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Joan Didion - El a?o del pensamiento m??gico

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Joan Didion El a?o del pensamiento m??gico

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Sinopsis

Un libro prodigioso por su sinceridad y pasión conmovedoras, Premio Nacional de Estados Unidos a la Mejor Obra de No-ficción de 2005 (The National Book Award), escrito por una de las más emblemáticas escritoras norteamericanas. Joan Didion explora una experiencia intensamente personal y, no obstante, universal: el retrato de un matrimonio — y de una vida en los buenos y en los malos tiempos — que impresionará a cualquiera que haya amado a un marido, a una mujer o a un hijo. Unos días antes de la Navidad de 2003, Quintana, la única hija de John Gregory Dunne y Joan Didion, cayó enferma con lo que en un principio parecía una gripe, pero que rápidamente evolucionó a neumonía y acabó en un choque séptico. Durante varias semanas permaneció en coma inducido y con respiración artificial. Unos días después, la víspera de Nochebuena, los Dunne se disponían a cenar tras haber visitado a su hija en el hospital, cuando John Gregory Dunne sufrió un infarto mortal. En unos segundos, la relación íntima y simbiótica de estos dos escritores a lo largo de cuarenta años, acabó. Cuatro semanas más tarde, su hija superó el coma. Dos meses después, a su llegada al aeropuerto de Los Ángeles, Quintana cayó desplomada a causa de una hemorragia cerebral masiva y tuvo que ser sometida a una intervención de neurocirugía en el Centro Médico de la Universidad de California (UCLA). Este poderoso libro es el intento de Didion para encontrar sentido a las “semanas y meses que desbarataron cualquier idea previa que yo tuviera sobre la muerte, la enfermedad [...] el matrimonio y los hijos y el recuerdo [...] la precariedad de la cordura y sobre la vida misma”.


JOAN DIDION


EL AÑO DEL

PENSAMIENTO MÁGICO


Traducción de Olivia De Miguel


TÍTULO ORIGINAL:

THE YEAR OF MAGICAL THINKING


Publicado por: GLOBAL RHYTHM PRESS S.L.

Publicado en Estados Unidos por Alfred A. Knopf, Random House Inc., Nueva York en 2005


Copyright 2005 de Joan Didion

Copyright de la traducción: 2006 Olivia De Miguel

Derechos exclusivos de edición en lengua castellana: Global Rhythm Press S.L.


ISBN: 978-84-934487-4-5

DEPÓSITO LEGAL: B-28243-2006


Diseño Gráfico: PFP (Quim Pintó, Montse Fabregat)

Preimpresión: LOZANO FAISANO, S. L.

Impresión y encuademación: LIBERDUPLEX

PRIMERA EDICIÓN EN GLOBAL RHYTHM PRESS junio de 2006


Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro —incluyendo las fotocopias y la difusión a través de Internet— y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos.


Este libro es para John y para Quintana



La vida cambia rápido.La vida cambia en un instante.Te sientas a cenar; y la vida que conoces se acaba.El tema de la autocompasión.
Estas fueron las primeras palabras que escribí después de que sucediera. La fecha en el archivo «Notas sobre el cambio.doc», de Microsoft Word, es «20 de mayo, 2004, 11:11 p.m.», pero tal vez abriera el archivo y al cerrarlo pulsara distraídamente «salvar». En mayo no hice cambios en el archivo. No hice cambios en ese archivo desde que escribí esas palabras en enero del 2004, dos o tres días después del suceso.

Durante mucho tiempo no escribí nada más.

La vida cambia en un instante.

Un instante normal.

Empeñada en recordar lo que parecía más sorprendente de todo lo ocurrido, en algún momento, consideré añadir esas palabras: «un instante normal». Me di cuenta inmediatamente de que no era necesario añadir la palabra «normal» porque no podría olvidarla, pero la palabra jamás se me fue de la cabeza. En realidad, la normalidad de toda la situación anterior al suceso era lo que me impedía creer que hubiera sucedido realmente, asimilarlo, incorporarlo, superarlo. Ahora reconozco que aquello no tenía nada de extraordinario; enfrentados a un desastre repentino, todos señalamos lo normales que eran las circunstancias en las que lo impensable sucede: el cielo azul despejado desde el que se precipitó el avión, el recado rutinario que acabó sobre el arcén con el coche en llamas, los columpios en los que los niños jugaban como de costumbre cuando la cascabel salió de entre la hiedra y atacó. «Volvía a casa del trabajo, feliz, triunfador, sano y de repente, se acabó», leí en la declaración de una enfermera de psiquiatría cuyo marido había muerto en accidente de carretera. En 1966 tuve que entrevistar a mucha gente que había vivido en Honolulu la mañana del 7 de diciembre de 1941; todos ellos, sin excepción, empezaron su relato del ataque a Pearl Harbor diciéndome que era una «mañana de domingo como otra cualquiera». «Era un hermoso día de septiembre como otro cualquiera», dice todavía la gente cuando se le pide que describa la mañana en Nueva York cuando el American Lines 11 y el United Airlines 175 se estrellaron contra las torres del World Trade. Incluso el informe de la Comisión del 11-S empezaba con esta nota machaconamente premonitoria y aun así inmutable: «Martes, 11 de septiembre de 2001, mañana templada y sin apenas nubosidad en el este de Estados Unidos».

«Y de pronto... se acabó. » En plena vida estamos en la muerte , dicen los episcopalianos junto a la tumba. Más adelante, me di cuenta de que debí de repetir los detalles de lo sucedido a todos los que vinieron a casa en aquellas primeras semanas; a todos aquellos amigos y familiares que traían comida y preparaban bebidas y ponían los platos en la mesa del comedor para los que estaban por allí a la hora de comer o de cenar; a todos aquellos que retiraban los platos, congelaban las sobras, ponían el lavavajillas, llenaban nuestra —todavía no puedo decir «mi»— casa a no ser por ellos vacía, incluso después de que yo me retirara al dormitorio (nuestro dormitorio, en el que, sobre un sofá, aún estaba un albornoz descolorido XL, comprado en los años 70, en Richard Carroll, de Beverly Hills), y que al salir cerraban la puerta. Aquellos momentos en los que el agotamiento se apoderaba bruscamente de mí son lo que recuerdo con más claridad de aquellos primeros días y semanas. No recuerdo haber contado a nadie los detalles, pero debí de hacerlo porque todos parecía que los conocían. En cierto momento, consideré la posibilidad de que se hubieran contado unos a otros los detalles de la historia, pero la descarté inmediatamente: los pormenores de su historia eran demasiado precisos para haber pasado de boca en boca. Había sido yo.

Otro de los motivos por los que supe que yo había contado la historia era que ninguna de las versiones que escuché incluía los detalles que yo aún era incapaz de afrontar, por ejemplo, la sangre que, en el suelo de la sala de estar, permaneció allí hasta que José llegó a la mañana siguiente y la limpió.

José. Parte de nuestra casa. Tenía que volar a Las Vegas a última hora de aquel 31 de diciembre, pero nunca lo hizo. José lloraba aquella mañana mientras limpiaba la sangre. Al principio, cuando le conté lo que había pasado, no me entendió. Evidentemente no era la narradora ideal de la historia; en mi versión, había algo demasiado informal y demasiado elíptico al mismo tiempo, algo en mi tono que no había logrado comunicar el hecho principal de la situación (encontré el mismo fallo más tarde, cuando tuve que decírselo a Quintana), pero en el momento en que José vio la sangre, lo entendió.

Aquella mañana, antes de que él llegara, yo ya había recogido las jeringuillas y los electrodos del ECG, pero no pude enfrentarme a la sangre.


A grandes rasgos.

Ahora, al empezar a escribir esto, es el 4 de octubre, por la tarde, de 2004.

Hace nueve meses y cinco días, aproximadamente a las nueve de la noche del 30 de diciembre de 2003, mi marido, John Gregory Dunne, en la mesa del salón de nuestro apartamento de Nueva York en la que acabábamos de sentarnos a cenar, sufrió aparentemente —o realmente— un repentino y severo ataque al corazón que le causó la muerte. Nuestra única hija, Quintana, llevaba cinco noches inconsciente en una unidad de cuidados intensivos de la Singer División del Beth Israel Medical Center, por entonces un hospital en la avenida East End (cerró en agosto de 2004), más conocido como el Beth Israel North o el Antiguo Hospital de Médicos; lo que pareció un caso de gripe invernal lo bastante grave para ingresarla en urgencias la mañana de Navidad había derivado en neumonía y choque séptico. Esto es un intento por encontrar sentido al tiempo que siguió, a las semanas y meses que desbarataron cualquier idea previa que yo tuviera sobre la muerte, la enfermedad, la probabilidad y la suerte, la buena o la mala fortuna, sobre el matrimonio y los hijos y el recuerdo; sobre el dolor y los modos en que la gente se plantea o no el hecho de que la vida acaba; sobre la precariedad de la cordura y sobre la vida misma. He sido escritora toda mi vida. Como escritora, incluso de niña, mucho antes de que empezara a publicar lo que escribía, siempre tuve la sensación de que el significado radicaba en el ritmo de las palabras, las frases, los párrafos, una técnica para contener lo que pensaba o creía tras un refinamiento cada vez más impenetrable. Soy o he llegado a ser la forma en la que escribo; sin embargo, este es un caso en el que en vez de las palabras y sus ritmos desearía tener una sala de montaje equipada con un Avid, un sistema de edición digital en el que pudiera pulsar una tecla y la secuencia de tiempo se desintegrara para mostrarles simultáneamente todos los cuadros de la memoria que me asaltan en este momento y dejarles elegir las tomas, los diferentes comentarios al margen, las distintas lecturas de las mismas líneas. En este caso, para encontrar el significado, necesito más que palabras. En este caso necesito cualquier cosa que yo crea o me parezca inteligible, aunque sólo sea para mí misma.

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