Sue Grafton - A de adulterio
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- Libro:A de adulterio
- Autor:
- Editor:Tusquets Editores
- Genre:
- Año:1990
- Índice:4 / 5
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A de adulterio: resumen, descripción y anotación
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SUE GRAFTON
ADE ADULTERIO
SERIE KINSEY MILLHONE 1
Me llamo Kinsey Millhone. Soy investigadora privada con licencia expedida por las autoridades del estado de California. Tengo treinta y dos años, me he divorciado dos veces y no tengo hijos. Anteayer maté a una persona y el hecho me preocupa. Soy simpática y cordial y tengo muchos amigos. Mi piso es pequeño, pero me gusta vivir en espacios reducidos. Casi siempre he vivido en roulottes, pero como últimamente son demasiado cómodas vivo ahora en un pequeño piso de soltera, eso que se suele llamar «estudio amueblado». No tengo animales domésticos. No tengo plantas. Paso mucho tiempo al volante y no me gusta dejar huellas ni recuerdos tras de mí. Riesgos de la profesión aparte, siempre he llevado una vida normal, sana y monótona. Matar a alguien me resulta extraño, una experiencia que no acabo de digerir del todo. A la policía le entregué el informe correspondiente, puse mis iniciales en todas sus páginas y al final estampé la firma y rúbrica de rigor. Redacté un informe idéntico para mis archivos. El lenguaje de ambos documentos es imparcial, su terminología indirecta y ninguno de los dos dice demasiado.
Nikki Fife se presentó en mi despacho hace tres semanas. Tengo un pequeño rincón en la amplia serie de oficinas que ocupa la compañía de seguros La Fidelidad de California, para la que trabajé en otra época. Nuestra relación es en la actualidad muy informal y versátil. Hago unas cuantas investigaciones para la empresa y ésta me cede a cambio dos habitaciones con entrada particular y un balcón que da a la calle principal de Santa Teresa. Tengo un servicio mensafónico que me informa de las llamadas y llevo personalmente mis libros de contabilidad. No gano mucho dinero, pero tampoco gasto más de lo que gano.
Había estado fuera casi toda la mañana y había pasado por el despacho sólo para recoger la máquina de fotos. Nikki Fife estaba en el pasillo, ante la puerta del despacho. No la conocía en persona, aunque estuve presente en el juicio en que hacía ocho años se la había condenado por matar a su marido, Laurence, un célebre abogado de nuestra ciudad, especializado en divorcios. Nikki tenía entonces veintiocho o veintinueve años, una cabellera asombrosa de color rubio tirando a blanco, ojos oscuros y un cutis impecable. Se había engordado un poco de cara, sin duda a causa del elevado porcentaje de almidón de la comida de la cárcel, pero poseía aún el aspecto angelical que había hecho que la acusación de asesinato pareciese entonces tan ilógica. Ahora llevaba el pelo de su color natural, un castaño tan claro que apenas si parecía castaño. Tendría treinta y cinco o treinta y seis años y el tiempo que había pasado en la Cárcel de Mujeres de California no le había dejado cicatrices visibles.
Al principio no dije nada; me limité a abrir la puerta y la hice pasar.
-Usted sabe quién soy -dijo.
-Trabajé para su marido en un par de ocasiones.
Me observó con atención.
-¿Sólo eso?
Comprendí lo que quería decir.
-También estuve presente durante el juicio -dije-. Pero si lo que me pregunta es si estuve relacionada con él de manera personal, la respuesta es que no. No era mi tipo. Lo digo sin ánimo de ofenderla. ¿Le apetece un café?
Asintió con la cabeza, relajándose de un modo casi imperceptible. Saqué la cafetera del archivador y la llené con agua del depósito que había detrás de la puerta. Me gustó que no me expusiera con solemnidad el lío en que iba a meterme. Puse el filtro de papel y el café molido y enchufé el aparato. El gorgoteo resultaba tranquilizador, como el burbujeo de una pecera.
Estaba totalmente inmóvil, como si se le hubieran desconectado los engranajes emocionales. Carecía de gestos nerviosos, no fumaba, no se toqueteaba el pelo. Me senté en la silla giratoria.
-¿Hace mucho que salió?
-Una semana.
-¿Cómo le sienta la libertad?
-Bien, creo -dijo con un encogimiento de hombros-, pero también supe apañármelas dentro. Mejor de lo que podría pensarse.
Cogí un pequeño recipiente de leche vaporizada de la nevera que tenía a mi derecha. Encima de la misma había un par de tazas limpias, que llené cuando el café estuvo listo. Nikki cogió la suya y me dio las gracias en voz baja.
-Se lo habrán dicho muchas veces -añadió-, pero la verdad es que yo no maté a Laurence; y quiero que averigüe usted quién lo hizo.
-¿Por qué ha esperado tanto? Habría podido iniciar una investigación desde la cárcel y se habría ahorrado quizás una temporada.
Esbozó una ligera sonrisa.
-He afirmado mi inocencia durante años. ¿Quién podía creerme? Perdí la credibilidad desde el instante mismo en que se me condenó. Quiero recuperarla. Y quiero saber por culpa de quién me encerraron.
Había creído que tenía los ojos oscuros, pero en aquel momento me di cuenta de que los tenía de un gris metálico. Tenía una expresión apática y algo deprimida, como si se le estuviera apagando alguna luz interior. No se hacía muchas ilusiones, por lo visto. Yo no había creído en su momento que fuese culpable, pero ya no recordaba el motivo de mi convicción. Parecía una mujer exenta de emociones y no me la imaginaba preocupada o interesada hasta el extremo de llegar al asesinato.
-¿Le importaría darme alguna información?
Tomó un sorbo de café y depositó la taza en el borde de la mesa.
-Estuve casada con Laurence cuatro años; bueno, algo más. Seis meses después de casarnos me fue infiel. No sé por qué me lo tomé tan a la tremenda. En realidad fue así como nos conocimos, él no se había divorciado aún de su primera mujer y le fue infiel conmigo. Hay una especie de egocentrismo en el hecho de ser la querida de un hombre casado, digo yo. De cualquier modo no esperaba verme en la misma situación que su mujer, situación que, la verdad, no me gustó nada en absoluto.
-Por eso lo mató usted, según el fiscal.
-Hacía falta un culpable. Y fui yo -dijo con la primera muestra de vitalidad que le veía-. He convivido estos ocho años con homicidas de todas clases y, puede usted creerme, el motivo no es nunca el aburrimiento. Se mata a quien se odia, se mata en un arrebato de ira, se mata por venganza, pero no matamos a quien nos resulta indiferente. Cuando murió Laurence, ya no me importaba un comino. Me desenamoré de él en cuanto supe lo de la otra. Me costó algún tiempo hacerme a la idea...
-¿Es eso lo que aparecía en el diario? -pregunté.
-Al principio tomaba nota de todo. Pormenorizaba todas sus citas clandestinas. Espiaba las llamadas telefónicas. Lo seguía a todas partes. Luego empezó a ser más cauteloso y yo fui perdiendo el interés. Hasta que me importó una mierda.
Las mejillas se le habían puesto coloradas y le concedí unos instantes para que recuperase la compostura.
-Todo parecía indicar -añadió- que lo había matado yo en un ataque de furia o por culpa de los celos, pero a mí ya no me importaba esa historia. Cuando murió, lo único que yo quería era reanudar mi vida. Quería volver a estudiar, tener un trabajo propio. Él hacía su vida y yo quería seguir la mía... -la voz se le convirtió en un susurro inaudible.
-¿Quién cree usted que lo mató?
-Eran muchos los que querían verle muerto. Que lo mataran o no es cuestión aparte. Quiero decir que podría formular un par de hipótesis, pero no tengo ninguna prueba. Por eso estoy aquí.
-¿Y por qué acude a mí?
Volvió a ruborizarse un tanto.
-Probé en las dos principales agencias de la ciudad y me dieron con la puerta en las narices. Tropecé con el nombre de usted en una antigua agenda de Laurence. Me pareció que había un poco de ironía en el hecho de contratar a una persona que había contratado él anteriormente. Tuve que hacer algunas averiguaciones sobre usted. Consulté a Con Dolan, de Homicidios.
-Fue él quien llevó el caso, ¿no? -dije con el ceño fruncido.
-En efecto -dijo, asintiendo con la cabeza-. Me dijo que tenía usted una memoria fabulosa. No quiero tener que explicarlo todo desde el principio.
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