SECCIÓN EPÍGRAFES VARIOS Y CONTRADICTORIOS
Voy en busca de la isla —jamás del tiempo— perdida.
PENTADIUS (s. IV).
El principal deber de un revolucionario
es impedir que las revoluciones lleguen a ser lo que son.
EDUARDO LIZALDE
Aquí se queda la clara
la entrañable transparencia
de tu querida presencia
comandante Che Guevara.
Guajira de CARLOS PUEBLA
Para servir mejor a aquellos que se ama, a menudo
hay que correr el riesgo de separarse de ellos.
JEAN GHÉHENO
Yo no puedo pertenecer a un club que acepta como miembro a un tipo como yo.
GROUCHO MARX
NOTA DEL AUTOR
Esta segunda parte debió integrarse en la primera, pues también fue recordada e iniciada «por orden de azar». Sucedió, como sucede a menudo con un breve relato (Un mundo para Jullus fue concebido como un cuento que luego llegó a unas 600 páginas sin que se hubiese contado nunca ese cuento que, además, ya era totalmente innecesario agregar al final, ni siquiera como breve epílogo). Yo quise escribir cinco capítulos basados en los cinco viajes que hice a Cuba en la década de los 80. En fin, lo sabemos por la canción aquella «son las cosas del querer…». Y me salieron todos estos capítulos.
I. Por orden de azar
II. Cuba a mi manera
ALFREDO BRYCE ECHENIQUE (Lima, Perú, 1939.) Realiza sus estudios primarios y secundarios en colegios regidos por profesores norteamericanos e ingleses. En la peruana Universidad Nacional Mayor de San Marcos obtiene los títulos de abogado y Doctor en Letras, después de lo cual, en 1964, se traslada a Europa y reside en Francia, Italia, Grecia y Alemania. De regreso a París, trabaja como profesor en las universidades de Nanterre, La Sorbona y Vincennes. En 1980 pasa a Montpellier en calidad de profesor de Literatura y Civilización Latinoamericana, en la Universidad Paul Valéry. Deja definitivamente Francia en 1984 y en la actualidad reside en España.
Bryce Echenique es uno de los autores hispanoamericanos más traducidos del momento. En su extensa obra destacan libros de cuentos tan importantes como La felicidad ja ja, Huerto cerrado y Magdalena peruana y novelas como Un mundo para Julius, Tantas veces Pedro, La vida exagerada de Martin Romaña, La última mudanza de Felipe Carrillo, Dos señoras conversan y El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz. Ha publicado también un libro de viajes y textos periodísticos reunidos bajo el nombre de Crónicas personales, al que ahora se añade Permiso para vivir.
NOTA DEL AUTOR QUE RESBALA EN CAPÍTULO PRIMERO
Empecé, sin querer queriéndolo casi, a escribir estas «antimemorias» en Barcelona, en 1986. Hacía poco más de un año que me había instalado en España, dispuesto a empezar una nueva vida, una vida realmente nueva y distinta. Para empezar, había abandonado mi modus vivendi habitual, o sea la enseñanza universitaria. Debía vivir, a partir de entonces, exclusivamente de la misma máquina de escribir con la que ahora redacto estas páginas y con la que desde entonces he redactado varios libros, muchísimos artículos periodísticos y las conferencias que, por temporadas, salgo a dar por otras ciudades de España o por otros países. Y había planificado mi vida de la siguiente manera, ad infinitum: siete u ocho meses de trabajo intenso en España y cuatro o cinco meses de vacaciones intensas en el Perú.
Casi la mitad de mi vida había transcurrido en Europa, por entonces, y esto, por supuesto, produce adicción. De ahí que lo que empezó siendo casi un exilio forzado por la oposición de mi padre a que fuera escritor se hubiese ido transformando en agradable condición de exiliado, con «esta i, de rigurosa estirpe académica (que) añade al exilio una condición de aristocracia o de rigor», según ese excelente escritor y amigo cubano que es Severo Sarduy. En fin, algo tan distinto al exilado, al emigrado, al refugiado, al apátrida… ¿Apátrida yo? Jamás de los jamases. Todo estaba perfectamente bien planificado por primera vez en mi vida: cuatro o cinco meses de intensas vacaciones bien ganadas y merecidas en el Perú de mis amores y dolores. Cuatro o cinco meses para, literalmente, comerme y beberme todas mis nostalgias, todas mis ausencias, a mis familiares y a mis amigos.
Pero Dios sabe hasta qué punto, cuando escribo una novela o un cuento, incluso un artículo periodístico o alguna conferencia, el plan inmediatamente se me congela, congela el libro y, lo que es peor, me congela a mí. Vivir de verano en verano, trabajando en España y viviendo sin vivir ahí, en el Perú, también fue un plan que se me congeló muy pronto y, aunque al Perú voy más que nunca, pero muchas veces en invierno y por mucho menos tiempo y bebida de lo inicialmente planeado en mi nueva vida, entre otras cosas porque sí hay males que duran más de cien años pero me consta que no hay cuerpo que los resista más de cincuenta, también he ido descubriendo poco a poco, como mi amigo Sarduy, que finalmente he pasado de la académica y elegantosa condición de exiliado con i, a la mucho más humilde y, a lo mejor sabia, condición de quedado. Creo francamente que Sarduy y yo nos parecemos un poco a aquel tan egotista personaje de Lorenzo Palla, en La Cartuja de Parma se pasa la vida gritando que es un hombre libre, mientras le prueba a medio mundo con su vida y su muerte que es esclavo de una pasión. Como en la canción Valentina, una pasión me domina y es la que me hizo venir… a Madrid.
Claro que, como todos los peruanos, tengo algo de Vallejo empozado en el alma. Y basta con verme pasar por el Cementerio del Presbítero Maestro, en mi Lima natal. Lo tengo visto y aprendido desde niño: por eso ahora corro, me agito, me desespero, me como un cebiche con su cerveza bien helada y un poeta joven que me escuche: en esa repostería de la vida está, al lado de íntegra mi familia hasta donde le alcanzó a mi abuelo para comprar panteones y tumbas, mi lugar en la única democracia perfecta que hasta hoy nos ha sido dada. Felizmente que existe aquello de las cenizas ya y sale más barato y, sobre todo, mucho menos dramático. Tan poco dramático, en realidad, que muy pronto todos los muertos empezarán a no ser necesariamente buenos y honrados, dentro del catálogo de mentiras universales. Serán che sarà, sarà y nada más. Y se podrá mandar una urnita a Lima sin molestar a nadie y barato, además, conservándose otra urnita donde mi esposa, mi agente literario, mis hermanos o mi perro, decidan.
Me he detenido en este esfuerzo de desdramatización por lo dramáticos que solemos ser los peruanos. No quisiera que, como sucedió con la esposa peruana de aquel compatriota más adinerado que afincado en Cataluña, partan en dos mi patriótico cadáver, para enseguida enviar 89 centímetros (este sería mi caso) al Presbítero Maestro y dejar los otros 89 en esta Europa que tanto me ha dado y en esta España que tanto amo. Porque es verdad lo que dijo el poeta: los peruanos hemos sido siempre totalmente incapaces de ser argentinos hasta la muerte pero también de lograr establecer diferencia alguna entre un clásico desnudo griego y un miserable calato peruano. Como dicen los mexicanos al explicar lo que es una cerveza de barril y una de botella, «es igual, nomás que diferente».
Bueno, pero hay un par de preguntas que siguen pendientes: ¿Por qué empezar a escribir unas antimemorias (o sea lo único que pueden ser unas memorias hoy, según mi recién releído Malraux, que me ha convencido) en el momento en que se empieza una nueva vida, se compra y se usa una bicicleta de salón todos los días, se abstemia uno y tiene recién cuarenta y seis años? ¿Por qué publicarlas, o empezar a publicarlas —espero— cuando se está viviendo una segunda nueva vida en Madrid, se compra y se usa un remo de salón todos los días, se terminó de abstemiar uno y recién anda por los