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Mary Renault - Fuego del paraíso (Alejandro Magno - Libro 1)

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Mary Renault Fuego del paraíso (Alejandro Magno - Libro 1)
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    Fuego del paraíso (Alejandro Magno - Libro 1)
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Fuego del paraíso (Alejandro Magno - Libro 1): resumen, descripción y anotación

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Las flores de los ciruelos caían y las gotas de las primeras lluvias de primavera las golpeaban en el suelo; la época de las violetas había pasado y brotaban de las vides las primeras uvas.


Aristóteles cayó en la cuenta de que algunos de sus alumnos estaban sumamente distraídos después de la celebración de la fiesta de Dionisio, lo cual se sabia hasta en Atenas, pero el príncipe era tranquilo y estudioso y destacaba en lógica y ética.
En algunas ocasiones, sin embargo, su comportamiento era inexplicable. Cuando lo encontraron sacrificando una cabra negra en honor de Dionisio, por ejemplo, eludió todas las preguntas; era de temerse que ni siquiera la filosofía pudiera apartarle de la superstición, aunque quizá esa reticencia mostrara un adecuado cuestionamiento de sí mismo.
Alejandro y Hefestión estaban de pie, apoyados en uno de los rústicos puentes que atravesaban el río.
–Creo que ya logré hacer las paces con el dios -dijo Alejandro-. Por eso he podido contártelo todo.
–¿No te sientes mejor?
–Si, pero antes tenía que poner orden dentro de mi propia mente. Me perseguía la ira de Dionisio, pero finalmente hice las paces con él. Cuando pienso en esto en términos lógicos, creo que soy injusto al impresionarme por lo que hizo mi madre solamente porque es una mujer, cuando mi padre ha matado con su propia espada a cientos de hombres. Tú y yo, incluso, hemos matado a gente que no nos ha hecho ningún daño por el mero hecho de la guerra. En cambio, las mujeres no pueden desafiar a sus enemigos de la misma manera que lo hacen los hombres; tan sólo pueden vengarse como mujeres. En lugar de culparías, deberíamos estar agradecidos con los dioses por habernos hecho hombres.
–Si, deberíamos -respondió Hefestión.
–Entonces me di cuenta de que era la ira de Dionisio por haber profanado su misterio. Tú sabes que desde niño he estado bajo su protección, pero últimamente he tenido que hacer más sacrificios en su honor que los que he ofrecido a Heracles, ya que por atrevido me ha dejado conocer su ira. No me mató, como a Penteo en la tragedia, porque estaba bajo su protección, pero me castigó. Pudo haberme ido peor, pero gracias a ti no fue así. En ese momento tú fuiste para mi como Pílades, que permaneció con Orestes cuando las erinias fueron por él.
–Claro que me quedé a tu lado.
–Te diré algo más: yo creí que, después de la celebración, tal vez esa muchacha… Pero algún dios me protegió.
–Pudo protegerte gracias al control que tienes sobre ti mismo.
–Todo sucedió porque mi padre no pudo contenerse, ni siquiera por respeto a su propia casa. Siempre ha sido así, eso lo saben en todas partes. Los que deberían respetarlo por su superioridad en el combate, se burlan de él abiertamente a sus espaldas. Yo no podría seguir viviendo si supiera que la gente habla así de mí, si no pudiera ser dueño de mí mismo.
–La gente nunca hablará de ti como hablan de tu padre.
–Estoy seguro de que nunca podré amar a alguien de quien me avergüence -dijo, y señaló hacia el agua clara-. Mira todos esos peces.
Los dos amigos se asomaron por el barandal del puente; sus cabezas se rozaron ligeramente. Rápidos como saetas, los peces se lanzaron hacia la parte sombreada del río. Luego, Alejandro se enderezó y dijo:
–Ninguna mujer logró esclavizar a Ciro el grande.
–No, no lo hizo ni por la mortal más bella que ha nacido en tierras asiáticas. Así lo dice el libro.
Alejandro recibió cartas de su padre y de su madre. A ninguno de los dos les preocupó demasiado la anormal quietud de su hijo después de la celebración en honor de Dionisio, aunque cada uno, por su parte, tenía la sensación de haber sido observado; era como si alguien los hubiera estado vigilando desde la ventana de un muro sin puerta de entrada. La celebración de Dionisio había hecho que muchos jóvenes cambiaran; en todo caso, habría más motivos para preocuparse si no le hubiese afectado.
Su padre le escribió para contarle que los atenienses estaban diseminando colonos a lo largo de toda la costa griega de Tracia -el Quersoneso, entre otras tierras-, pero que, debido a un recorte en el presupuesto público, tuvo que dejar de mantener a la flota de apoyo, la cual siguió funcionando gracias a sus actos de piratería y las incursiones que hacían tierra adentro, como en los tiempos de Homero. Buques y asentamientos macedonios habían sido víctimas de los actos de piratería y pillaje. Hasta llegaron a apoderarse de un embajador macedonio que había ido a pagar el rescate para liberar a los prisioneros: los torturaron y le arrancaron nueve talentos para dejarlo ir con vida.
Olimpia, por primera vez casi de acuerdo con Filipo, le contaba una historia semejante. Anaxinos, un comerciante de Eubea que le llevaba artículos del sur, había sido puesto a las órdenes de Demóstenes en Atenas, nada más porque Esquines visitó la casa de su huésped. Fue torturado hasta que confesó ser espía de Filipo y condenado a muerte por tal motivo.
–Me pregunto -comentó Filotas- cuánto tiempo falta para que estalle la guerra.
–Ya estamos en guerra. Sólo es cuestión de dónde vamos a plantear el combate.
Destruir Atenas seria un acto tan bárbaro como saquear un templo; pero tarde o temprano tendremos que tratar con los atenienses.
–¿Lo harás tú? – le preguntó Harpalos, quien reconoció en los combatientes que le rodeaban una amigable pero extraña estirpe-. Cuanto más fuerte ladran, mejor puedes ver su podrida dentadura.
–Es cierto, pero no tienen los dientes tan podridos como para que podamos cruz Asia con ellos ladrando a nuestras espaldas.
La guerra para recuperar las ciudades griegas de Asia ya no era una visión lejana y los movimientos estratégicos habían empezado. Cada año podía observarse que los caminos de las tierras conquistadas se acercaban más al Helesponto. Las fortalezas los mares cercanos, Perinto y Bisanto, eran los últimos obstáculos y, si Filipo pudio tomarlos, sólo tendría que asegurar su retaguardia. Como era probable que esto sucediera, los oradores atenienses recorrían nuevamente Grecia en busca de aliados a los que Filipo aún no había convencido. La flota estacionada en Tracia recibió un poco de dinero y en Tasos se fortaleció una isla para tomarla como base de operaciones. Mientras tanto, en los jardines de Mieza, los jóvenes discutían que pronto volvería a probar el sabor del combate, o si no, bajo los ojos atentos del filósofo, discutió la naturaleza y los atributos del alma.
Hefestión, a quien antes no le importaba nada, estaba metido en el complejo asunto de hacerse traer de Atenas una copia de Los mirmidones, pues la suya se la había regalado a Alejandro. Bajo un arbusto lleno de lilas, a un lado del estanque de las ninfas el maestro y sus alumnos discutían la naturaleza y los atributos del amor.
Era la época del año en que las bestias se encuentran en los bosques para aparearse. Aristóteles estaba preparando una tesis sobre el apareamiento y la generación de sus descendientes. En lugar de salir a cazar, sus alumnos se metían en las cuevas y tomaba notas para ayudar a su maestro. Harpalos y uno de sus amigos se divertían inventan procedimientos traídos por los pelos, aunque se preocupaban de documentarlos cuidadosamente para asegurarse de que los creyeran. El filósofo, por su parte, agradeció a todos su ayuda y pasó en limpio sus notas; él no salió a buscar información, pues se consideraba demasiado útil para el género humano como para arriesgarse a contraer alguna enfermedad por pasarse las horas en cuclillas sobre el suelo húmedo y frío.
Un hermoso día, Hefestión le contó a Alejandro que había descubierto la madriguera de una zorra y que creía que podía estar apareándose. No muy lejos de allí, las constantes tormentas desgajaron un árbol viejo, dejando una profunda cavidad, desde la cual podían observar. Así pues, con las últimas luces del atardecer, ambos salieron hacia su punto de observación, procurando no atravesar las sendas de sus demás compañeros; ninguno advirtió nada al otro, ni ofreció razón alguna: lo hicieron tácitamente.

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