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Alfredo Bryce Echenique - Un mundo para Julius

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Alfredo Bryce Echenique Un mundo para Julius

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«Lo que Juanito no aprende, no lo sabrá nunca Juan.»

Refrán alemán

«Raza de Abel, raza de los justos, raza de los ricos, qué tranquilamente habláis. Es agradable, ¿no es cierto?, tener para sí el cielo y también al gendarme. Qué agradable es pensar un día como su padre y el padre de su padre...»

Jean Anouilh,

Médée, Nouvelles Pièces noires

EL PALACIO ORIGINAL
I

«Recuerdas que durante los viajes a los que nos llevaba mi madre, cuando éramos niños, solíamos escaparnos del vagón-cama para ir a corretear por los vagones de tercera clase. Los hombres que veíamos recostados en el hombro de un desconocido, en un vagón sobrecargado, o simplemente tirados por el suelo, nos fascinaban. Nos parecían más reales que las personas que frecuentaban nuestras familias. Una noche, en la estación de Tolón, regresando de Cannes a París, vimos a los viajeros de tercera bebiendo en la pequeña fuente del andén; un obrero te ofreció agua en una cantimplora de soldado; te la bebiste de un trago, y en seguida me lanzaste la mirada de la pequeñuela que acaba de realizar la primera hazaña de su vida... Hemos nacido pasajeros de primera clase; pero, a diferencia del reglamento de los grandes barcos, aquello parecía prohibirnos las terceras clases.»

Roger Vailland, Beau Masque

Julius nació en un palacio de la avenida Salaverry, frente al antiguo hipódromo de San Felipe; un palacio con cocheras, jardines, piscina, pequeño huerto donde a los dos años se perdía y lo encontraban siempre parado de espaldas, mirando, por ejemplo, una flor; con departamentos para la servidumbre, como un lunar de carne en el rostro más bello, hasta con una carroza que usó tu bisabuelo, Julius, cuando era Presidente de la República, ¡cuidado!, no la toques, está llena de telarañas, y él, de espaldas a su mamá, que era linda, tratando de alcanzar la manija de la puerta. La carroza y la sección servidumbre ejercieron siempre una extraña fascinación sobre Julius, la fascinación de «no lo toques, amor; por ahí no se va, darling». Ya entonces, su padre había muerto.

Su padre murió cuando él tenía año y medio. Hacía algunos meses que Julius iba de un lado a otro del palacio, caminando y sólito cada vez que podía. Se escapaba hacia la sección servidumbre del palacio que era, ya lo hemos dicho, como un lunar de carne en el rostro más bello, una lástima, pero aún no se atrevía a entrar por ahí. Lo cierto es que cuando su padre empezó a morirse de cáncer, todo en Versalles giraba en torno al cuarto del enfermo, menos sus hijos que no debían verlo, con excepción de Julius que aún era muy pequeño para darse cuenta del espanto y que andaba lo suficientemente libre como para aparecer cuando menos lo pensaban, envuelto en pijamas de seda, de espaldas a la enfermera que dormitaba, observando cómo se moría su padre, cómo se moría un hombre elegante, rico y buenmozo. Y Julius nunca ha olvidado esa madrugada, tres de la mañana, una velita a Santa Rosa, la enfermera tejiendo para no dormirse, cuando su padre abrió un ojo y le dijo pobrecito, y la enfermera salió corriendo a llamar a su mamá que era linda y lloraba todas las noches en un dormitorio aparte, para descansar algo siquiera, ya todo se había acabado.

Papá murió cuando el último de los hermanos en seguir preguntando, dejó de preguntar cuándo volvía papá de viaje, cuando mamá dejó de llorar y salió un día de noche, cuando se acabaron las visitas que entraban calladitas y pasaban de frente al salón más oscuro del palacio (hasta en eso había pensado el arquitecto), cuando los sirvientes recobraron su mediano tono de voz al hablar, cuando alguien encendió la radio un día, papá murió.

Nadie pudo impedir que Julius se instalara prácticamente a vivir en la carroza del bisabuelo-presidente. Ahí se pasaba todo el día, sentado en el desvencijado asiento de terciopelo azul con ex-ribetes de oro, disparándoles siempre a los mayordomos y a las amas que tarde tras tarde caían muertos al pie de la carroza, ensuciándose los guardapolvos que, por pares, la señora les había mandado comprar para que no estropearan sus uniformes, y para que pudieran caer muertos cada vez que a Julius se le antojaba acribillarlos a balazos desde la carroza. Nadie le impedía pasarse mañana y tarde metido en la carroza, pero a eso de las seis, cuando empezaba ya a oscurecer, venía a buscarlo una muchacha, una que su mamá, que era linda, decía hermosa la chola, debe descender de algún indio noble, un inca, nunca se sabe.

La chola que podía ser descendiente de un inca, sacaba a Julius cargado en peso de la carroza, lo apretaba contra unos senos probablemente maravillosos bajo el uniforme, y no lo soltaba hasta llegar al baño del palacio, al baño de los niños más pequeños, sólo el de Julius, ahora. Muchas veces tropezó la chola con los mayordomos o con el jardinero que yacían muertos alrededor de la carroza, para que Julius, Jesse James o Gary Cooper según el día, pudiese partir tranquilo a bañarse.

Y ahí en el baño empezó a despedirse de él su madre, dos años después de la muerte de su padre. Lo encontraba siempre de espaldas, parado frente a la tina, desnudo con el pipí al aire pero ella no se lo podía ver, contemplando la subida de la marea en esa tina llena de cisnes, gansos y patos, una tina enorme, como de porcelana y celeste. Su mamá le decía darling, él no volteaba, le daba un beso en la nuca y partía muy linda, mientras la hermosa chola adoptaba posturas incomodísimas para meter el codo y probar la temperatura del agua, sin caerse a lo que bien podía ser una piscina de Beverly Hills.

Y a eso de las seis y media de la tarde, diariamente, la chola hermosa cogía a Julius por las axilas, lo alzaba en peso y lo iba introduciendo poco a poco en la tina. Los cisnes, los patos y los gansos lo recibían con alegres ondulaciones sobre la superficie del agua calentita y límpida, parecían hacerle reverencias. Él los cogía por el cuello y los empujaba suavemente, alejándolos de su cuerpo, mientras la hermosa chola se armaba de toallitas jabonadas y jabones perfumados para niños, y empezaba a frotar dulce, tiernamente, con amor el pecho, los hombros, la espalda, los brazos y las piernas del niño. Julius la miraba sonriente y siempre le preguntaba las mismas cosas; le preguntaba, por ejemplo: «¿Y tú de dónde eres?», y escuchaba con atención cuando ella le hablaba de Puquio, de Nazca camino a la sierra, un pueblo con muchas casas de barro. Le hablaba del alcalde, a veces de brujos, pero se reía como si ya no creyera en eso, además hacía ya mucho tiempo que no subía por allá. Julius la miraba atentamente y esperaba que terminara con una explicación para hacerle otra pregunta, y otra y otra. Así todas las tardes mientras sus hermanos, en los bajos, acababan sus tareas escolares y se preparaban para comer.

Sus hermanos comían ya en el comedor verdadero o principal del palacio, un comedor inmenso y lleno de espejos, al cual la chola hermosa traía siempre cargado a Julius, para que le diera un beso con sueño a su padre, primero, y luego, al otro extremo de la mesa, toda una caminata, el último besito del día a su madre que siempre olía riquísimo. Pero esto cuando tenía meses, no ahora en que sólito se metía al comedor principal y pasaba largos ratos contemplando un enorme juego de té de plata, instalado como cúpula de catedral en una inmensa consola que el bisabuelo-presidente había adquirido en Bruselas. Julius no alcanzaba la tetera brillantemente atractiva, siempre probaba y nada. Por fin un día logró alcanzarla pero ya no aguantaba más en punta de pies, total que no la soltó a tiempo y la tetera se vino abajo con gran estrépito, le chancó el pie, se abolló, en fin, fue toda una catástrofe y desde entonces no quiso volver a saber más de juegos de té de plata en comedores principales o verdaderos de palacios. En ese comedor que, además del juego de té y los espejos, tenía vitrinas de cristal, alfombra persa, vajilla de porcelana y la que nos regaló el Presidente Sánchez Cerro una semana antes de que lo mataran, ahí comían ahora sus hermanos.

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