E L SILENCIO, UN EJERCICIO ESPIRITUAL
En la generación anterior era raro oír que alguien se iba de retiro. La idea de someterse a un silencio impuesto en algún árido claustro religioso a mucha gente le parecía algo bastante extraño y negativo querer hacerlo, asociado a frailes y a monjas y a una renuncia del mundo; algo casi antinatural.
L os tiempos han cambiado. Ahora irse a un retiro un fin de semana es casi tan normal como pasar tiempo en un balneario o apuntarse a clases de yoga. Buscar silencio en estas vidas ajetreadas y llenas de ruido se ha convertido en un ejercicio espiritual que mucha gente, tanto religiosa como laica, persigue. El silencio no entiende de fes, y un ateo puede explorarlo tan bien como un creyente.
Interrogar al silencio
Caí en la cuenta del poder del silencio, tanto como consuelo como como fuerza creativa, a una edad ya avanzada; aunque siempre había sido para mí un compañero, rara vez había reparado en su presencia. Me ocurrió escuchando una entrevista en la BBC Radio 4 mientras conducía; estaban hablando de la vida del poeta George Mackay Brown, originario del archipiélago de las Orcadas. Yo había tenido el enorme privilegio de conocer a aquel hombre en Stromness, en las Orcadas; era un personaje dulce y encantador que se complacía en escuchar la descripción de la zona por la que habíamos estado paseando un amigo mío y yo en la isla de Hoy. En sus relatos y en sus poemas demostraba un talento extraordinario para la descripción de esas islas de bajo relieve, de sus gentes y del mar, siempre presente, como el viento, las gaviotas y las focas. El entrevistado estaba hablando de George y de su obra, y de cómo el poeta buscaba inspiración sentado en su casa de Stromness mientras aquel pueblo de pescadores era golpeado por el océano y las galernas del Atlántico Norte. Atizaba el fuego de madera de turba en su chimenea, se sentaba tranquilamente y «le preguntaba al silencio».
El valor del silencio
Desde aquel momento siempre he llevado conmigo la expresión «preguntarle al silencio», como un mantra insonoro. El silencio es algo tan obvio, tan disponible, tan cotidiano. La mayor parte del tiempo no lo valoramos ni nos molestamos en llamarlo así; y sin embargo es del silencio de donde surgen la paz, la creatividad, el autoconocimiento, la fuerza interior e incluso el poder. Imaginarme a George «preguntándole al silencio» me ayuda a repasar mi propia experiencia de la soledad y la quietud, de la oración y la meditación, bajo una nueva luz. El silencio: ese compañero al alcance de la mano.
Todos tenemos una gran capacidad para pasar por alto lo evidente en la vida, para no reconocer lo que es tranquilo y bueno. Tal vez el ajetreo y la confusión del mundo, tanto a nuestro alrededor como también en nuestro interior, el ruido y el trajín de la vida moderna, el estrés, el tiempo, que cada vez se acelera más... todo eso hace que para nuestra generación sea más difícil apreciar el valor del silencio de lo que lo era para nuestros antepasados. Aunque lo más fácil sería culpar al ruido y al mundo de nuestra propia frustración, eso no nos llevaría a ninguna parte.
La Parábola del Manto
Hay una parábola de Buda que lo explica bien. La historia original se cuenta en el Sutra del loto, un texto principal de la tradición Mahayana. Un hombre rico tenía un hijo que, al llegar a la mayoría de edad, decidió irse a ver mundo y tal vez a encontrar su destino. La ansiedad oculta (o a lo mejor no tan oculta) de un padre ante este episodio de la vida familiar es universal. ¿Cómo podré proteger a mi hijo, cómo resguardarle a él o a ella de los peligros reales que hay ahí afuera? ¿Le diré que mantenga el contacto, que mande emails con asiduidad? ¿Le colaré un billete extra de cincuenta euros escondido en un calcetín para que pueda echar mano de ello en caso de emergencia? Dentro de la tradición budista, lo que el padre le da al hijo es un manto.
El manto es, evidentemente, tanto un consuelo como una protección contra el calor y el frío; un obsequio de un padre maravilloso, práctico y lleno de amor; pero lo que el hijo no sabe es que, cosido en el fondo del forro interior de ese manto, hay escondida una joya, una piedra preciosa de gran valor. Un día, quizá en un futuro lejano, cuando lleguen malos tiempos, necesitará esa joya, y el amor de su padre una vez más se despertará y le protegerá.
El silencio, la joya oculta
En el Sutra del loto, la joya oculta, que el muchacho lleva sin saberlo en el manto dondequiera que va, es la esencia de Buda, esa iluminación última que esperan todos los que siguen el camino budista en la tradición Mahayana. Es el gran despertar a un conocimiento que se encuentra más allá incluso del nirvana. Creo que el silencio en nuestras vidas es un poco como esa joya: siempre está cerca, es un secreto oculto que la mayor parte del tiempo no se reconoce, pero que está siempre disponible (si se piensa un poco), que siempre está ahí para ser apreciado y disfrutado. Para llegar a conocer el silencio no hace falta emprender un largo peregrinaje (aunque puede que peregrinar venga bien), ni superar una ordalía espiritual en un monasterio (que, de cierta manera, también puede venirles bien a determinadas personas). Podemos encontrarlo en nuestro propio barrio, de paseo o en casa. Podemos encontrarlo incluso debajo del ruido.