Mary Renault - El muchacho persa (Alejandro Magno - Libro 2)
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- Libro:El muchacho persa (Alejandro Magno - Libro 2)
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El muchacho persa (Alejandro Magno - Libro 2): resumen, descripción y anotación
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Concedió a sus hombres el descanso que tenía previsto y les organizó juegos y espectáculos. Al haber alcanzado lo que deseaban, éstos se mostraban ahora alegres. Tras lo cual volvimos a cruzar los ríos en dirección contraria para dirigirnos a la provincia que Hefaistión había pacificado para su posterior entrega a Poros. Había fundado una nueva ciudad y se encontraba en ella esperando a Alejandro.
Permanecieron solos mucho tiempo. Puesto que no tenía gran cosa que hacer, fui en busca de Kalanos y le pregunté acerca de los dioses de la India. Él me contó algo, me sonrió y dijo que ya estaba avanzando por el Camino. Sin embargo, yo no le había contado nada.
Hefaistión era un buen trabajador, de eso no cabía la menor duda. La provincia estaba en orden y se habían efectuado ya todos los nombramientos. Sus relaciones con Poros eran inmejorables. Tenía muy buena mano para estas cosas. En cierta ocasión, antes de mi llegada, tras haber conquistado Sidón, Alejandro le encomendó la tarea de escoger un rey para dicha ciudad. Preguntando aquí y allá supo que aún seguía viviendo en la ciudad el último descendiente de la estirpe real, desposeída de sus derechos por los persas, jornalero de los jardines y más pobre que una rata. Pero tenía fama de hombre honrado y Hefaistión lo sentó en el trono. Los ricos nobles no tenían motivo para luchar entre sí y el rey gobernó con prudencia. Hace poco que ha muerto y todos lo han lamentado mucho. Sí, Hefaistión tenía mucho sentido común.
También había estado muy ocupado otro amigo de la infancia de Alejandro: Niarco, un hombre pequeño y fuerte de fina cintura, de origen cretense. Se había mantenido firmemente al lado de Alejandro en el transcurso de las peleas de éste con su padre y al final había compartido su exilio. Alejandro jamás olvidaba tales cosas. Almirante de la armada hasta que Alejandro abandonó el Mediterráneo, Niarco se había trasladado al este en calidad de soldado, pero ahora había vuelto al mar que tanto ama su raza. Había estado creando una flota en el Hydaspes. Alejandro se proponía bajar al Indo y desde éste hacia el mar. Si le habían impedido descender a la Corriente del Océano por el este, por lo menos lo haría por el oeste.
Los hombres que habían esperado regresar directamente a Bactria a través del Khyber supieron ahora que tendrían que marchar al lado de la flota bordeando los ríos. Las tribus de allí todavía no se habían rendido y se decía que eran indómitas. Las tropas no se mostraron satisfechas; Alejandro les dijo que esperaba que le permitieran abandonar la India, no huir de ésta. Había perdido un poco la paciencia desde que ellos se le habían opuesto. Lo irritaron y no dijeron nada. Por lo menos regresaban a casa.
Alejandro había supuesto hasta entonces que si se seguía el curso del Indo un buen trecho, éste iba a desembocar en el Nilo. En ambos ríos abundaban los lotos y los cocodrilos. Pero últimamente se había enterado de que no era así a través de unos nativos ribereños; decía, sin embargo, que habría otras cosas por ver.
El viejo Koinos murió allí a causa de la fiebre; no consiguió, pues, volver a Macedonia. Alejandro había mantenido su palabra y jamás lo había perjudicado como consecuencia del audaz discurso que le había dirigido. Ahora le dedicó un hermoso entierro. Sin embargo, algo había cambiado por dentro. El amante de múltiples cabezas había faltado a su palabra. Habían llegado a una solución de compromiso porque se necesitaban el uno al otro, pero no lo habían olvidado del todo.
La flota, varada en las arenosas y anchas riberas de principios de verano, constituía un maravilloso espectáculo; largas galeras de guerra de treinta o veinte remos; ligeros esquifes; barcas de combados costados de todas las formas y tamaños y las grandes balsas llenas para el transporte de los caballos.
Contemplé la galera de Alejandro mientras estudiaba su espacio. ¿Me llevaría consigo? Era un barco de guerra. ¿Consideraría que sólo era oportuno llevar consigo a los Compañeros? En el transcurso de las marchas por tierra no podría saber cuándo regresaría a él. Y estaría a las órdenes de Hefaistión. Éste iba a conducir por la margen izquierda a la mayor parte del ejército, los seguidores, los elefantes y el harén. Ya sabía que no se dignaría siquiera mostrarme rencor, pero comprendía que no podría soportarlo. Además, había otro pequeño detalle. Jamás había viajado donde estaba Roxana, y Alejandro no estaba. De Hefaistión no tenía que temer cosa más que lo que había en sí mismo. No estaba tan seguro con respecto a ella.
Me había inquietado sin motivo. Cuando me atreví a preguntárselo, Alejandro me contestó:
–¿Te gustaría? Bueno, ¿por qué no? Me han dicho tan a menudo que estoy persianizado que nadie se sorprenderá. ¿Sabes nadar?
–Sí, Alejandro, estoy seguro de que sí.
–Yo tampoco -dijo él echándose a reír.
Nos despidieron al amanecer el rey Poros y la mayoría de sus súbditos. Los barcos se extendían a lo largo del río hasta donde abarcaba la vista. Iba en cabeza la galera de Alejandro, que se encontraba de pie en la proa con el cabello enguirnaldado tras haber ofrecido sacrificio a los dioses para impetrar una venturosa navegación. Había invocado a Amón, su padre dios, a Poseidón, el de las aguas, a Heracles y a Dionisos y también a los ríos que surcaríamos, puesto que los griegos veneran las sagradas aguas a pesar de no desdeñar contaminarlas (yo mismo me estaba haciendo muy descuidado a este respecto). A cada libación arrojaba la copa de oro con el vino que contenía. En los demás barcos todo el mundo empezó a entonar cánticos que fueron seguidos por los ejércitos de ambas márgenes; los caballos relinchaban y los elefantes barritaban. Después, siguiendo el ritmo de la saloma de los marineros, con las anchurosas aguas iluminadas todavía por el frío y grisáceo resplandor del amanecer, zarpamos corriente abajo.
De todos los regalos que me hizo Alejandro, que fueron muchos y muy bonitos, uno de los mejores fue el hecho de llevarme consigo en el barco. Lo sigo creyendo ahora que ya he visto los festejos del Nilo. Primero iban las treinta galeras de guerra con sus remos moviéndose igual que alas, seguidas de la flota integrada por toda clase de embarcaciones que se extendían a lo largo de una enorme distancia; a ambas márgenes del río las largas columnas del ejército, las falanges con sus pesadas armas, la caballería, los carros, los elefantes pintados y a lo largo de todo aquello, corriendo para poder seguir viéndonos, miles de indios contemplando aquella maravilla. Los caballos embarcados constituían por sí mismos una extraordinaria maravilla. Los indios corrían asombrados uniendo sus cantos a nuestras salomas hasta que el río empezó a fluir entre peñas y desfiladeros; las tropas de tierra se perdieron de vista; los cantos que entonces escuchamos fueron los ecos que nos devolvían las rocas y el parloteo de los monos desde el verde follaje.
Para mí fue un prodigio superior a cualquier narración de bazar. En la proa de la galera de Alejandro asía la parte superior del mascarón de proa mirando fijamente hacia adelante. Despedía como una llama de ansiedad de la que todos nos contagiamos. Dejó de preocuparme el hecho de que en una galera toda conversación fuera pública, de que él sólo pudiera disponer de un pequeño cobertizo en la popa para dormir, y de que apenas pudiéramos tener ocasión de tomarnos de la mano hasta que finalizara la travesía. Al avanzar hacia un mundo desconocido, penetré en una parte de su alma que sus hombres conocían. En él todo cantaba. Se perdía la noción del tiempo viviendo su prodigio. Eran días de gozo.
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