Denise Mina
Muerte en el Exilio
© Denise Mina, 2000
Título original inglés; Exile
© de la traducción: Mireia Teres Loríente, 2002.
O’Donnell, 2
– Dale y verás -dijo él.
Ella sintió que el pie le traspasaba la carne, como una onda seca a través del dolor atroz.
– Está muerta -dijo la mujer.
Pero no, todavía estaba viva y los oyó. El suelo bajo su cuerpo estaba caliente y mojado. Tenía los ojos húmedos y completamente abiertos, al otro lado de la habitación veía un vaso sucio junto al zócalo. La mujer se agachó a su lado. Notó un tirón en la muñeca, tiraban de su pulsera.
– Déjala -dijo él, pero ella no le hizo caso y volvió a tirar-. He dicho que la dejes.
La mujer soltó el brazo y retrocedió. El hombre se detuvo donde ella podía verlo, llevaba zapatillas deportivas y vaqueros grises. Estaban hablando de ella, de cómo deshacerse de su cuerpo, de coger la camioneta de Andy. Un intenso dolor a modo de espasmo recorrió su espalda, ante la fulgurante palidez de sus ojos. La intensa luz se fue haciendo cada vez más brillante hasta que ya no vio nada.
En el exterior había cinco grados bajo cero y Maureen notaba el frío en la cara. Quería levantarse, quería un cigarro y un café y estar sola, pero tenía la pierna bloqueada por el peso de la de él y una mano bajo el muslo. El calor acumulado la irritaba y la hacía sudar. Se despegó de él, procurando no despertarlo, pero él notó el movimiento. La miró con los ojos entreabiertos e hinchados por el sueño.
– ¿Estás bien? -murmuró.
– Sí -suspiró Maureen.
Esperó, observando su respiración lechosa flotando encima de ella, escuchando el soplido del viento fuera. La respiración de Vik se hizo más profunda y se convirtió en un suave silbido nasal. Maureen se deslizó en la fría mañana.
Puso agua en la tetera, encendió un cigarro y miró por la ventana de la cocina. Enero es el corazón del crudo invierno escocés; había unas nubes negras que cubrían la ciudad y que venían cargadas de una molesta lluvia. Ahora pensaba en ello todas las mañanas; era lo primero que le venía a la cabeza al despertarse. Tras una ausencia de quince años, Michael, su padre, había vuelto a Glasgow.
Fue después de algún tiempo cuando descubrieron que Marie, la hermana mayor, no se había encontrado a Michael por casualidad en Londres. Lo había ido a buscar, se había puesto en contacto con el Sindicato Nacional de Periodistas y había puesto anuncios en el Evening Standard. Lo encontró viviendo en los muelles de Surrey en un piso alto de un edificio social de alquiler cubierto de latas de cerveza vacías. Tenía problemas de salud y hacía tiempo que no trabajaba así que Una le pagó el billete de vuelta. Maureen les dijo que ella no quería verlo pero no fue necesario insistir. Liam le dijo que Michael jamás la había mencionado, no había pronunciado su nombre ni una sola vez y hacía caso omiso cuando alguien más lo decía. Incluso a su madre, Winnie, le empezaba a intrigar el asunto. Maureen no podía soportar aquella injusticia. Michael volvía al seno familiar y a ella la marginaban.
En el mismo instante en que se enteró de que él estaba en casa, todo fue distinto para ella. No era como la otra crisis: no recordaba el pasado en todo momento y ella sabía que no era una depresión. Era una tristeza penosa y sin límite que estropeaba todo aquello en lo que se fijaba. No podía evitarlo: sufría de incontinencia en los ojos, estúpidas lágrimas le resbalaban y caían en el fregadero, encima del abrigo, en los carros de los hipermercados. Incluso lloraba cuando dormía. Cuando se acercó a la ventana en Garnethill y miró hacia Glasgow, sintió que se le iba a abrir la cara y que inundaría la ciudad de lágrimas. La pena la distraía por completo; era como si su vida se desarrollase en una habitación contigua porque podía oír los ruidos y ver a las personas pero no podía participar o preocuparse por nada.
Vik emitió un sonoro ronquido y se calló. Él era lo único en su vida que no tenía relación con su pasado pero no era el mejor momento para avanzar en la relación ni para desvelar nuevos secretos. Maureen veía a su padre por todas partes, lloraba la muerte de Douglas y añoraba desesperadamente a Leslie. Vik no sabía casi nada de ella, ni del asesinato de Douglas en su salón hacía seis meses, ni de las visitas nocturnas de Michael a su habitación cuando era pequeña, ni de su familia fragmentada. Al hablar de Michael con sus nuevos novios pasaba los peores momentos: veía que cambiaban de actitud hacia ella, veía cómo se sentían confundidos e implicados. Douglas había sido distinto porque era terapeuta. Nunca tuvo que explicarle las pesadillas o las fobias irracionales. Era una persona tan angustiada y melancólica como ella, y Vik era un chico bueno y alegre.
Miró por la ventana, inhaló el humo del cigarro y oyó el sonido del papel rozando el metal, seguido de un ligero ruido en la alfombra del recibidor. Reconoció enseguida el sobre azul del hospital. Angus había estado ocupado. Lo recogió y volvió a la cocina, se sentó y encendió un cigarro con el que todavía tenía encendido. El sobre era de un papel viejo y poroso, y tenía su nombre y dirección escritos con una caligrafía muy cuidada. Se inclinó y abrió el cajón de las facturas, sacó el paquete de sobres azules y los dispuso los quince por riguroso orden cronológico en filas encima de la mesa. La escritura estaba cambiando, se estaba volviendo más controlada. Se estaba recuperando. Algunas de sus cartas eran amenazadoras, la mayoría decían tonterías, pero las amenazas y las tonterías se intercalaban de manera regular y previsible. Conocía la voz de la locura transitoria tras su paso por el hospital mental y lo de Angus no se correspondía con esto. El era un violador y un asesino, pero ella no estaba asustada ni le importaba en absoluto. Estaba internado en el hospital mental del estado. Era como si un ladrillo la desafiase en un concurso de baile. Miró con aire cansado el sobre cerrado al lado de las demás cartas y las metió en un cajón. Ya la leería más tarde.
– ¿Maureen? -Vik la llamó medio dormido desde el dormitorio-. ¿Maureen?
Apagó el cigarro e intentó recuperar la voz.
– ¿Sí? -dijo, con la voz tensa.
– Maureen, ven aquí.
Se levantó.
– ¿Qué quieres? -gritó ella.
– Tengo algo para ti -canturreaba Vik.
Ella se apartó el pelo de la cara.
– ¿De qué se trata? -dijo ella, forzando el tono pícaro. Si pudiese actuar con normalidad, quizá se sintiese normal.
Londres es una ciudad muy salvaje y ella no pertenecía a ese ambiente. Puede que jamás la hubiesen encontrado de no ser por Daniel. Habría desaparecido por completo, un miembro desaparecido de una familia destruida, una cara casi desconocida en un marco lleno de bares.
Daniel se había levantado de muy buen humor. Era un soleado día de enero y se dirigía a su primer turno como camarero en un club privado de Chelsea frecuentado por futbolistas y personas conocidas. Apenas había tráfico, las luces de los faros se entrecruzaban, mientras contaba los minutos para llegar al trabajo. Redujo la velocidad al llegar al cruce, puso el intermitente de la derecha, hacia la calle ancha que bordeaba el río. Tomó la curva fácilmente, valiéndose de su peso para inclinar la moto, deslizándose a través de los coches parados en el semáforo. Estaba a punto de enderezarse cuando vio pasar por su lado a toda velocidad un Mini plateado, las llantas desprendían chispas rojas a medida que iba rozando el borde del pavimento. Contuvo el aliento, giró el manillar a la izquierda y cruzó la calle, por encima de la acera, hasta que la rueda delantera chocó con el muro del río a más de cincuenta kilómetros por hora. La rueda trasera perdió contacto con el asfalto y catapultó a Daniel por los aires justo cuando el Mini pasó por detrás de él. Voló de espaldas los diez metros interminables que había hasta el río, y aterrizó encima de una pequeña isla de barro en la orilla. No había corriente, y de todos los escombros que flotan por el Támesis en los que podía haber ido a parar, cayó en un colchón empapado de barro.
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