INTRODUCCIÓN
E n 1937, el crítico literario británico Cyril Connolly inició la redacción de un libro acerca de una pregunta inusual: ¿cómo un escritor puede crear algo que dure diez años? En su opinión, la marca distintiva de la grandeza literaria era resistir la prueba del tiempo. Con el espectro de una guerra mundial en el horizonte, la idea de cualquier cosa que sobreviviera a un futuro incierto no carecía en absoluto de agudeza y significado.
En el volumen que escribió, Enemigos de la promesa, Connolly exploró la literatura de su tiempo y los retos permanentes de la producción del gran arte. Examinó también con franqueza por qué, siendo un escritor de talento, sus títulos anteriores no habían tenido éxito comercial. Enemigos de la promesa, un libro nada convencional, fue una sugestiva búsqueda de las preguntas que los artistas se han hecho desde siempre a sí mismos y a otros.
Si consideramos que este escritor creía que estaba calificado para determinar lo que contribuye a crear una obra duradera, enfrentamos una seductora serie de interrogantes: ¿cuál fue el destino de su trabajo? ¿Cuánto tiempo sobrevivió un libro sobre la perdurabilidad? ¿Connolly pudo dar en el blanco que se fijó? Al modo de un Babe Ruth literario, ¿lanzó finalmente la pelota en la dirección deseada?
Pese a que no fue nunca un éxito cultural, ese libro poco común soportó en definitiva guerras, revoluciones políticas, modas, divorcios, nuevos estilos (que se volvieron viejos y fueron sustituidos por otros más recientes), grandes trastornos tecnológicos y mucho más. Duró en principio una década; en 1948, diez años después de que se le publicó, tuvo su primera reimpresión, con un agregado. Se le reimprimió de nuevo sesenta años más tarde, y ahora estamos aquí hablando de él otra vez.
Connolly logró una cosa que pocos artistas consiguen: crear algo que resistiera la prueba del tiempo. Sus palabras siguen vigentes y se leen todavía. Se le citó en su momento y actualmente (en especial sus mordaces ocurrencias como “No hay peor enemigo del buen arte que una carriola en el pasillo” y “Los dioses empiezan por llamar ‘promesa’ a quien quieren destruir”). Su libro no sólo lo sobrevivió a él, sino que también a casi todo lo demás que se publicó en esa época; lo que aseguró que Connolly tuviera un grupo de devotos lectores décadas después de su muerte. Dado el tema del libro, lo que más impresiona es que tal éxito no fue accidental; resulta obvio que él lo buscó de manera consciente y lo alcanzó. Hoy, mucho tiempo más tarde, sus teorías sobre el proceso creativo mantienen su relevancia, por lo menos para mí, ya que sirvieron de inspiración para el libro que lees en este momento.
¿No es cierto acaso que todas las personas creativas nos empeñamos en alcanzar un éxito duradero? ¿En producir algo que se consuma (y venda) durante años, ingrese en el “canon” de nuestro campo o industria, se vuelva seminal y rinda dinero (e impacto) mientras nosotros dormimos, incluso después de que hemos pasado a otros proyectos?
Se ha dicho que las novelas de James Salter son “imperecederas”; un traductor del escritor disidente Alexandr Solyenitsin observó una vez que la escritura de éste posee una “actualidad inmutable”; uno de los biógrafos de Bob Dylan señaló que, aunque muchas de sus canciones tratan de sucesos memorables de los años sesenta, su música continúa viva y “trascendió su época”. ¡Qué frases! ¡Qué manera de decir lo que muchos de nosotros querríamos lograr! No sólo los músicos o escritores; en su forma más pura, también los emprendedores, diseñadores, periodistas, productores, cineastas, comediantes, blogueros, expertos, actores, inversionistas y cualquier otro sujeto que realiza trabajo creativo intentan justo eso: tener impacto y sobrevivir.
No obstante, es innegable que la mayoría de nosotros fracasamos en ese propósito. ¿Por qué? Para empezar, porque cumplirlo es muy difícil; si lo piensas mucho, podrías acabar en un manicomio. Aunque ésa no es la razón por la cual los creativos no logran realizar una obra que dure diez minutos, ya no digamos diez años; lo cierto es que no existe la posibilidad de lograrlo. En términos estratégicos, los creativos jamás tienen una oportunidad, van en la dirección equivocada, a pesar de cualquier incentivo, ejemplo, guía práctica y hasta los comentarios de los bienintencionados críticos y admiradores.
No podría ser de otro modo si los principales “líderes de opinión” y “expertos” de negocios nos engatusan con tretas y atajos que optimizan el éxito rápido y obvio. Así, los creadores analizan las listas de los libros más vendidos, cuentan el número de veces que se acciona el botón “Comparte” en las redes sociales o recaudan altas sumas de capital de inversión mucho antes de tener un modelo de negocios. Dicen hacer algo relevante, pero se comparan con cosas insignificantes y no miden su progreso en años sino en microsegundos; desean hacer algo eterno, pero se concentran en los beneficios inmediatos y la gratificación instantánea.
Muchos tomamos atajos en el proceso creativo. A pesar de que queremos ser algo más que un éxito pasajero, no nos detenemos a considerar cómo nuestro trabajo podría ser más longevo y prolongar su fecha de caducidad. En cambio, usamos como punto de referencia todo lo que es popular y llamativo, lo que está de moda y conquista altas ventas. Por ende, tenemos que producir más, comercializar mejor y agotar existencias. Ésta es una maquinaria que avanza velozmente cada día.
No es de sorprender entonces que la gente piense que el éxito creativo es imposible. Con esa mentalidad de corto plazo, prácticamente lo es.
UNA MANERA MEJOR, UN NUEVO MODELO
En cualquier industria —desde la editorial hasta la cinematográfica, restaurantera, teatral y de software—, ciertas creaciones pueden describirse como “duraderas”. Con esto quiero decir que, por mal que les haya ido durante su lanzamiento o por escaso que haya sido el público al que llegaron, esos productos tuvieron un éxito sostenido y cada vez más clientes conforme el paso del tiempo. Son los productos que consumimos más de una vez y que recomendamos a otros, incluso si ya no están de moda ni son flamantes. Por tanto, son duraderos, confiables y fuentes de dinero no reconocidos debidamente, que rinden una especie de anualidad a sus dueños. Como el oro o la tierra, suben de valor con el tiempo, porque son siempre valiosos para alguien, en algún lugar. En otras palabras, no son simplemente creaciones duraderas; son productos de venta duradera.
Tómese como ejemplo la película The Shawshank Redemption (Sueño de fuga). Pese a que fracasó en la taquilla —no se exhibió en más de mil pantallas y apenas recuperó su presupuesto de producción en la venta bruta de boletos—, en años posteriores ha generado más de 100 millones de dólares. Actores menores de esa cinta reciben cada mes un cheque de más de ochocientos dólares por derechos de distribución. Si enciendes tu televisor este fin de semana, es probable que la veas proyectada en algún canal.
Ubicado junto al Staples Center de Los Ángeles, el Original Pantry Cafe abre las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana, todo el año, desde 1924 (también es famoso porque sus puertas no tienen cerraduras). Conocido como el Pantry por sus asiduos, ha acumulado más de 33 mil días (792 mil horas) de venta de desayunos y el ocasional filete. Casi todas las mañanas, personas que quieren entrar forman una fila afuera. Lo único que ha cambiado ahí en noventa y tres años son los precios, que han aumentado con renuencia tras un siglo de inflación. Unas cuadras más allá está la Clifton’s Cafetería, que ha servido comida desde 1935 (e inspiró parte de la imaginativa personalidad de Disneylandia); de cuya pared cuelga el anuncio de luz neón más longevo de todo el mundo, el cual ha estado encendido durante más de setenta y siete años.
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