JANA LEO (Madrid, 1965) es doctora en Filosofía y Letras, máster en Teoría del Arte y Estética por la Universidad Autónoma de Madrid y máster en Arquitectura por la Universidad de Princeton, en Estados Unidos. Fue profesora de proyectos y de conceptos avanzados en Arquitectura en la Universidad Cooper Union en Nueva York durante siete años. Es autora de El viaje sin distancia. Perversiones del tiempo, el espacio y el dinero ante el límite en la cultura contemporánea. En Violación Nueva York, traducido en 2017 y publicado como Rape New York por Book Works, Londres, en 2009, y por Feminist Press, Nueva York, en 2011, dibuja el estado mental de una violación revisando los mitos de la misma y analiza el trasfondo de la agresión sexual, los vacíos en el sistema judicial y la relación entre gentrificación, desalojo y violación. En 2018 prologó la edición española de No es para tanto. Notas sobre la cultura de la violación, coordinado por Roxane Gay.
A Celina Alvarado
PRÓLOGO
Violación Nueva York describe la experiencia que viví de secuestro y violación en mi apartamento, y cuenta lo que pasó en mi vida durante los seis años siguientes. A través de mis reflexiones sobre lo ocurrido, Violación Nueva York examina el escenario de la cultura predatoria por excelencia: la ciudad de Nueva York.
Inmediatamente después de la violación, hice una foto de las arrugas que quedaron en las sábanas sobre las que me violaron. Recogí pruebas de la saliva del agresor: un vaso de plástico, colillas. Al día siguiente, frente el espejo del baño, y asustada por los cambios que vi en mi rostro, me tomé una fotografía que mostraba el estado de alienación que reflejaba mi cara tras la violación. Volví al edificio en el que me violaron y fotografié el posible recorrido del violador desde la azotea hasta mi cama. En los años siguientes, recopilé información sobre las investigaciones y archivé todos los documentos relacionados con la violación.
Durante las dos horas que estuve secuestrada, e incluso mientras me violaba, memoricé cada detalle de la fisionomía del violador. En las semanas posteriores, como temía que el violador pudiera volver, diseccioné esas dos horas minuto a minuto, analicé cada una de sus palabras, movimientos y cambios en su tono de voz para anticiparme a sus acciones, tanto para protegerme a mí misma como para facilitar su captura.
A lo largo de los años, seguí analizando esas dos horas. Apliqué un método tomado de la criminología. Estudié cada gesto del comportamiento del violador según patrones psicológicos y traté de estudiar los incentivos y motivos que le condujeron a la violación. Analicé estadísticas y descubrí unas pautas fijas de actuación. Fue así como logré establecer la relación existente entre la geografía del delito y la violencia sexual: entre la discriminación racial, la exclusión económica y la violación; entre la especulación inmobiliaria y la violación.
La violación ocurrió el 25 de enero de 2001 entre las 13.00 y las 15.00 h en el apartamento 29 del 408 de la calle 129 Oeste, en Harlem. Los procedimientos legales por esta causa finalizaron el año 2007. Tanto el agresor como el casero de mi piso fueron declarados culpables y encarcelados; el primero, por violación; el segundo, por fraude.
UNA VIOLACIÓN «NO VIOLENTA»
—¡Qué susto me has dado!
Lo dije sin gritar, como si me estuviera gastando una broma.
Por un momento pensé que era el vecino de abajo, que a veces fumaba en el hueco de la escalera. Se parecía a él físicamente y aún no se me había acostumbrado la vista al pasar del sol radiante de la calle a la luz tenue del pasillo.
No me podía creer que hubiera un hombre con una pistola junto a la puerta de mi piso. Mi primera reacción fue negarlo: no iba a pasar nada malo. La segunda fue enfrentarme a la realidad de la situación e intentar bregar con ella de la mejor manera posible.
—¿Tienes algo de dinero? —me preguntó.
—Sí, creo que tengo veinte dólares.
Entró en mi casa. Cuando le vi cruzar el umbral que separaba el descansillo de la escalera, entrar en el apartamento, y luego cerrar la puerta tras de sí, me di cuenta de que mi vida cotidiana se había terminado. Aquel no era un día como cualquier otro. Era el final, el último día de mi vida, o por lo menos el último día de mi vida tal como había sido hasta entonces.
—Entra —dijo.
Empujó la puerta y la cerró con llave.
Su presencia en mi piso me hacía sentir como si me desangrara, como si el espacio se estuviera quedando sin oxígeno. Por un segundo, mientras lo veía caminar por el pasillo, sentí que me iba a caer, que la gravedad ya no podía sujetarme. El espacio se escapaba a mi control porque alguien más lo había alterado. Entrar en mi propio apartamento era entrar en otra esfera, en un mundo desconocido, regido por otras reglas, un mundo en el que me sentía totalmente extraña. Me sentía separada del mundo al que hasta entonces había pertenecido. Él era un desconocido y su presencia alteraba mi vida hasta tal punto que yo también me convertía en una desconocida, para mí misma y para los demás. En este nuevo mundo, era consciente de que en cualquier momento me podían arrebatar la vida, que había perdido el control.
Dejé la bolsa sobre una mesa del salón y busqué el monedero. Lo encontré y miré dentro.
—Tengo treinta y un dólares.
Le di treinta.
—¿Puedo quedarme uno? Es todo el dinero que tengo.
La petición, aunque quizás yo no fuera consciente en ese momento, además de indicar que no tenía nada más en casa, era un intento de mantener un mínimo control sobre mi dinero y, por ende, sobre la situación. Pedirle si podía quedarme un dólar fue el primer signo de negociación.
—Vale. Siéntate.
Me senté en el sillón rojo, que era mi sitio de descanso habitual cuando estaba en casa. Sentarme allí era un esfuerzo desesperado por simular que todo era normal. Él se sentó en diagonal a mí, en una cama que también se usaba como sofá. Agarraba la pistola con la mano que tenía apoyada en la pierna; ya no me apuntaba.
—¿Puedo coger un cigarro? —me preguntó.
—Sí, claro.
¿Por qué me pedía permiso para hacerlo si había entrado en mi casa sin preguntar? Era educado, como alguien que estuviera de visita por primera vez. Pero su corrección me confundía.
Tenía una pistola, pero me pedía permiso. ¿Estaba jugando? Y en ese caso, ¿a qué jugaba? Yo no entendía las reglas y esa desorientación me ponía nerviosa.
—¿Estás segura de que no tienes más dinero? —preguntó otra vez.
—Sí. Soy estudiante. Estudio arte en el centro y estamos a final de mes.
—¿Vives sola?
—No, vivo con mi novio.
—¿Cuándo vuelve?
—No lo sé. Nunca sé cuándo vuelve. Cada día llega a una hora distinta.
¿Por qué me preguntaba por mi novio? ¿Quería saber cuánto tiempo tenía para estar a solas conmigo? ¿Iba a esperar a que mi novio volviera a casa? Mi novio había regresado a España. No volvería hasta dentro de tres meses. Y mi nueva compañera de piso no regresaría hasta la noche, o incluso al día siguiente.
Tenía la boca seca. Necesitaba recobrar el aliento y, al mismo tiempo, probar mi libertad de movimiento, evaluar mi situación.
—¿Puedo beber agua? —pregunté.
—Sí.
Me levanté y fui a la cocina.
—¿Quieres tomar algo?
No daba crédito a las palabras que salían de mi boca. Me dirigía a él como si se tratara de un amigo que hubiera venido a verme. Eso es lo que quería hacerle creer, que era su amiga, porque él no mataría a un amigo. No mataría a una persona tan amable. No mataría a una mujer que le pregunta si quiere tomar algo. Entré en la cocina con la esperanza de que la ventana estuviera abierta. A veces, los chicos del edificio de enfrente fumaban en la escalera de incendios. Pero no había nadie. Era invierno.