una entre veinticuatro mil billones (veinticuatro seguido de quince ceros).
Lo que hace más asombrosos los cinco aces de Kim Jong-il es el hecho de que, como la mayor parte de los campos de golf de dieciocho hoyos, Pyongyang solo tiene cuatro hoyos cortos de par 3. Todos los demás tienen al menos 220 metros. Así pues, para conseguir ese quinto «1» en su ronda, el diminuto dictador debe de haber sido, en las inmortales palabras de Carl Spackler, de El club de los chalados (personaje interpretado por Bill Murray), «un gran golpeador».
No necesitamos entender con demasiada sofisticación ni la probabilidad ni la estadística ni el juego del golf para dudar de la veracidad de la tarjeta de puntuación del gran líder. Y tampoco, en realidad, tenemos dificultades para determinar la improbabilidad de la afirmación de que el joven Jong-Il escribió mil quinientos libros y seis óperas durante sus tres años en la Universidad Kim Ilsung. ¿Y cuál es la probabilidad de que, como se decía, realmente no defecase?
¿¡Ni siquiera después del quinto hoyo en uno!?
TRAGARSE FALACIAS
Deshacer fábulas sobre Kim Jong-il (o sus sucesores) es fácil, pero en otros ámbitos sale a cuenta tener cierta comprensión de las probabilidades y el juego; por ejemplo, cuando nos jugamos el dinero que tanto nos ha costado ganar.
Acudimos a los casinos en manadas.
Sin embargo, nos jugamos el dinero que hemos ganado con el sudor de nuestra frente sabiendo muy bien que las posibilidades van contra nosotros. Quizá sea porque, incluso en estos juegos de puro azar con dados, ruedas o electrónica, la mayor parte de los jugadores creen que pueden —o se comportan como si pudieran— hacer algo para mejorar sus posibilidades: jugar su «número de la suerte», apostar por un tirador «en racha» o apostar por un color o un número al que ya «le toca».
¿Cómo funciona eso? Digamos, por ejemplo, que estamos jugando a la ruleta y el número que ha salido es negro cinco veces seguidas. ¿Debemos continuar apostando por el negro, porque está «en racha»? ¿O debemos apostar por el rojo, porque ya «le toca»?
¿Cambia la apuesta si el negro ha salido diez veces seguidas? ¿O quince?
Estas preguntas no son hipotéticas. El 18 de agosto de 1913, en el casino de Montecarlo, una notable serie de números salió en la mesa de ruleta. En las ruletas europeas hay dieciocho números negros, dieciocho rojos y el cero, que es verde, así que la expectativa es que un número rojo o uno negro aparezca casi la mitad de las veces. Después de que hubiese salido negro quince veces seguidas, los jugadores empezaron a apostar cada vez más al rojo, convencidos de que la racha iba a terminar. Y, sin embargo, el negro volvió a salir, una y otra vez. Los jugadores duplicaron y triplicaron sus apuestas, imaginando que las posibilidades de una serie de veinte números negros consecutivos eran de menos de una entre un millón. Pero en la ruleta siguió saliendo el negro, hasta que la racha terminó en veintiséis. El casino ganó una pequeña fortuna.
El episodio de Montecarlo es un caso de libro de lo que se ha llamado «falacia de Montecarlo» (o «falacia del jugador»), la creencia según la cual, cuando un evento sucede con una frecuencia mayor o menor que la esperada a lo largo de cierto periodo, el resultado contrario sucederá con mayor frecuencia en el futuro. Para sucesos aleatorios, como los dados o la ruleta, esta creencia es falsa, porque cada resultado es independiente de las tiradas anteriores.
Nuestro potente cerebro tiene problemas para comprender esta simple realidad. Si cree usted que el episodio de Montecarlo es un caso aislado de una época menos compleja y ya pasada, tenga en cuenta el fenómeno que ocurrió en Italia entre 2004 y 2005. La lotería nacional italiana SuperEnalotto se jugaba, en aquel entonces, con la selección de cincuenta números (entre 1 y 90), cinco de cada lotería regional de diez ciudades. Como pasó más de un año sin que saliese el número 53 en Venecia, jugar a este ritardatario (número retrasado) se convirtió en una obsesión nacional. Algunos ciudadanos empezaron a hacer unas apuestas tan altas que acabaron con los ahorros de la familia o contrajeron grandes deudas. Abatida por sus cuantiosas pérdidas, una mujer se suicidó ahogándose en la Toscana. Un hombre, cerca de Florencia, mató a tiros a su familia y después también se suicidó.
Finalmente, al cabo de casi dos años, después de 152 sorteos y más de 3.500 millones de euros apostados solo por el número 53 (un promedio de más de doscientos euros por familia), el número salió por fin en Venecia, concluyendo lo que un grupo denominó la «psicosis colectiva» del país.