T is for Trespass
Para Elizabeth Gastiger, Kevin Frantz
y Barbara Toohey, con admiración y afecto
No quiero pensar en los depredadores de este mundo. Me consta que existen, pero prefiero centrarme en lo mejor de la naturaleza humana: la compasión, la generosidad, la voluntad de acudir en ayuda de los necesitados. Este sentimiento puede parecer absurdo, dada nuestra ración diaria de noticias que nos cuentan con todo lujo de detalle robos, agresiones, violaciones, asesinatos y otras fechorías. A los cínicos de este mundo debo de parecerles idiota, pero me aferro a la bondad, y procuro, siempre que puedo, separar a los malvados de aquello de lo que puedan sacar beneficios. Sé que siempre habrá alguien dispuesto a aprovecharse de los vulnerables: los más jóvenes, los más viejos y los inocentes de cualquier edad. Lo sé por mi larga experiencia.
Solana Rojas era una de ésas…
Solana
Tenía un nombre verdadero, claro está -el que le pusieron al nacer y utilizó la mayor parte de su vida-, pero se lo había cambiado. Ahora era Solana Rojas, la persona cuya identidad había usurpado. Atrás quedó la mujer que fue en otro tiempo, erradicada al adquirir su nueva personalidad. Para ella, resultó tan fácil como respirar. Era la menor de nueve hermanos. Su madre, Marie Terese, dio a luz a su primer hijo, un niño, a los diecisiete años; y al segundo, también varón, a los diecinueve. Los dos fueron fruto de una relación jamás bendecida por el matrimonio, y si bien las dos criaturas llevaban el apellido de su padre, nunca lo conocieron. Encarcelado por tráfico de drogas, murió en prisión, asesinado por otro recluso en una reyerta a causa de un paquete de tabaco.
A los veintiún años, Marie Terese se casó con un hombre llamado Panos Agillar. Le dio seis hijos en un periodo de ocho años antes de que él la abandonara por otra. A los treinta años se encontró sola y sin un céntimo, con ocho hijos de edades comprendidas entre los tres meses y los trece años. Volvió a casarse, esta vez con un hombre responsable y trabajador, de más de cincuenta años. Éste engendró a Solana, la primera hija de él y la última de su madre, y la única en común.
De niños, los hermanos de Solana reclamaron para sí todos los papeles obvios en una familia: el atleta, el soldado, el payaso, el buen estudiante, el teatrero, el timador, el santo y el manitas. En ella recayó el papel de botarate. Al igual que su madre, quedó embarazada de soltera y dio a luz a los dieciocho años recién cumplidos. A partir de ese momento, su vida fue una sucesión de desdichas. Nada le salía bien. Vivía al día, sin ahorros y sin la menor previsión de futuro. O eso suponía su familia. Sus hermanas le daban consejos y recomendaciones, la sermoneaban e intentaban persuadirla con zalamerías, y al final se daban por vencidas, pues sabían que Solana nunca cambiaría. Sus hermanos expresaban su exasperación, pero al final acostumbraban reunir el dinero necesario para sacarla de sus apuros. Nadie advirtió lo astuta que era.
Era camaleónica. El papel de perdedora era su disfraz. No se parecía a ellos, no se parecía a nadie, pero tardó años en comprender plenamente sus propias diferencias. Al principio pensó que su singularidad era fruto de la dinámica familiar, pero ya al comienzo de la educación primaria empezó a tomar conciencia de la realidad. En ella no se daban los lazos emocionales que unían a los otros alumnos entre sí. Actuaba como un ser aparte, sin empatía. Fingía ser como las demás niñas y niños de su clase, con sus peleas y sus lágrimas, su parloteo, sus risas y sus esfuerzos por destacar. Observaba su comportamiento y los imitaba fundiéndose con su mundo hasta parecer casi igual a ellos. Intervenía en las conversaciones, pero sólo para aparentar que le hacía gracia un chiste o para repetir lo que oía. No discrepaba. No daba su opinión porque no la tenía. No expresaba deseos ni necesidades propias. La mayor parte del tiempo era invisible -un espejismo o un fantasma- y buscaba maneras de aprovecharse de sus compañeros. Mientras éstos permanecían ensimismados y ajenos a todo, ella estaba híper atenta. Lo veía todo y nada le importaba. A los diez años sabía ya que sólo era cuestión de tiempo encontrar la manera de usar su talento para el camuflaje.
A los veinte desaparecía tan rápido y de forma tan automática que a menudo ella misma no era muy consciente de haberse ausentado de la habitación. Tan pronto estaba allí como dejaba de estar. Era una compañera ideal, porque adoptaba la imagen de la persona que tenía delante y se volvía igual que ella. Dominaba la mímica y la imitación. Como es natural, la gente la apreciaba y confiaba en ella. También era la empleada ideal: responsable, resignada, incansable, dispuesta a hacer cuanto se le pedía. Llegaba temprano al trabajo. Se quedaba hasta tarde. De tal forma que parecía una persona desinteresada cuando, en realidad, todo le traía sin cuidado, salvo por lo que se refería a perseguir sus propios intereses.
En cierto modo, el subterfugio le había sido impuesto. Casi todos sus hermanos habían terminado los estudios y en ese momento de sus vidas parecían haber llegado más lejos que ella. Se sentían bien consigo mismos ayudando a su hermana menor, cuyas perspectivas, en comparación, eran lamentables. Si bien Solana aceptaba de buen grado su generosidad, no le gustaba estar subordinada a ellos. Para sentirse en pie de igualdad, había acumulado una considerable suma de dinero, que tenía en el banco en una cuenta secreta. Prefería que no supieran lo mucho que había mejorado su suerte en la vida. Su hermano inmediatamente mayor, el que había estudiado derecho, era el único que le servía de algo. Trabajar le gustaba tan poco como a ella, y no le importaba apartarse de las reglas si le salía a cuenta.
Ya con anterioridad, en dos ocasiones, había tomado prestada una identidad y se había convertido en otra persona. Pensaba con cariño en sus otras identidades, como haría uno con viejos amigos que se habían trasladado a otro estado. Al igual que un actor del Método, tenía un nuevo papel que interpretar. Ahora era Solana Rojas, y en eso concentraba toda su atención. Se envolvía en su nueva identidad como en una capa, sintiéndose segura y protegida en la personalidad que había adoptado.
La Solana original -aquella cuya vida había tomado prestada- era una mujer con la que trabajó durante unos meses en la sala de convalecientes de una residencia para ancianos. La auténtica Solana, en quien ahora pensaba como «la Otra», era enfermera diplomada de grado medio. También ella había estudiado enfermería. La única diferencia entre las dos era que la Otra se había titulado, en tanto que ella había abandonado los estudios sin acabar el curso. La culpa fue de su padre, que murió, y luego nadie se ofreció a pagar su educación. Después del funeral, su madre le pidió que dejara de estudiar y buscara un empleo, y eso hizo. Encontró trabajo primero limpiando casas y luego como auxiliar de enfermería, intentando convencerse de que era una auténtica enfermera, como lo habría sido si hubiese acabado el curso en el City College. Sabía hacer todo lo que hacía la Otra, pero no estaba tan bien pagada porque carecía de titulación. ¿Era eso justo?
Había elegido a la Solana Rojas auténtica del mismo modo que había elegido a las otras. Se llevaban doce años, pues la Otra tenía sesenta y cuatro y ella cincuenta y dos. En el aspecto físico no se parecían mucho, pero sí lo suficiente a ojos de un observador accidental. Ella y la Otra eran poco más o menos de la misma estatura y peso, aunque sabía que el peso no era de gran importancia. Las mujeres ganaban y perdían kilos continuamente, así que si alguien advertía la diferencia, tenía fácil explicación. El color del cabello era otro rasgo intrascendente. El pelo podía ser del color o el tono de cualquiera de los tintes que se vendían en las tiendas. Ya había pasado de morena a rubia y de rubia a pelirroja en ocasiones anteriores, colores todos en marcado contraste con el gris natural que tenía desde los treinta años.