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Denise Mina - Muerte en Glasgow

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Muerte en Glasgow: resumen, descripción y anotación

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Maureen ODonnell no es una chica con suerte. Además de vivir en un barrio marginal de Glasgow y ser paciente de un centro psiquiátrico, se encuentra anclada a un trabajo sin futuro y a una relación hermética con Douglas, un psicoterapeuta poco transparente. A punto de poner fin a su relación con Douglas. Maureen se despierta una buena mañana con una resaca insufrible y con su novio muerto en la cocina de su piso. La policía la considera una de las principales sospechosas, tanto por ser una joven que- se sale de los cánones de la normalidad como por su carácter inestable y su actitud poco cooperativa. Incluso su madre y su hermana sospechan de ella. Presa del pánico y con un sentimiento de abandono por parte de sus amigos y familiares. Maureen empieza a poner en duda todo lo que creía inamovible.

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Denise Mina Muerte en Glasgow ODonnell 1 Título original inglés Garnethill - photo 1

Denise Mina

Muerte en Glasgow

O’Donnell, 1

Título original inglés: Garnethill

© de la traducción: Escarlata Guillen Pont, 2001

A mi madre, Edith

1. Maureen

Maureen se secó los ojos con impaciencia, encendió un cigarrillo, se dirigió a la ventana del dormitorio y abrió de un golpe las pesadas cortinas rojas. Su piso estaba en la cima de Garnethill, la colina más alta de Glasgow y la parte norte de la ciudad, tan escarpada, se extendía ante ella, manchada por las sombras de las nubes. En la calle de abajo los estudiantes de Bellas Artes se encaminaban a sus clases matutinas.

Cuando conoció a Douglas supo que sería un hombre importante en su vida. Tenía una voz dulce y cuando decía su nombre ella sentía que era Dios quien la llamaba. Se enamoró de él a pesar de Elsbeth, a pesar de las mentiras que él le contaba, a pesar de que los amigos de ella no lo aprobaban. Recordaba los días en que lo observaba dormir. Movía los ojos tras los párpados y esa imagen le pareció tan bonita que la dejó sin aliento. Pero en la madrugada del lunes se despertó, lo miró y supo que se había acabado. Ocho largos meses de confusión emocional habían pasado en un abrir y cerrar de ojos.

En el trabajo, se lo contó a Liz.

– Sí, lo sé, lo sé -dijo Liz, peinándose hacia atrás con los dedos la melena rubia-. Antes de conocer a Garry, salía a bailar…

Era una mierda hablar con Liz. Daba igual, cuál fuera el tema, siempre acababa hablando de ella y Garry. Él era un tigre en la cama, le gustaba a todo el mundo. Liz decía que había tenido suerte al pescarlo. Maureen estaba segura de que toda esa información provenía del propio Garry. A veces se pasaba por la taquilla, se apoyaba en la ventanilla y flirteaba con Maureen cuando Liz no miraba.

Liz empezó a divagar con una historia acerca de Garry: que primero le gustó y luego no, y que luego le gustó otra vez. A las dos frases Maureen se dio cuenta de que ya había oído la historia. Empezó a dolerle la cabeza.

– Liz -le dijo-, ¿podrías hacerme un favor y atender hoy tú al teléfono? Dijo que me llamaría y no quiero hablar con él.

– Claro -dijo Liz-, no te preocupes.

A las diez y media Liz abrió desmesuradamente los ojos.

– Lo siento -contestó teatralmente al teléfono-, no está. No, entonces tampoco estará. Inténtalo mañana.

Colgó bruscamente y miró a Maureen.

– Se ha cortado.

– ¿Cortado? ¿Llamaba desde una cabina?

– Sí.

Maureen miró el reloj.

– Qué raro -dijo-. Tendría que estar trabajando.

Media hora después, Liz volvió a contestar al teléfono.

– No -dijo con rotundidad-. Ya te he dicho que no está. Inténtalo mañana.

Colgó el teléfono.

– Bueno -dijo visiblemente impresionada-, es impaciente.

– ¿También llamaba desde una cabina?

– Diría que sí. Se oían voces de fondo, como antes.

La taquilla estaba delante del Teatro Apolo, bajo una marquesina triangular en la fachada neoclásica, dispuesta para que los compradores no se mojaran si llovía mientras hacían cola para conseguir las entradas. Fuera, el día era gris y aburrido. El otoño hacía acto de presencia por primera vez, justo cuando las tardes calurosas habían empezado a convertirse en un derecho natural. El frío viento se coló por debajo de la ventanilla, y se arremolinó en la bandeja del cambio. El segundo reparto del correo trajo una carta con matasellos de Edimburgo para Maureen. La dobló por la mitad, se la metió en el bolsillo, cerró su ventanilla y le dijo a Liz que iba al baño.

Douglas decía que vivía con Elsbeth pero Maureen estaba convencida de que estaban casados: doce años juntos parecían toda una vida y mentía respecto a todo lo demás. Hacía tres meses que se habían celebrado elecciones al Parlamento Europeo y la madre de Douglas había salido elegida por la región de Strathclyde. En todos los periódicos locales aparecía la misma foto, cuidadosamente preparada, aunque tomada desde ángulos distintos: Carol Brady estaba en la entrada de un gran hotel de Glasgow, sonriente y sujetando un ramo de rosas. Douglas estaba detrás de ella, junto al alcalde, y su brazo rodeaba con naturalidad la cintura de una guapa rubia. El pie de foto decía que era Elsbeth Brady, su esposa.

Maureen había escrito al Registro Civil de Edimburgo, mandó un giro postal y detallessobre Douglas, para pedir información acerca de los matrimonios registrados en los últimos quince años. Recordó que eso era algo que le interesaba muchísimo cuando mandó la carta tres meses atrás pero ahora que había llegado la respuesta sólo sentía curiosidad.

La puerta del baño estaba abierta porque el cubo de fregar de Audrey la sujetaba. La puerta de uno de los servicios estaba cerrada y por detrás se elevaba un hilito de humo. Maureen caminó de puntillas por el suelo recién fregado, cerró la puerta del servicio con pestillo y se sentó en la tapa del váter mientras rompía la solapa del sobre con el dedo.

El certificado de matrimonio decía que Douglas estaba casado desde 1987 con Elsbeth Mary McGregor. Maureen sintió que despertaba de su letargo, como si un ácido se precipitara hacia su estómago.

– ¿Hola? -dijo Audrey desde el otro servicio, con un tono de voz ahogado que reservaba para dirigirse a los jefes.

– No pasa nada -dijo Maureen-. Soy yo. Sigue fumando.

Cuando volvió a la taquilla, Liz estaba emocionada.

– Ha vuelto a llamar -dijo, y miró a Maureen como si aquello fuera algo bueno.

– Le he dicho que no estarías en todo el día y que no volviera a llamar. Debe de estar loco por ti.

Maureen no se esforzó en su respuesta.

– No lo creo, la verdad -dijo, y metió el certificado de matrimonio en su bolso.

A las seis Maureen llamó a Leslie al trabajo.

– Oye, ¿te apetece quedar una hora antes?

– Creía que los miércoles tenías psiquiatra.

– Bueno, sí -dijo Maureen mostrando su desagrado-. Hoy paso de ir.

– Muy bien, cielo -dijo Leslie-. Nos vemos allí a las… ¿seis y media?

– Perfecto-dijo Maureen.

Liz la ayudó a cerrar la taquilla y luego dejó que fuera Maureen quien llevara la recaudación del día a la caja fuerte, que estaba a la vuelta de la esquina. Maureen caminó despacio y tomó el camino más largo para cruzar la ciudad y así no pasar cerca del Hospital Albert. Cathedral Street parece un túnel de pruebas de aerodinámica. Es una carretera de acceso a la autopista M8, y se ideó como una autovía que albergara el tráfico más denso. Los altos edificios de oficinas a ambos lados impiden que las brisas transversales templen el viento del este cuando baja desde la colina, donde alcanza gran velocidad a medida que cruza el cementerio y llega a la calle ancha. Maureen se había equivocado con el tiempo. El vestido delgado de algodón y la chaqueta de lana que llevaba no la resguardaban del frío, y tenía los dedos de los pies entumecidos dentro de las botas.

Ahora mismo, Louisa estaría sentada en su mesa de la novena planta del hospital, con las manos juntas delante de ella, observando la puerta, esperándola. Maureen no quería ir. El eco de los pasillos y el olor a desinfectante industrial siempre la afectaban y le recordaban sus días en el Hospital Northern. Las enfermeras de allí eran amables pero le daban una comida que no le gustaba, y la vestían con las cortinas sin correr. Los servicios no tenían pestillo para que los pacientes no aprovecharan el privilegio de la intimidad para suicidarse. Cuando salió de allí, cada día era una prueba: le aterrorizaba desmoronarse y volver a ser un trozo de carne a quien vestían cada mañana por si recibía alguna visita. Su psiquiatra actual, la doctora Louisa Wishart, decía que su terror era simplemente miedo a ser vulnerable y no pérdida de dignidad. Y cada vez que iba a la consulta de Louisa el mismo hombre cincuentón y delgado estaba sentado en la sala de espera. Él seguía intentando llamar su atención y hablar con ella. Maureen reducía su tiempo de espera tanto como podía para evitarlo. Se sentaba en uno de los servicios o daba vueltas por el vestíbulo.

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