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Mary Renault - La máscara de Apolo

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Mary Renault La máscara de Apolo

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La Máscara de Apolo
Mary Renault
Hubo lágrimas por Hécuba, amigo, y por
las mujeres de Ilión, prendidas en la oscura telaraña
el día de su nacimiento, pero por ti nuestras esperanzas
eran grandes, y grande el triunfo, suprimidos
ambos por los dioses al borde de la gloria.
Ahora yaces en tu propia tierra, ahora
todos los hombres te honran…
¡Pero yo te amé, oh Dión!
PLATÓN
Uno
No son muchos en Atenas los que recuerdan hoy a Lamprías, pero en el Peloponeso todavía se habla de su compañía. Si preguntáis en Corinto o en Epidauro, nadie os dirá nada de él; en cambio, bajad a la Argólida y allí os comentarán elogiosamente su Heracles Furioso, o su Agamenón, como si los hubiese interpretado ayer mismo. Ignoro quién trabaja ahora su circuito.

En cualquier caso, Lamprías se hallaba en Atenas cuando murió mi padre. Le debía a éste más dinero que a nadie pero, como de costumbre, estaba casi en la ruina y trataba de organizar una gira casi sin medios. Por ello, se ofreció a llevarme como extra; era lo máximo que podía hacer.

Como todo el mundo sabe, supongo, mi padre Artemidoro fue actor antes que yo. El servicio de Dioniso corre por nuestra sangre. De hecho, podría decirse de mi padre que fue un sacrificio al dios, pues murió de un enfriamiento que pilló allí, en Atenas, mientras representaba papeles secundarios en Las Bacantes, de Eurípides, que era el clásico repuesto aquel año. Fue uno de esos días radiantes de primavera que se dan por las Dionisias, calurosos al sol pero acompañados de un viento cortante. Mi padre salió primero como Rey Penteo, vistiendo un traje de tela roja con grandes mangas y profusión de bordados; también llevaba un poco de relleno en el pecho y en los hombros pues, como yo, era un hombre delgado. No entiendo qué le llevó a ponerse, debajo de todo ello, el disfraz de ménade de la Reina Agavé. Hay tiempo más que suficiente después del mutis de Penteo, pero mi padre siempre se enorgullecía de su rapidez para cambiarse. Como es lógico, se puso a sudar y, cuando se produjo el cambio de máscaras y salió de nuevo a escena con aquella túnica fina y mojada, el sol se ocultaba ya y el frío le entró hasta los huesos. Nadie lo hubiera dicho. Yo también estaba en escena, en el papel de una ménade, y me pareció que se lucía. Mi padre era famoso por sus papeles femeninos, en especial las locas, como Agavé y Casandra, o las lacrimógenas como Niobe.

Ese día, la fortuna no estuvo de su lado pues el primer actor, que había representado al dios, se llevó el premio de interpretación y ofreció una fiesta. Mi padre no quiso marcharse temprano para que no se malinterpretara su ausencia, de modo que se quedó hasta pasada la medianoche, bebiendo. El frío le entró en el pecho acompañado de fiebres altas y, a la tercera noche, falleció.

Aunque para entonces tenía yo diecinueve años, era la primera muerte que se producía en nuestra casa desde mi nacimiento. Me sentí medio aturdido y confuso con el alboroto de los rituales; la casa estaba manga por hombro, mi padre en el féretro con los pies hacia la puerta, mi madre y mi abuela y mis hermanas extendiendo el brazo sobre el cuerpo entre sollozos, el pequeño salón lleno de vecinos y actores entrando y saliendo a empujones para presentar sus respetos y colgar de la puerta sus mechones de cabello con cintas negras. Aún puedo sentir los tirones en el cuero cabelludo cuando, a solas en un rincón oscuro, procedí a cortarme los míos con las tijeras de mi madre. Yo llevaba el pelo corto, como todos los actores, y, al tenerlo rubio y muy fino, parecía quedar en nada por mucho que apurase. Me di tirones hasta hacerme daño, hasta que me saltaron las lágrimas de dolor, de pena y de miedo de no tener suficiente para presentarme en el círculo mortuorio.

De vez en cuando, los llantos se interrumpían para que un nuevo visitante recitara sus versos. Los vecinos se marcharon pronto -los extraños a la farándula no saben qué decir de un actor-, pero sus colegas artistas se quedaron, pues mi padre fue siempre un hombre apreciado. Y no dejé de oírles repetir lo buen compañero que era en el trabajo y lo dispuesto que estaba siempre para ayudar a un amigo. (Mi madre, pensé, hubiera preferido la noticia de que había guardado algunos ahorros.)Jamás se agotaba, decían; era capaz de ejecutar cualquier papel. Y me contaron algunas anécdotas que me causaron asombro, pues aún no tenía idea de que en una gira puede suceder cualquier cosa. Qué gran talento tenía el pobre Artemidoro, decían. Y qué lástima que no le hubieran tenido en cuenta en las Leneas; nadie recuerda una Polixena interpretada con más sentimiento, pero ese año quiso la suerte que hubiera malos jueces.

Dejé las tijeras y corrí adentro, con el cabello trasquilado como el de un felón y los mechones guardados en la toalla. Como si alguien fuera a reprobar mis lágrimas, me escondí como un perro herido, sollozando y sofocando mi llanto tumbado en el lecho. Pero no era de los asistentes al duelo de quienes me ocultaba, sino de mi padre, tendido en el féretro y silencioso como un extra, con su rostro muerto por máscara, esperando para hacer el mutis.

No estoy seguro de cuándo descubrí que yo tenía más talento que él. Un par de años antes…, no, tres; había cumplido los dieciséis cuando le vi como el joven Aquiles en El sacrificio de Áulide y dudo que ya entonces fuera una novedad para mí. Siempre se movió bien y sus manos podían expresarlo todo. Nunca oí más encanto en su voz. Hizo de Aquiles un muchacho lleno de encanto, animoso, sincero y con una arrogancia demasiado juvenil para resultar ofensiva. Los espectadores se lo habrían comido; casi no prestaron atención a su Agamenón, esperando a que volviera de nuevo a escena como Aquiles. Sí, pero la sombra de toda esa oscuridad, de esa negra pesadumbre junto a la costa, del terrible grito de guerra cuya rabia y cuyo dolor han asustado a todos los caballos, está ya muy próxima y su madre diosa lo sabe. ¡Ah!, había que percibir aquella presencia. Cuando el dios habla de su honor desairado, se me erizó el cabello y un escalofrío me recorrió la columna vertebral. Y escuché la voz de otro actor, sin apenas reconocer aún de quién se trataba.

Si mi padre hubiera sido un hombre presumido, celoso o difícil como compañero de trabajo, yo debería haber aprendido a justificarme. Pero él tenía todo lo que precisa un artista, salvo la chispa del dios. Nadie sabía mejor que yo cómo era entre bambalinas, pues me llevaba a su lado casi desde el día en que pude tenerme en pie.

A los tres años, fui el hijo menor de Medea, aunque no guardo ningún recuerdo de ello; supongo que ni me enteré de que estaba en un escenario. Tiempo después, mi padre me contó que había traído a casa la máscara de Medea antes de la representación, por si me asustaba, pero lo único que había hecho fue meterle los dedos en la boca. Cuesta mucho que los hijos de los actores se tomen en serio las máscaras, incluso las más horribles, pues las ven demasiado pronto y demasiado de cerca. Mi madre solía contarme que, cuando yo sólo tenía dos semanas, me metió dentro de una vieja Gorgona para protegerme de las corrientes de aire y me encontró chupando las serpientes.

En cambio, recuerdo muy bien haber hecho de Astianacte en su Andrómaca. Para entonces debía de tener ya seis años, porque Astianacte tiene que actuar. La obra era Las troyanas, de Eurípides. Mi padre me contó la trama y me prometió que no me arrojarían de verdad desde las murallas, por mucho que dijeran que lo harían. Él y yo siempre representábamos esas escenas como un juego antes de ir a dormir, con mímica o con nuestras propias palabras. Le quería con locura y, durante años, luché por seguir considerándole grande.

«No mires al Heraldo -me dijo en el ensayo-. Se supone que no sabes qué significa, aunque cualquier niño lo sabría. Déjate guiar por mí.» Luego me mandó a las gradas, para que viera las máscaras como las veían los espectadores. Desde lo alto de las graderías, encima de los asientos de honor, me sorprendió comprobar lo humanas que parecían, y lo tristes. Mientras estaba allí arriba, él representó su papel de Casandra, furiosa con los dioses, llevando dos antorchas. Yo me conocía el parlamento de memoria, de oírle ensayar. Todo el mundo está de acuerdo en que fue su mejor papel. Después, se cambió de máscara para interpretar a Andrómaca. Ésta es la obra en que sacan a Andrómaca de la ciudad saqueada en un carro lleno de botín, con el niño en los brazos, como dos piezas más del expolio. Una maravillosa escena teatral. Nunca falla.

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