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Alfredo Bryce Echenique - Permiso para vivir

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Alfredo Bryce Echenique Permiso para vivir

Permiso para vivir: resumen, descripción y anotación

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De Malraux recoge Bryce Echenique el término «antimemorias» para calificar lo que no solo es un «Permiso para vivir», sino también un permiso para contar múltiples peripecias vitales por orden de azar y a su manera y cómo la educación ha sido siempre muy poca cosa para alguien que se empeña en aprender únicamente a costa suya. ¿Cómo transcurrirá la vida de un hombre que, desde niño, prefirió siempre jugar la primera mitad de un partido de fútbol en un equipo y la segunda en el otro? El resultado es un escritor que se apresura a reírse de todo ante el temor de que todo le haga llorar y que entre dos angustias opta siempre por el humor en su afán de relativizar el dramatismo de la finitud humana y de trascenderlo por vía de la paradoja. Como Martín Romaña, personaje de una de sus más conocidas novelas, estas «antimemorias» nos dicen constantemente hasta qué punto su autor es un solitario que ha vivido en excelente compañía y que el infierno son los demás, pero también el paraíso. Cualquier sistema es, para Bryce Echenique, una camisa de fuerza cuando se insiste en él de una manera total y carente de humor. La vida es contradictoria, multilateral, diversa, divertida, trágica y con momentos de belleza terrible para quien, empachado de ironía, va de un lugar a otro y de afecto en afecto como un náufrago de boya en boya. «Permiso para vivir» es obra de un entreverador de lo lúdico y lo profundo. Una y otra vez lo cómico anula de un modo inocuo la grandeza y la dignidad, colocándonos sobre el terreno seguro de la realidad. Pero su autor recurre también a lo grotesco cuando destruye los órdenes existentes, haciéndonos perder pie, y sabe muy bien que el precio de la lucidez es el desasosiego, y el pago de la honradez un permanente desajuste agravado por el desarraigo de sentir como latinoamericano y tener gustos europeos. Pero aun esto lo desmitifica un autor para el cual lo fácil es contar una tormenta en alta mar y el verdadero desafío consiste en saber contarnos una tempestad en una copa de vino. Tal cosa solo es posible cuando se ejerce un individualismo feroz y se trata a todas las tribus con igual ironía. Cuando el desclasamiento de una vida que transcurre en mundos a menudo opuestos obliga a observar e imaginar. «Permiso para vivir» es un libro que está contra la confidencia y a favor de la confesión. Solo esta le permite demoler pirámides hasta reducirlas a los miserables escombros que constituyen una vida humana. Su autor afirma que nosotros somos las Justines de Lawrence Durrell y de este mundo cuando nos parecemos «a esos seres consagrados a dar toda una serie de caricaturas y máscaras salvajes de sí mismos. Esto es muy común entre la gente solitaria, entre esa gente que siente que su verdadera persona jamás hallará correspondencia alguna en otra persona». Y así, sin querer queriendo, como cuenta Bryce Echenique que empezó este libro tan despiadado como lleno de humor y ternura, logra darnos toda una imagen de su vida sentimental e intelectual en la que sin solución de continuidad se suceden países, personajes y acontecimientos en un desorden temporal tan rico y variado como los vaivenes de una memoria desacralizadora.

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SECCIÓN EPÍGRAFES VARIOS Y CONTRADICTORIOS

Voy en busca de la isla —jamás del tiempo— perdida.

PENTADIUS (s. IV).

El principal deber de un revolucionario

es impedir que las revoluciones lleguen a ser lo que son.

EDUARDO LIZALDE

Aquí se queda la clara

la entrañable transparencia

de tu querida presencia

comandante Che Guevara.

Guajira de CARLOS PUEBLA

Para servir mejor a aquellos que se ama, a menudo

hay que correr el riesgo de separarse de ellos.

JEAN GHÉHENO

Yo no puedo pertenecer a un club que acepta como miembro a un tipo como yo.

GROUCHO MARX

NOTA DEL AUTOR

Esta segunda parte debió integrarse en la primera, pues también fue recordada e iniciada «por orden de azar». Sucedió, como sucede a menudo con un breve relato (Un mundo para Jullus fue concebido como un cuento que luego llegó a unas 600 páginas sin que se hubiese contado nunca ese cuento que, además, ya era totalmente innecesario agregar al final, ni siquiera como breve epílogo). Yo quise escribir cinco capítulos basados en los cinco viajes que hice a Cuba en la década de los 80. En fin, lo sabemos por la canción aquella «son las cosas del querer…». Y me salieron todos estos capítulos.

I. Por orden de azar
II. Cuba a mi manera

ALFREDO BRYCE ECHENIQUE Lima Perú 1939 Realiza sus estudios primarios y - photo 1

ALFREDO BRYCE ECHENIQUE (Lima, Perú, 1939.) Realiza sus estudios primarios y secundarios en colegios regidos por profesores norteamericanos e ingleses. En la peruana Universidad Nacional Mayor de San Marcos obtiene los títulos de abogado y Doctor en Letras, después de lo cual, en 1964, se traslada a Europa y reside en Francia, Italia, Grecia y Alemania. De regreso a París, trabaja como profesor en las universidades de Nanterre, La Sorbona y Vincennes. En 1980 pasa a Montpellier en calidad de profesor de Literatura y Civilización Latinoamericana, en la Universidad Paul Valéry. Deja definitivamente Francia en 1984 y en la actualidad reside en España.

Bryce Echenique es uno de los autores hispanoamericanos más traducidos del momento. En su extensa obra destacan libros de cuentos tan importantes como La felicidad ja ja, Huerto cerrado y Magdalena peruana y novelas como Un mundo para Julius, Tantas veces Pedro, La vida exagerada de Martin Romaña, La última mudanza de Felipe Carrillo, Dos señoras conversan y El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz. Ha publicado también un libro de viajes y textos periodísticos reunidos bajo el nombre de Crónicas personales, al que ahora se añade Permiso para vivir.

NOTA DEL AUTOR QUE RESBALA EN CAPÍTULO PRIMERO

Empecé, sin querer queriéndolo casi, a escribir estas «antimemorias» en Barcelona, en 1986. Hacía poco más de un año que me había instalado en España, dispuesto a empezar una nueva vida, una vida realmente nueva y distinta. Para empezar, había abandonado mi modus vivendi habitual, o sea la enseñanza universitaria. Debía vivir, a partir de entonces, exclusivamente de la misma máquina de escribir con la que ahora redacto estas páginas y con la que desde entonces he redactado varios libros, muchísimos artículos periodísticos y las conferencias que, por temporadas, salgo a dar por otras ciudades de España o por otros países. Y había planificado mi vida de la siguiente manera, ad infinitum: siete u ocho meses de trabajo intenso en España y cuatro o cinco meses de vacaciones intensas en el Perú.

Casi la mitad de mi vida había transcurrido en Europa, por entonces, y esto, por supuesto, produce adicción. De ahí que lo que empezó siendo casi un exilio forzado por la oposición de mi padre a que fuera escritor se hubiese ido transformando en agradable condición de exiliado, con «esta i, de rigurosa estirpe académica (que) añade al exilio una condición de aristocracia o de rigor», según ese excelente escritor y amigo cubano que es Severo Sarduy. En fin, algo tan distinto al exilado, al emigrado, al refugiado, al apátrida… ¿Apátrida yo? Jamás de los jamases. Todo estaba perfectamente bien planificado por primera vez en mi vida: cuatro o cinco meses de intensas vacaciones bien ganadas y merecidas en el Perú de mis amores y dolores. Cuatro o cinco meses para, literalmente, comerme y beberme todas mis nostalgias, todas mis ausencias, a mis familiares y a mis amigos.

Pero Dios sabe hasta qué punto, cuando escribo una novela o un cuento, incluso un artículo periodístico o alguna conferencia, el plan inmediatamente se me congela, congela el libro y, lo que es peor, me congela a mí. Vivir de verano en verano, trabajando en España y viviendo sin vivir ahí, en el Perú, también fue un plan que se me congeló muy pronto y, aunque al Perú voy más que nunca, pero muchas veces en invierno y por mucho menos tiempo y bebida de lo inicialmente planeado en mi nueva vida, entre otras cosas porque sí hay males que duran más de cien años pero me consta que no hay cuerpo que los resista más de cincuenta, también he ido descubriendo poco a poco, como mi amigo Sarduy, que finalmente he pasado de la académica y elegantosa condición de exiliado con i, a la mucho más humilde y, a lo mejor sabia, condición de quedado. Creo francamente que Sarduy y yo nos parecemos un poco a aquel tan egotista personaje de Lorenzo Palla, en La Cartuja de Parma se pasa la vida gritando que es un hombre libre, mientras le prueba a medio mundo con su vida y su muerte que es esclavo de una pasión. Como en la canción Valentina, una pasión me domina y es la que me hizo venir… a Madrid.

Claro que, como todos los peruanos, tengo algo de Vallejo empozado en el alma. Y basta con verme pasar por el Cementerio del Presbítero Maestro, en mi Lima natal. Lo tengo visto y aprendido desde niño: por eso ahora corro, me agito, me desespero, me como un cebiche con su cerveza bien helada y un poeta joven que me escuche: en esa repostería de la vida está, al lado de íntegra mi familia hasta donde le alcanzó a mi abuelo para comprar panteones y tumbas, mi lugar en la única democracia perfecta que hasta hoy nos ha sido dada. Felizmente que existe aquello de las cenizas ya y sale más barato y, sobre todo, mucho menos dramático. Tan poco dramático, en realidad, que muy pronto todos los muertos empezarán a no ser necesariamente buenos y honrados, dentro del catálogo de mentiras universales. Serán che sarà, sarà y nada más. Y se podrá mandar una urnita a Lima sin molestar a nadie y barato, además, conservándose otra urnita donde mi esposa, mi agente literario, mis hermanos o mi perro, decidan.

Me he detenido en este esfuerzo de desdramatización por lo dramáticos que solemos ser los peruanos. No quisiera que, como sucedió con la esposa peruana de aquel compatriota más adinerado que afincado en Cataluña, partan en dos mi patriótico cadáver, para enseguida enviar 89 centímetros (este sería mi caso) al Presbítero Maestro y dejar los otros 89 en esta Europa que tanto me ha dado y en esta España que tanto amo. Porque es verdad lo que dijo el poeta: los peruanos hemos sido siempre totalmente incapaces de ser argentinos hasta la muerte pero también de lograr establecer diferencia alguna entre un clásico desnudo griego y un miserable calato peruano. Como dicen los mexicanos al explicar lo que es una cerveza de barril y una de botella, «es igual, nomás que diferente».

Bueno, pero hay un par de preguntas que siguen pendientes: ¿Por qué empezar a escribir unas antimemorias (o sea lo único que pueden ser unas memorias hoy, según mi recién releído Malraux, que me ha convencido) en el momento en que se empieza una nueva vida, se compra y se usa una bicicleta de salón todos los días, se abstemia uno y tiene recién cuarenta y seis años? ¿Por qué publicarlas, o empezar a publicarlas —espero— cuando se está viviendo una segunda nueva vida en Madrid, se compra y se usa un remo de salón todos los días, se terminó de abstemiar uno y recién anda por los

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