Introducción
Pensar en la vigencia de los diez mandamientos en pleno siglo XXI puede ser tomado como una antigüedad, o por lo menos corno una pérdida de tiempo. La relación que tengo con estas leyes se remonta a mi más tierna infancia. Eran los años en los que Dios y Franco estaban por todas partes. En nuestras clases de religión nos intentaban convencer, entre otras cosas, de respetar a pie juntillas los mandamientos y la palabra del Caudillo.
Pero los años hicieron su labor y a medida que crecí le fui dando menos importancia a las leyes de Dios, que hoy son un lejano recuerdo infantil, que llegan a mezclarse y me producen confusión. Hay veces en que no tengo claro si algunas decían: «No robarás a padre y madre» o «Fornicarás las fiestas». Si de algo me sirve volver a analizar estos temas es, por un lado, para recordar mi infancia, y por el otro, para poner las cosas en su lugar.
Tal vez quien más hizo por fijar la majestuosidad de Moisés y su encuentro con Dios fue Cecil B. de Mille en su memorable película Los diez mandamientos, cuando Charlton Heston se puso en la piel del guía de los judíos. Lo que sucedió desde su estreno en 1956 es que, para millones de personas que vieron los 220 minutos de la película, no hay otro Moisés que Charlton. Pero en materia cinematográfica prefiero otro Moisés, el de Mel Brooks en La loca historia del mundo. Uno no puede dejar de reír cuando el personaje baja del monte Sinaí con tres trozos de piedra labrados anunciando «Los quince mandamientos», que se transforman en diez cuando el bueno de Mel-Moisés tropieza y una de las tablas que contenía cinco de las leyes divinas se le cae de las manos para partirse en mil pedazos. Después de un segundo de confusión, Moisés no duda en anunciar la devaluada buena nueva: los diez mandamientos.
Lo cierto es que, más allá de la superficialidad con que en líneas generales tratamos el tema en estos días, los mandamientos forman parte de la humanidad desde hace siglos y, en mayor o menor medida, han acompañado con sus conceptos el desarrollo de más de la mitad de la civilización. Aunque sus exigencias estén contempladas bajo distintas formas en todas las culturas conocidas, estas leyes que recibió Moisés hace miles de años en mitad del desierto son un compendio de obligaciones y reglas que prometen castigos divinos de la peor especie para quien se aparte una letra de ellas. La verdad es que, en la actualidad, son tantas las imposiciones escritas, y las no escritas, que algunos de los mandamientos han perdido entidad. Nosotros, pobres mortales, hoy en día tememos, más que a la palabra del mismísimo Dios, a las obligaciones que surgen de muchas leyes ideadas por burócratas y funcionarios de turno, o a los dictados de una moda pasajera. Si los comparamos con los de las Tablas de la Ley, los actuales no son menos temibles: «No dejarás de pagar impuestos aunque aumenten y no sepas dónde va el dinero»; «No podrás quejarte de los servicios públicos, porque aunque lo hagas, todo seguirá igual»; «Deberás esforzarte y preocuparte para acertar cómo divertirte en los momentos de ocio». Y así podríamos seguir con innumerables principios que nos acosan y de los que siempre soñamos con desembarazarnos.
En esto, las cosas no han cambiado mucho a través de los siglos. Los judíos que escapaban de Egipto siempre estaban imaginando de qué manera podían esquivar las órdenes que emanaban de los mandamientos, algo que ponía furioso a Moisés, siempre celoso guardián de los deseos de su jefe directo y sus leyes.
Cuando los historiadores y los defensores ortodoxos de la fe analizan el tema, comienzan a surgir puntos polémicos y controvertidos. Para empezar, quienes han realizado el estudio comparado entre los hechos históricos objetivos y los textos del Antiguo Testamento dudan sobre si fue el propio Moisés quien reveló la legislación divina. Sospechan que fue confeccionada unos ciento cincuenta años después de su muerte, pero que se la atribuyeron a él. En tal caso la verdad histórica se vería superada por la tradición y por la justicia que significaba atribuirle un hecho trascendente a un hombre que, en definitiva, había sido el organizador de toda la vida legal del pueblo. Por lo tanto, la imagen de Moisés recibiendo de parte de Dios las Tablas es una síntesis que lo muestra como lo que fue: el gran legislador de su tiempo.
No faltan estudios serios que ponen en duda la existencia misma de Moisés y de hechos como el Éxodo de Egipto. Otros dicen que no existió un Jesús tal como nos llegó hasta nuestros días, sino que se trata de la suma de situaciones creadas por distintos hombres llamados igualmente Jesús —era el nombre más común en su época— que fueron fundidas en una sola historia para mejor comprensión del pueblo. Aunque parezca paradójico, la verdad histórica en este caso importa poco porque se trata de la transmisión de la supuesta verdad divina para la humanidad. Lo único importante es lo que construyeron los hombres para ordenar su sociedad con el respaldo de alguien que fuera indiscutible: Dios. En definitiva, fue el comienzo de una estrategia que, con relativo éxito, siempre han desarrollado quienes controlan ciertas cuotas de poder en una sociedad: evitar ser rebatidos, ya que hacerlo es ponerse en contra de Dios.
Tanto tiempo pasó, tanto se preocuparon los hombres en reinterpretar, modificar y acomodar las cosas a su gusto, que ni Dios se salvó. Y así es como llegamos a tener doce mandamientos en lugar de diez, producto de desdoblamientos y reinterpretaciones. Sin embargo, nosotros no nos moveremos de los diez. Los que desarrollaremos son:
I. Amarás a Dios sobre todas las cosas.
II. No tomarás el nombre de Dios en vano.
III. Santificarás el día del Señor.
IV Honrarás a tu padre y a tu madre.
V. No matarás.
VI. No cometerás adulterio.
VIL No robarás.
VIII. No levantarás falsos testimonios ni mentirás.
IX. No desearás a la mujer del prójimo.
X. No codiciarás los bienes ajenos.
En materia de crecimiento y desarrollo personal, por llamarlo de alguna manera, pocos dioses pueden jactarse del éxito alcanzado por Yahvé. Comenzó de forma modesta venerado sólo por pastores nómadas, cuya única preocupación era encontrar pastos y agua que les permitieran mantener sus rebaños. El patriarca Abraham no tenía otras necesidades divinas, y por lo tanto aquel Dios, llamado el de los padres, no tenía muchas preocupaciones. Bastaba algún que otro sacrificio de un animalillo antes y después de iniciar el camino en busca de alimento para el ganado y todos estaban en paz y tranquilidad.
Todo duró hasta que Abraham y los suyos llegaron a la región de Canaán. Allí sus habitantes adoraban a un Dios al que llamaban Él. Era una divinidad que los asombró: El era el creador del cielo y de la tierra, autoría que nunca se le había ocurrido reclamar al Dios de los padres, ni al propio Abraham atribuírsela, ya que, a diferencia de los cananeos, que eran agrícolas, ellos no necesitaban nada de la tierra.
Allí, la mano del hombre moldeó una nueva divinidad. Cuando los antiguos judíos comenzaron, a transformarse en sedentarios, le incorporaron a su modesto Dios atributos que lo hicieron más cualificado. Seguía siendo la divinidad casi familiar que se ocupaba de las cosas de todos los días. Pero ahora también era aquel que estaba por encima de todo lo imaginable: era el creador y dominador de todo, de absolutamente todo lo que se conocía. Podemos ver que las cosas no han sido tan inmutables como algunos, cualquiera que sea su religión, nos han querido hacer creer. Yahvé, tal como lo comenzaron a llamar los judíos después de su huida de Egipto, no se contentó con ser una combinación entre el nómada de los albores y el majestuoso de los cananeos. No quería, ni él ni sus principales mentores —adoradores—, tener sólo un pasado y un presente. Entonces llegó el momento de inflexión en la historia: Moisés recibió las Tablas de la Ley. Los hebreos y su Dios empezaron a pensar un futuro juntos. Se trataba de un Dios que había ofrecido a un pueblo una alianza, un proyecto en común. En definitiva, que el uno sostuviera al otro. Todo basado en un acuerdo que los mortales deberían cumplir sin rechistar porque, de lo contrario, ese Dios celoso y terrible haría caer las peores desgracias sobre ellos. Comenzaba la era de las leyes, del ordenamiento. A partir de ese momento había un blanco sobre negro acerca de qué se podía y qué no se debía hacer.