Para mis queridos amigos…
Sally y Gregory Giloth,
Connie, Marshall y Laura Swain,
con amor
La autora desea agradecer la valiosa ayuda que ha recibido de las siguientes personas: Steven Humphrey; Eric S. H. Ching; Louis Skiera, funcionario de la Oficina de Servicios de Veteranos de Guerra; B.J. Seebol, doctor en Derecho; Cárter Hicks; Cari Eckhart; Ray Connors; capitán Edward A. Aasted, tenientes Charlene French y Jack Cogan, del Departamento de Policía de Santa Barbara; Merrill Hoffman, de Cerrajerías Santa Barbara; Vaughan Armstrong; Kim Oser, Hyatt Dallas/Fort Worth; Sheila Burr, de la Asociación Automovilística de California; A. LaMott Smith; Charles de L'Arbre, Janet Van Velsor y Cathy Peterson, de Viajes Santa Barbara; y John Hunt, de CompuVision, que rescató el capítulo 14 de las Páginas en Blanco.
No es por quejarme, pero en lo sucesivo me lo pensaré dos veces antes de hacer un favor a los amigos de los amigos. Jamás lo he lamentado tanto. Al principio, todo parecía de lo más inocente. Juro que no había manera de adivinar lo que iba a ocurrir. Estuve a un paso de la muerte y, lo que es quizá peor (para los que como yo padecen dentifobia), a un pelo de perder los dos incisivos superiores. Todavía tengo en la cabeza un chichón del tamaño de un puño. Y todo por un trabajito por el que ni siquiera me pagaron.
El caso me llamó la atención por culpa de mi casero, Henry Pitts, del que todos saben que estoy medio enamorada desde hace años. Que tenga ochenta y cinco años (sólo cincuenta más que yo) no parece haber modificado nunca el impacto básico de su atractivo. Es un encanto y casi nunca me pide nada, de manera que era imposible negarse. Sobre todo porque su petición parecía muy inofensiva en principio, sin nada que permitiera entrever los problemas que desencadenaría.
Era el jueves veintiuno de noviembre, una semana antes del Día de Acción de Gracias, y se estaban ultimando los preparativos de la boda. William, el hermano mayor de Henry, iba a casarse con mi amiga Rosie, que dirige una anticuada casa de comidas que hay en mi barrio. El local de Rosie cierra tradicionalmente el Día de Acción de Gracias y la propietaria estaba radiante por poder casarse con William sin necesidad de perder dinero. Se las había ingeniado para prescindir de la iglesia proyectando la ceremonia y el banquete en la misma casa de comidas. Se había hecho con un juez para que celebrase los esponsales y al parecer pensaba que sus servicios eran gratis. Henry la había instado a prometer al juez un discreto estipendio y la mujer lo había mirado con cara inexpresiva, fingiendo que no conocía bien el idioma. Rosie nació en Hungría y se olvida del significado de algunas palabras cuando le conviene.
Se había comprometido con William desde hacía casi un año y ya era hora de afrontar la verdad. Yo nunca había sabido con seguridad la edad de Rosie, pero tiene que rondar los setenta. Con los imparables ochenta y ocho años de William, la frase «hasta que la muerte os separe» tenía para ellos, estadísticamente hablando, más significado que para la mayoría.
Antes de aclarar cómo me gano la vida, creo que debería confesar unos cuantos rasgos personales. Me llamo Kinsey Millhone, tengo licencia de investigadora privada, me he divorciado dos veces y no tengo hijos ni otras responsabilidades fastidiosas. Durante seis años, en virtud de un contrato informal, había trabajado para Seguros La Fidelidad de California, investigando incendios provocados y fallecimientos sospechosos a cambio de un despacho. Hace ya casi un año, al vencer el contrato en cuestión, alquilé un despacho en las oficinas de Kingman and Ives, un bufete de abogados de aquí de Santa Teresa. A causa de la boda, me había tomado una semana libre y me proponía descansar y entretenerme además de ayudar a Henry con los preparativos. Henry, panadero jubilado hace años, estaba preparando la tarta y además se encargaría de abastecer el banquete.
Éramos ocho en el cortejo nupcial. La hermana de Rosie, Klotilde, que estaba confinada a una silla de ruedas, iba a ser la madrina. Henry sería el padrino y sus dos hermanos mayores, Lewis y Charlie, harían de acompañantes. Los cuatro -Henry, William, Lewis y Charlie (llamados también «los muchachos» o «los chicos»)- estaban entre los ochenta y cinco años del primero y los noventa y tres del último. La única hermana, Nell, fuerte aún a sus noventa y cinco abriles, iba a ser una de las damas de honor, la otra era yo. Para la ceremonia, Rosie había elegido un sayo blanco de organdí, con una corona de clavelinas ciñéndole el pelo teñido de un rojo extraño. Había encontrado en unas rebajas unos retales de tela de forro estampada con motivos florales, rosas de cien hojas de color rosa y malva sobre un fondo verde chillón. La tela se había enviado a Flint, estado de Michigan, donde Nell había pespuntado tres sayos iguales para las tres mujeres del cortejo. Yo ardía en deseos de probarme el mío. Estaba convencida de que cuando comenzara el desfile pareceríamos una procesión de sábanas de fantasía. La verdad es que a los treinta y cinco años había abrigado esperanzas de ser la niña del ramo más crecida de la historia, pero Rosie había optado por prescindir del papel. Iba a ser la boda de la década, una boda que no quería perderme ni por todo el dinero del mundo. Lo cual nos lleva a los «acontecimientos precipitantes», como los llamamos en el negocio del crimen.
Vi a Henry a las nueve de la mañana de aquel jueves, al salir de mi domicilio. Vivo en un garaje monoplaza reconvertido que se encuentra unido a la casa de Henry por un pasillo cubierto. Me dirigía al supermercado, donde tenía intención de comprar comida instantánea suficiente para las jornadas que se avecinaban. Al abrir la puerta, lo vi en el peldaño de la entrada con una hoja de papel y un rollo de cinta adhesiva. En vez de los pantalones cortos, la camiseta estampada y las zapatillas de siempre, llevaba pantalón largo y una camisa azul con las mangas subidas.
– Pues a mí no me impresiona -dije. Henry tiene el pelo totalmente blanco y lo lleva peinado con suavidad hacia un lado. Aquel día lo llevaba aplastado hacia atrás con agua y se percibía aún el penetrante aroma cítrico de su loción de afeitado. Sus ojos azules parecían despedir luz en aquella cara magra y bronceada. Es alto y delgado, de buen natural, elegante, con unos modales que combinan perfectamente la cortesía y la despreocupación. Si no tuviera edad para ser mi abuelo, me lo habría comido en un santiamén.
Sonrió al verme.
– Eres tú. Perfecto. Iba a dejarte una nota. De haber sabido que estabas en casa, habría llamado. Tengo que ir al aeropuerto para recoger a Nell y a los muchachos, y quisiera pedirte un favor. ¿Tienes un minuto?
– Desde luego. Iba al supermercado, pero puede esperar -dije-. ¿De qué se trata?
– ¿Te acuerdas del anciano señor Lee? En el barrio le llamaban Johnny. Es el caballero que vivía al doblar la esquina, en dirección a Bay. La casita blanca de jardín exuberante. Para ser exactos, Johnny ocupaba la vivienda del garaje. En la casa principal vivían su nieto Bucky y su mujer.
La casa en cuestión, junto a la que paso diariamente haciendo jogging, es una vivienda destartalada que parece enterrada en la selva. No era gente bien situada, a menos que un coche medio desguazado se considere un adorno apropiado para un jardín. Los vecinos se habían quejado durante años, pero no había servido de nada.
– Conozco la casa, pero el nombre no me suena.
– Seguramente los habrás visto en el local de Rosie. Bucky parece un buen chico, aunque su mujer es algo rara. Se llama Babe. Es baja y gorda y mira poco a los ojos. Johnny siempre tuvo aspecto de indigente, aunque las cosas le han ido bien.
Página siguiente