Felipe Fernández-Armesto - Más allá de nuestras mentes: Qué pensamos y cómo llegamos a pensarlo

A hora que está muerto, me siento culpable por no haber conseguido que me gustara nunca. Edgar era un colega mayor que yo a quien tuve que deferir en mi juventud. Se había convertido en profesor en la época en que las universidades se expandían incontroladamente y los puestos de trabajo se multiplicaban a mayor velocidad que el talento que había para ocuparlos: bastaba con ser competente e indiferente, la excelencia y la vocación eran prescindibles. Edgar ocultaba su inferioridad tras su autosuficiencia y autocomplacencia. Intimidaba a sus alumnos e infravaloraba a sus colegas. Una de las maneras en que disfrutaba incordiándome era menospreciando a mi querido perro. «Imagina lo poco que pasa dentro de ese cerebrito de tamaño de guisante, incapaz de pensar y que tan solo responde a pequeños estímulos repugnantes como el olor a sobras podridas y el tufillo de orines de otros perros», decía.

«Ya ves qué poco inteligente es», añadía Edgar siempre que el perro le contrariaba al ignorar sus órdenes.

En secreto, yo sospechaba que Edgar se consolaba comparándose con el perro solo porque, desde cualquier otro punto de vista, su propia mente habría parecido deficiente. Con el tiempo, sin embargo, llegué a darme cuenta de que su actitud reflejaba prejuicios y falacias comunes sobre nuestra manera de pensar. Los humanos tendemos a clasificarnos como más inteligentes que otras especies, a pesar de que las inteligencias en cuestión sean de órdenes tan diferentes que el mero hecho de compararlas suponga un despropósito: un perro perdiendo el tiempo ideando un algoritmo no sería más inteligente que un humano husmeando a un semejante. Confundimos con estupidez lo que en realidad es incomprensión de nuestras prioridades o disconformidad con ellas. Por ejemplo, desde su perspectiva, mi decepción por la indiferencia de mi perro ante mis esfuerzos de hacerle ir a buscar cosas y traérmelas no es más desconcertante que mi falta de atención por los huesos viejos o mi incapacidad para detectar un rastro interesante. Decimos que los animales son inteligentes cuando hacen lo que les ordenamos, mientras que si encontráramos el mismo servilismo en nuestros iguales humanos lo despreciaríamos como prueba de falta de iniciativa o de pensamiento crítico.

El tema está más allá de toda prueba, pero toda una vida observando a los perros de mi familia me ha convencido de que discriminan entre órdenes basándose en cálculos racionales de interés. Ivan Pavlov creía que el comportamiento canino estaba condicionado —cosa que, como en ejemplos excepcionales de comportamiento humano, a veces pasa—, pero los perros desafían las expectativas al intentar resolver problemas de perros y no rompecabezas humanos: es decir, problemas concebidos no para interesarnos sino para que nos impliquemos en ellos. Por ejemplo, en una ocasión vi que mi perro, tras muchos experimentos fallidos, desarrollaba una nueva estrategia para cazar ardillas según la cual se colocaba en ángulo recto al camino, entre dos árboles, a un punto equidistante entre ellos. El plan no consiguió ninguna ardilla pero desde cualquier punto de vista estaba pensado con inteligencia. Como dicen dos de los investigadores de la inteligencia canina más consagrados: a su manera, para sus propósitos, «tu perro es un genio». en cambio, sospecho que el perro reconocía a Descartes como un compañero sensible y con capacidad de raciocinio. Si esto era así, ¿cuál de los dos demostraba más sentido común o sensatez?

Como en el caso de la inteligencia, la mayoría de los modos de intentar medir la distancia existente entre los humanos y otros animales en lo tocante a las capacidades que compartimos con ellos están destinados al fracaso. La afirmación de que poseemos la propiedad especial de la conciencia no es más que eso, una afirmación, ya que no existe una manera satisfactoria de ver con tanta profundidad en la mente de las demás criaturas. Para saber que los humanos somos excepcionalmente sensibles o empáticos, o existencialmente intuitivos, o conscientes del tiempo, o dotados por Dios o por la naturaleza con una facultad peculiar y privilegiada —como un «mecanismo de adquisición del lenguaje», o un tic estético, o un sentido moral, o un poder de juicio discriminatorio, o un alma racional eternamente redimible, o un nivel meta-mental de pensamiento sobre el pensamiento, o una habilidad inigualable de inferencia capaz de deducir universales a partir de ejemplos, o cualquiera de las otras posesiones que los humanos nos felicitamos de monopolizar como colectivo— tendríamos que ser capaces de hablar de ello con otras criaturas compañeras de otras especies o, si no, elaborar pruebas objetivas que hasta ahora no nos hemos esforzado por crear.

Todo lo que la observación y los experimentos pueden garantizar hasta la fecha es que los dones humanos de propiedades mentales creativas e imaginativas que compartimos con otros animales son, a todas luces, inmensos. Es apropiado preguntar cómo y por qué surgen divergencias en la cantidad, independientemente de que también sospechemos, o no, diferencias en la calidad.

Este libro trata de la que creo que es la más evidente de esas divergencias. Los humanos sobrepasamos a los perros y, que sepamos, a los demás animales, en una capacidad peculiar y para nosotros emocionante y gratificante: la habilidad de entender (y en algunos humanos excepcionalmente ingeniosos de generar) los actos imaginados (o los productos de esos actos), que llamamos ideas. La brecha existente entre los humanos y el resto de animales en materia de creación es infinitamente mayor que, pongamos, en el uso de herramientas, la conciencia de uno mismo, la teoría de la mente o la eficacia comunicativa. Diría que solo un humano es capaz de imaginar a un Bach canino, a un Poe simio, a un Platón literalmente reptiliano o a un Dostoievski que insista en que quizás dos y dos sean cinco. No me siento del todo autorizado a decirlo porque quizás un chimpancé, un perro o un bacilo puedan albergar figuraciones como esas en secreto; en cualquier caso, de ser así, ninguno de ellos hace nada al respecto, mientras que los humanos manifiestan sus fantasías y las proyectan hacia el mundo, en ocasiones con efectos revolucionarios. Con una frecuencia y una intensidad peculiares, el mundo que nos imaginamos difiere del mundo tal como se presenta o reacciona a nuestros sentidos. Cuando eso sucede, tenemos una idea, tal como yo entiendo la palabra.