Annotation
Cuando Eleanora Holiday, más conocida por Billie, o Lady Day para los amigos, murió en un hospital de Nueva York en 1959, dejaba tras de sí una de las carreras más míticas y deslumbrantes de la historia del jazz. Desde los miserables inicios en Baltimore, los primeros trabajos como criada, el intento de violación a los diez años, la prostitución, la discriminación racial, la drogadicción, los múltiples pleitos y estancias en la cárcel, el engaño por parte de casi todos los hombres que la trataron, su vida aparece jalonada por una serie de episodios que fraguaron su leyenda. Billie Holiday nos cuenta con conmovedora sinceridad en estas memorias -escritas en colaboración con su amigo y pianista William Dufty-, en las que también se revive la más esplendorosa época del jazz en los clubes de Harlem, la radio y los estudios de grabación, las giras maratonianas y las jam-sessions al lado de músicos legendarios como, entre otros, Duke Ellington, Louis Amstrong, Benny Goodman, Count Basie, Lester Young o Artie Shaw.
Billie Holiday
LADY Sings the blues
Traducción de Iris Menéndez
TUSQUETS
Editores
1. a edición: diciembre 1988. En Cuadernos Ínfimos
2. a edición: febrero 1991. En Colección Andanzas
© Eleanora Fagan and William F. Dufty, 1956
© de la ilustración de la tapa: Loredano, 1988 © de la traducción: Iris Menéndez, 1988
© de la discografía: Jazz Collectors, Pje. Forasté, 4 bis, 08022 Barcelona
Diseño de la colección: Guillemot-Navares
Reservados todos los derechos de esta edición para
Tusquets Editores, S.A. —Iradier, 24, bajos— 08017 Barcelona
ISBN: 84-7223-196-8
Depósito legal: B. 349-1991
Fotocomposición: Foinsa —Gran Vía, 569— 08011 Barcelona Impreso sobre papel Offset-F Crudo de Leizarán, S.A. —Guipúzcoa Libergraf, S.A.—Constitución, 19 —08014 Barcelona Impreso en España
Índice
Capítulo 1 (Some Other Spring)
Capítulo 2 (Ghost of Yesterdays)
Capítulo 3 (Painting the Town Red)
Capítulo 4 (If My Heart Could Only Talk)
Capítulo 5 (Getting Some Fun Out of Life)
Capítulo 6 (Things Are Looking Up)
Capítulo 7 (Good Moming, Heartache)
Capítulo 8 (Trav’lin Light)
Capítulo 9 (Sunny Side of the Street)
Capítulo 10 (The Moon Looks Down and Laughs)
Capítulo 11 (I Can’t Get Started)
Capítulo 12 (Mother’s Son-in-Law)
Capítulo 13 (One Never Knows)
Capítulo 14 (I’m Pulling Through)
Capítulo 15 (The Same Old Story)
Capítulo 16 (Too Hot for Words)
Capítulo 17 (Don’t Know if I’m Coming or Going)
Capítulo 18 (Trav’lin’All Alone)
Capítulo 19 (I’ll Get By)
Capítulo 20 (No-Good Man)
Capítulo 21 (Where Is the Sun?)
Capítulo 22 (I Must Have That Man)
Capítulo 23 (Dream of Life)
Capítulo 24 (God Bless the Child)
Discografía selecta
1 Some other spring
Mamá y papá eran un par de críos cuando se casaron. Él tenía dieciocho años, ella dieciséis y yo tres.
Mamá trabajaba de criada en casa de una familia blanca. Cuando descubrieron que iba a tener un bebé, la echaron. La familia de papá también estuvo a punto de tener un ataque al enterarse. Era gente de buena sociedad y nunca habían oído hablar de cosas semejantes en su barrio de East Baltimore.
Pero esos dos chicos eran pobres. Y cuando eres pobre creces deprisa.
Es un milagro que mi madre no fuera a parar al correccional y yo a la inclusa. Pero Sadie Fagan me quiso desde que yo sólo era un suave puntapié en sus costillas mientras ella fregaba suelos. Se presentó en el hospital e hizo un trato con la jefa. Le dijo que fregaría los suelos y atendería a las golfas que estaban allí para tener a sus hijos, costeando así su parte y la mía. Y lo cumplió. Aquel miércoles 7 de abril de 1915, cuando yo nací en Baltimore, mamá tenía trece años.
Al acabar su compromiso con el hospital y llevarme a casa de sus parientes, yo era tan grande y lista que sabía estar sentada en un cochecito. Papá hacía lo que entonces hadan todos los chicos: repartía periódicos a domicilio, hacía recados, iba a la escuela. Un día pasó junto a mi cochecito, me alzó y se puso a jugar conmigo. Su madre lo vio y se acercó vociferando. Se lo llevó a rastras y dijo:
—Clarence, deja de jugar con ese bebé. Todo el mundo va a pensar que es tuyo.
—Pero es mío, madre —respondió él. Cuando le dio esa respuesta su madre tuvo un ataque de verdad. Mi padre sólo tenía quince años y todavía usaba pantalones cortos. Quería ser músico y tomaba lecciones de trompeta. Pasaron casi tres años hasta que se puso los pantalones largos, para la boda.
Poco después del casamiento nos mudamos a la vieja casita de Durham Street, en Baltimore. Mamá había trabajado de criada más al norte, en Nueva York y en Philly. Allí vio que todos los ricos tenían gas y luz eléctrica, y decidió que ella también los tendría. De modo que ahorró sus salarios para cuando llegara el momento. Y cuando nos trasladamos a Durham Street, fuimos la primera familia del barrio que tuvo gas y electricidad.
Los vecinos se subieron por las paredes cuando mamá instaló el gas. Dijeron que poner tuberías bajo tierra haría salir a las ratas. Tenían razón: Baltimore es famosa por sus ratas.
Papá siempre quiso tocar la trompeta, pero nunca tuvo la oportunidad. Antes de que lográramos comprarla, el Ejército lo cogió y lo embarcó a ultramar. Tuvo la mala suerte de ser uno de los que respiraron gases tóxicos, lo que le estropeó los pulmones. Sospecho que si hubiera tocado el piano le habrían dado en las manos.
Haber inhalado gases tóxicos puso fin a sus esperanzas de ser trompetista, pero fue el inicio de una carrera de éxito con la guitarra. Comenzó a estudiarla en París. Y fue una suerte que lo hiciera, porque le evitó venirse abajo a su vuelta a Baltimore. Tenía que ser músico. A su regreso trabajó como un burro y finalmente consiguió colocarse con los McKinney’s Cotton Pickers. Pero las giras con esa banda fueron el principio del fin de nuestra vida como familia. Baltimore se convirtió simplemente en otra parada más de una noche.
Mientras papá estuvo en el extranjero, durante la guerra, mamá trabajó en una fábrica que hacía monos de trabajo y uniformes para el ejército. Cuando papá empezó a salir de gira no había trabajos de guerra y mamá calculó que le iría mejor yéndose al norte como sirvienta. Tuvo que dejarme con mis abuelos, que vivían en una casita vieja y pobre con mi prima Ida, sus dos hijos pequeños —Henry y Elsie— y mi bisabuela.
En esa casita vivíamos todos amontonados como sardinas en lata. Yo tenía que dormir en la misma cama que Henry y Elsie, y Henry solía mojarla todas las noches. Eso me enloquecía y a veces me levantaba y permanecía sentada en una silla durante horas. Por la mañana entraba mi prima Ida, miraba la cama, me acusaba de haberme meado y me pegaba. Cuando estaba alterada me daba unas palizas terribles. No un correazo ni una azotaina en el trasero, sino puñetazos o latigazos.
No me comprendía, sencillamente. Otros chicos, cuando hacían algo malo, se escabullían con mentiras. Pero si yo hacía algo malo, enseguida lo reconocía. Ella perdía los estribos, me llamaba pecadora y me decía que jamás valdría nada. Nunca se atrevió a decirle a mi madre que yo aparecería en casa con un bebé y deshonraría a la condenada familia, como había hecho ella. Una vez me oyó decir «maldición» y le pareció tan pecaminoso que me arrojó un tarro con almidón caliente. Pero erró el tiro, porque me agaché.
Siempre encontraba defectos a todo lo que yo hacía, pero nunca se fijaba en Henry. Era su hijo y no podía hacer nada malo. Una noche, cuando me harté de que me pegara porque él mojaba la cama, convencí a Elsie de que durmiéramos las dos en el suelo. A ella le dio miedo. Hacía frío y pensó que podíamos congelarnos.