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Joan Didion - Los que sueñan el sueño dorado

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Joan Didion Los que sueñan el sueño dorado
  • Libro:
    Los que sueñan el sueño dorado
  • Autor:
  • Editor:
    ePubLibre
  • Genre:
  • Año:
    1966
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DE ARRASTRARSE HACIA BELÉN

JOAN DIDION Sacramento 1934 Es novelista y periodista Graduada por la - photo 1

JOAN DIDION (Sacramento, 1934). Es novelista y periodista. Graduada por la Universidad de Berkeley en California, comenzó trabajando en la revista Vogue, donde fue editora y crítica de cine. Ha sido colaboradora habitual de The New York Review of Books. Junto a su marido, John Gregory Dunne, escribió también guiones cinematográficos. Es autora de las novelas Run River, Play It as It Lays, A Book of Common Prayer, Democracy y The Last Thing He Wanted, de un libro de memorias, Where I Was From, y de diversos libros de ensayo sobre la cultura y la política norteamericanas, una selección de los cuales se incluyen en Los que sueñan el sueño dorado. Ganador del National Book Award y finalista del Premio Pulitzer y el National Book Critics Circle Award, su libro autobiográfico El año del pensamiento mágico (2006), donde reflexiona sobre la muerte de su marido, fue un éxito de crítica y ventas.

Título original: Some Dreamers of the Golden Dream

Joan Didion, 1966

Traducción: Javier Calvo Perales

Editor digital: Titivillus

ePub base r2.0

En la tierra dorada el futuro siempre es atractivo porque nadie recuerda el - photo 2

«En la tierra dorada el futuro siempre es atractivo, porque nadie recuerda el pasado». Joan Didion es una de las cronistas fundamentales de la segunda mitad del siglo XX. Los que sueñan el sueño dorado reúne por primera vez en castellano una selección de artículos y ensayos de sus libros Arrastrarse hacia Belén, un clásico moderno sobre la vida en la Norteamérica de los años sesenta y especialmente sobre el centro de la contracultura, California; El álbum blanco, un mosaico de los años sesenta y setenta que incluye episodios vagamente autobiográficos de la vida de la autora; Después de Henry, donde Joan Didion nos advierte sobre las fantasías que los medios de comunicación construyen en torno a las víctimas de crímenes violentos; Salvador, que dibuja un retrato de los horrores cometidos en ese país y su estrecha relación con la política exterior de Estados Unidos, y Miami, donde reflexiona acerca de la inmigración y el exilio, y la pasión, la hipocresía y la violencia políticas. Todos ellos conforman una visión crítica y literaria fundamental para entender la sociedad americana actual. «Un enfoque único y fascinante… Didion debe de ser una observadora de otro planeta, tan audaz y alerta que termina sabiendo más sobre nuestro mundo que nosotros mismos».

Joan Didion Los que sueñan el sueño dorado ePub r10 Titivillus 28102018 LOS - photo 3

Joan Didion

Los que sueñan el sueño dorado

ePub r1.0

Titivillus 28.10.2018

LOS QUE SUEÑAN EL SUEÑO DORADO

Esta es una historia de amor y de muerte en la tierra dorada, y empieza hablando del paisaje mismo. El Valle de San Bernardino queda solo a una hora al este de Los Ángeles, saliendo por la autopista de San Bernardino, pero en cierta manera es un lugar foráneo: no es la California costera con sus crepúsculos subtropicales y sus brisas suaves procedentes del Pacífico, sino una California más áspera, hechizada por el Mojave, que se extiende justo al otro lado de las montañas, y devastada por el viento tórrido y seco de Santa Ana, que se cuela por los pasos de las montañas a más de ciento cincuenta kilómetros por hora y aúlla en las barreras de eucaliptos y te crispa los nervios. Octubre es el peor mes para el viento, el mes en que cuesta respirar y las colinas se incendian de forma espontánea. Lleva sin llover desde abril. Cuando uno habla, parece que grite. Es la época del año en que el viento trae los suicidios y los divorcios y una sensación de espanto.

Los mormones se establecieron en este paisaje ominoso y luego lo abandonaron, pero no sin antes plantar el primer naranjo, y durante los cien años siguientes el Valle de San Bernardino atrajo a un tipo de gente que imaginaba que podría vivir entre esa fruta talismánica y prosperar en medio de aquel aire seco, una gente que trajo consigo formas de construir y cocinar y rezar propias del interior y que intentaron aplicar esas costumbres a la tierra. Y el injerto prosperó de forma curiosa. Hablamos de esa California donde es posible vivir y morir sin haber comido nunca una alcachofa y sin haber conocido nunca a un católico ni a un judío. De esa California donde no cuesta nada llamar a números de asistencia espiritual como Dial-A-Devotion y en cambio cuesta horrores comprar un libro. La misma tierra donde la fe en la interpretación literal del Génesis ha dado paso de manera imperceptible a la fe en la interpretación literal de Perdición de Billy Wilder, la tierra del pelo cardado y los Ford Capri y las chicas para quienes la vida entera no promete nada más que un vestido de boda blanco hasta media pantorrilla y parir a una Kimberly o una Sherry o una Debbi y luego divorciarse en Tijuana y volver a la academia de peluquería. «Éramos unos chavales inconscientes», dicen sin remordimiento alguno, y pasan a mirar al futuro. En la tierra dorada el futuro siempre es atractivo, porque nadie recuerda el pasado. Hablamos del lugar donde sopla un viento tórrido y las viejas costumbres parecen irrelevantes, donde la tasa de divorcios dobla la media nacional y donde una persona de cada treinta y ocho vive en una caravana. Hablamos de la última parada para todo el mundo que viene de otra parte, para todo el mundo que ha llegado aquí huyendo del frío y del pasado y de las costumbres de antaño. Se trata del lugar donde esa gente intenta encontrar un nuevo estilo de vida, e intenta encontrarlo en los únicos sitios donde sabe buscar: en las películas y en los periódicos. El caso de Lucille Marie Maxwell Miller es un monumento sensacionalista a ese nuevo estilo de vida.

Antes que nada quiero que imaginen Banyan Street, porque es ahí donde sucedió todo. Para ir a Banyan Street hay que conducir en dirección oeste desde San Bernardino por el Foothill Boulevard de la Ruta 66, dejando atrás las playas de maniobras de Santa Fe y el motel Forty Links. Ese motel que consiste en diecinueve tipis de yeso: «NO SEA ROSTRO PÁLIDO, DUERMA EN UNA CHOZA INDIA». Hay que dejar atrás la pista de carreras Fontana Drag City, la iglesia del Nazareno de Fontana y las pistas del Pit Stop A Go-Go; dejar atrás la fundición de acero Kaiser Steel, cruzar Cucamonga y salir por el bar restaurante y cafetería Kapu Kai, situado en la esquina de la Ruta 66 con Carnelian Avenue. En Carnelian Avenue, según se sale del Kapu Kai, que quiere decir «mares prohibidos», el fuerte viento hace restallar las banderolas de las parcelas. «¡RANCHOS DE MEDIO ACRE! ¡COCINAS AMERICANAS! ¡ENTRADAS DE MÁRMOL TRAVERTINO! ¡95 DÓLARES DE ENTRADA!». Se trata de la senda de un propósito desbaratado, los desechos de la Nueva California. Al cabo de un rato, sin embargo, los letreros de Carnelian Avenue empiezan a desaparecer y las casas dejan de ser de esos colores pastel brillante típicos de los propietarios de Springtime Homes para convertirse en los bungalows descoloridos de esa gente que tiene un puñado de vides y un puñado de pollos en el jardín; a continuación la colina se vuelve más empinada y la carretera más abrupta y hasta los bungalows empiezan a escasear, y es ahí —en ese lugar desolado lleno de superficies ásperas y flanqueado de arboledas de eucaliptos y limoneros— donde está Banyan Street.

Igual que gran parte de este paisaje, Banyan Street produce cierta impresión peculiar y antinatural. Las huertas de limoneros están ocultas detrás de un terraplén de unos tres o cuatro pies de alto que hace de muro de contención, de manera que lo único que asoma es su denso follaje, demasiado exuberante e inquietantemente lustroso, de ese color verde de las pesadillas; la corteza caída de los eucaliptos forma una masa polvorienta, un criadero perfecto para las serpientes. Las piedras no parecen piedras, sino más bien los escombros de algún desastre innombrable. Hay estufas agrícolas de petróleo y una cisterna cerrada. A un lado de Banyan está el valle llano, y al otro las montañas de San Bernardino, una masa oscura que se eleva demasiado y demasiado deprisa, llegando a los dos mil, dos mil quinientos o incluso tres mil metros aquí mismo, por encima de los limoneros. A medianoche no hay ni una sola luz en Banyan Street, y tampoco se oye nada salvo el viento en los eucaliptos y los ladridos lejanos de los perros. Puede que haya una perrera cerca, o tal vez los perros sean coyotes.

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