Fantin, María Sol Si no fueras tan niña / María Sol Fantin. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Paidós, 2022. Libro digital, EPUB Archivo Digital: descarga ISBN 978-950-12-0436-0 1. Estudios de Género. I. Título. CDD 305.42 |
© 2022, María Sol Fantin
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Primera edición en formato digital: marzo de 2022
Versión: 1.0
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ISBN edición digital (ePub): 978-950-12-0436-0
PRIMERA PARTE
I
Me llamo Sol y tengo treinta y siete años. Finalmente, estoy en condiciones de romper el silencio que se me impuso y contar esta historia, la historia de lo que viví, reinscribiendo en el flujo del mundo el tesoro de mi memoria, dolorosa memoria, para que alumbre lo que haga falta alumbrar y repare los tejidos que haga falta reparar. No solo los míos. Ya aprendimos que lo íntimo es también colectivo, que lo personal es político. Lo aprendimos saliendo del laberinto del único modo posible, que no es por arriba porque no podemos volar, sino al revés: cavando hacia adentro, tramando una red de túneles, descubriendo una raíz subterránea y común.
Ayer, 4 de octubre de 2019, se cumplieron veintidós años desde la noche en que Marcos me acompañó a la parada del colectivo en la esquina de la sede central de la Fundación, en el centro porteño, y –para mi sorpresa– se subió al colectivo conmigo. Era sábado y yo volvía a mi casa, que quedaba lejos, en Villa Luro, después de la clase de Teatro Sagrado. Calculo que serían cerca de las ocho. Marcos se había aparecido a la salida de la clase, dictada por Lucio, su mejor amigo.
Me acuerdo de la catramina que eran los colectivos en esos años, chiquititos, destartalados, con asientos de cuerina marrón, con las máquinas de boletos recién estrenadas. Yo tenía en mi habitación una lata de Mickey llena de boletos de colores, que hacía muy poco habían dejado de circular y que al final usé para forrar una carpeta del colegio.
Nos sentamos en los últimos asientos, los de la rueda. Marcos arrancó de su cuaderno el poema que había escrito para mí y me lo dio. Según me dijo, lo había escrito en el barco que lo trajo de vuelta desde Uruguay, a donde había tenido que ir esa semana, enviado nada menos que por la fundadora. Para ese momento, ya me había acostumbrado yo también a llamarla la Madre. Marcos había ido a enseñar meditación y espiritualidad en la sede uruguaya. A transmitir la llama del Ideal. Una tarea que solo a un maestro espiritual podía encomendársele.
Sol amada, mi anhelo, mi codicia dice el verso final del poema que me dio ese día, que juega con el significado de mi nombre y rima machaconamente con un aguado celeste de delicia, por el color de mis ojos. Hace poco, cuando encontré esa hoja de cuaderno entre mis papeles viejos, comprobé que me acordaba el soneto palabra por palabra. Que no me lo había olvidado en más de veinte años.
La parada en la que bajamos, sobre Rivadavia, quedaba justo delante de una florería que tenía en la vidriera un cuadro de Santa Teresita del Niño Jesús, la santa del Amor. Yo había leído hacía poco la vida de esta santa, una adolescente francesa que, a fines del siglo XIX, había padecido unos maltratos horribles en el monasterio de las carmelitas descalzas, soportándolo todo con humildad y obediencia por amor a su Esposo invisible. Marcos se detuvo enfrente de la vidriera y se emocionó porque bajar del colectivo justo delante del cuadro significaba que la patrona del Amor nos estaba bendiciendo.
Yo no tenía la menor idea de lo que pretendía hacer Marcos, si iba a acompañarme hasta la puerta de mi casa o no, ni se me pasaba por la cabeza preguntárselo. Mucho menos se me pasaba por la cabeza que yo pudiese decidir algo de lo que fuera a pasar. A mis quince años, yo no había tenido ni noviecito en la escuela primaria, y el respeto que sentía por este hombre de treinta y pico, a más de un año de conocernos, era abrumador.
Estaba shockeada en particular por lo que Marcos había hecho en la parada del colectivo: informarme que, si yo tuviera dieciocho años, me besaría. ¿Besarme? ¿De verdad? ¿Como en las películas? ¿A mí? Me estremecí. Sentí un vacío cerebral, de pie hecha una cosa que podría ser besada, a condición de tener algo que le faltaba: años. Fue la primera vez que sentí esa falta, como una culpa y como una fatalidad, un agujero en mí, como la boca abierta de un cocodrilo. Siempre iba a faltarme eso, mientras permaneciera en contacto con él, que no eran años y nada más. Era ser mujer.
Esa cosa a la altura del estómago, esa desesperación de llenar la falta, no era deseo. Si hubiera sido deseo, podría haberlo besado yo a él, por ejemplo. Imaginarlo, al menos. Yo llevaba puesta una remera de Disney y un pantalón de algodón que usaba para hacer gimnasia en el colegio y, aunque era casi tan alta como él, no hubiera sabido cómo encender el cigarrillo que Marcos se fumaba delante de mí, achinando los ojos como un actor de cine. Si yo hubiera estado en condiciones de darle un beso, también habría estado en condiciones de rechazarlo. Pero no. Yo no podía nada y a él le daba un placer inmenso contemplar eso: yo sin poder nada más que ser ese hueco, con el pensamiento confuso, la emoción revuelta y el cuerpo en vilo.
Eso acababa de pasar en la parada del colectivo, antes del viaje en el que me dio el poema y me habló sin parar, pausadamente, más bien monologando con su tono melancólico y su voz melosa. Al bajar, el episodio con el cuadro de Santa Teresita, sobre el sedimento de la horrorosa antieducación sentimental con que se alecciona a las niñas (y en mi caso, también espiritual), alimentaba la confusión de que algo de todo eso que yo estaba experimentando fuera Amor, con mayúsculas, como obsesivamente lo estampaba la fundadora, la Madre, en cuanto libro, artículo o folleto ponía a circular.
En la media cuadra que caminamos al bajar del colectivo, antes de que yo doblara por Lope de Vega rumbo a mi casa y él cruzara Rivadavia para volverse a tomar el mismo colectivo de regreso a no sé dónde, me abracé a mí misma porque había refrescado de golpe, como es normal al principio de la primavera, y yo no tenía ni un buzo. Él sí estaba abrigado, tenía puesto un saco de vestir gastado. Deseé que Marcos hiciera algo para protegerme del frío, que me prestara su saco. Al fin y al cabo, él era el adulto. No lo hizo y yo tuve ganas de llorar.
. Creo que fue a partir de esa noche en que Marcos se trepó a mi colectivo, que yo empecé a registrar las fechas, como si en algún rincón de mí entendiera que algo de lo que pasaba estaba mal, que necesitaba ayuda, que la iba a necesitar más adelante. Tuve que creer que el tremendo impacto que las acciones de Marcos tenían sobre mí eran algo maravilloso, tan maravilloso que nadie podía entenderlo y, por lo tanto, no había que contárselo a nadie. Desde entonces escribí sobre eso diariamente, en decenas de cuadernos sucesivos. Escribir fue el desvío que me permitió sobrevivir, incluso cuando casi todo lo que escribí estuviera codificado en el lenguaje laberíntico y cacofónico de la mística.