NUEVA ORLEANS
… el sueño purpúreo
de la América que no hemos sido,
el imperio del trópico, buscando el mar cálido,
la última incursión de la aristocracia…
S TEPHEN V INCENT B ENÉT ,
El cuerpo de John Brown
Querría poder transmitirles a ustedes la naturaleza peligrosa del suelo, su tendencia a lo limoso, esponjoso y supurante…
J OHN J AMES A UDUBON ,
Aves de América, 1830
En junio el aire de Nueva Orleans va cargado de sexo y muerte, no muerte violenta sino muerte por descomposición, por exceso de madurez, por podredumbre, muerte por ahogamiento, por asfixia, por fiebres de etiología desconocida. Es un lugar físicamente oscuro, oscuro como el negativo de una fotografía, oscuro como una radiografía: la atmósfera absorbe su propia luz, nunca refleja la luz, sino que la absorbe hasta que cualquier objeto brilla con una luminiscencia mórbida. Las criptas no subterráneas dominan ciertas vistas. En medio de la atmósfera hipnóticamente líquida, todo movimiento se ralentiza hasta convertirse en coreografía, toda la gente de la calle se mueve como si estuviera suspendida en una emulsión precaria, y parece que entre los vivos y los muertos solo haya una distinción técnica.
Una tarde, en la avenida Saint Charles, vi morir a una mujer, desplomada sobre el volante de su coche.
—Muerta —declaró una anciana que estaba plantada conmigo en la acera, a un palmo de donde el coche había girado bruscamente y se había estrellado contra un árbol.
Después de que llegara la ambulancia de la policía, seguí a la anciana a través de la luz acuosa del aparcamiento del hotel Pontchartrain y hasta el interior de la cafetería. La muerte había dado una impresión de gravedad pero también de informalidad, como si hubiera tenido lugar en una ciudad precolombina donde la muerte era algo esperado y a largo plazo no importaba demasiado.
—¿De quién es la culpa? —le estaba diciendo la anciana a la camarera de la cafetería, con una voz que se apagó gradualmente.
—No es culpa de nadie, señorita Clarice.
—No pueden hacer nada, no.
—No pueden hacer nada de nada. —Yo pensaba que estaban hablando de la muerte, pero estaban hablando del tiempo—. Richard trabajaba en el servicio meteorológico y me dijo que no pueden hacer nada con lo que sale en el radar. —La camarera hizo una pausa, como para darse énfasis—. Simplemente no se les puede hacer responsables.
—No se puede, no —dijo la anciana.
—Es lo que sale en el radar.
Las palabras se quedaron flotando en el aire. Yo me tragué un trozo de hielo.
—Es lo que hay —dijo la anciana al cabo de un momento.
Era un fatalismo que yo acabaría identificando como endémico en el tono característico de la vida en Nueva Orleans. Los plátanos se pudrían y albergaban tarántulas. El mal tiempo aparecía en el radar y era muy malo. Los niños cogían fiebre y se morían, y las peleas domésticas terminaban a puñaladas, la construcción de las carreteras llevaba a chanchullos y a grietas en el pavimento por donde volvían a asomar las enredaderas. Los asuntos del estado giraban en torno a celos sexuales, como si Nueva Orleans fuera Puerto Príncipe, y todos los hombres del rey se volvían contra el rey. La temporalidad del lugar es operística, infantil, el fatalismo de una cultura dominada por la jungla. «Lo único que sabemos —dijo la madre de Carl Austin Weiss refiriéndose a su hijo, que Huey Long acababa de matar a tiros en un pasillo del Capitolio Estatal de Luisiana, en Baton Rouge— es que se tomaba la vida en serio.»
Se da el caso de que a mí me enseñó a cocinar alguien de Luisiana, donde la ávida preocupación de los hombres por las recetas y la comida no me resultaba desconocida. Pasamos unos años viviendo juntos, y creo que llegamos a entendernos mejor cuando intenté matarlo con un cuchillo de cocina. Recuerdo que me pasaba días enteros cocinando con N., quizá los días más agradables que pasamos juntos. Él me enseñó a hacer pollo frito y un relleno de arroz integral para las aves de corral y a picar endivias con ajo y zumo de limón y a ponerle a todo lo que cocinaba tabasco, salsa Worcestershire y pimienta negra. El primer regalo que me hizo fue una prensa de ajos, y también el segundo, porque la primera la rompí. Un día, en la Eastern Shore, nos pasamos horas haciendo crema de gambas y luego nos peleamos por cuánta sal había que echarle, y como él se había pasado varias horas bebiendo Sazeracs, le echó un puñado de sal para demostrar que tenía razón. Fue como beber agua de mar, pero fingimos que estaba bueno. Tirar el pollo al suelo, o las alcachofas. Comprar especias para el marisco. Discutir interminablemente las posibilidades de un guiso de alcachofas y ostras. Después de casada, él me seguía llamando de vez en cuando para pedirme recetas.
Supongo que crees que esta máquina es mejor que la italiana. Supongo que crees que tienes losas de secuoya en el patio de atrás. Supongo que crees que tu madre era la Encargada de Venta de Galletas del Condado. Supongo que crees que en una cama pequeña yo ocupo mucho espacio. Supongo que crees que Schrafft’s vende hojas de chocolate. Supongo que crees que el señor Earl «Codo» Reum tiene más personalidad que yo. Supongo que crees que en Nevada no hay lesbianas. Supongo que crees que sabes lavar jerséis a mano. Supongo que crees que Mary Jane se mete contigo y que la gente te sirve whisky malo. Supongo que crees que no tienes anemia perniciosa. Tómate las vitaminas esas. Supongo que crees que la gente del Sur es un poco anacrónica.
… es un mensaje que me dejó aquel hombre cuando yo tenía veintidós años.
La primera vez que estuve en el Sur fue a finales de 1942 o principios de 1943. Mi padre estaba destacado en Durham, Carolina del Norte, y mi madre, mi hermano y yo tomamos varios trenes lentos y abarrotados para reunirnos con él. En mi casa de California yo había llorado por las noches, había perdido peso y había querido ver a mi padre. Me había imaginado que la Segunda Guerra Mundial era un castigo diseñado específicamente para quitarme a mi padre, había hecho recuento de mis errores y, con un egocentrismo que por entonces se acercaba al autismo y que sigo sufriendo cuando sueño, cuando tengo fiebre y en mis matrimonios, me había declarado culpable.
De aquel viaje recuerdo sobre todo que un marinero que acababa de ser torpedeado a bordo del Wasp, en el Pacífico, me regaló un anillo de plata y turquesa, y que perdimos la conexión de trenes en Nueva Orleans y no encontramos habitación y nos pasamos una noche en vela, sentados en una terraza cubierta del hotel Saint Charles, mi hermano y yo con trajes de verano de sirsaca a juego y mi madre con un vestido de seda, a cuadros blancos y azul marino, sucio de polvo del tren. Ella nos cubrió con el abrigo de visón que se había comprado antes de casarse y que llevaría hasta 1956. Viajábamos en tren y no en coche porque unas semanas antes, en California, mi madre le había prestado el coche a una conocida que lo había estrellado contra un camión de lechugas a las afueras de Salinas, un hecho del que estoy completamente segura porque aún hoy sigue siendo fuente de rencor en las conversaciones de mi padre. Se lo oí mencionar por última vez hace apenas una semana. Mi madre no respondió y se limitó a repartir otra mano de su solitario.