Annotation
En esta antología de dieciséis piezas inéditas, el reconocido autor de Matadero Cinco vuelve a dejarnos muestras de su carácter incorregible, de su talento incomprendido por buena parte de la crítica de la época. Inteligente, caprichosa y a menudo mordaz, la narrativa de Kurt Vonnegut ha influido a generaciones de escritores y ha creado personajes que oponen sus sueños y temores a un mundo cruel e indiferente, no exento de matices cómicos.
Mientras los mortales duermen
Mientras los mortales duermen
Kurt Vonnegut
Traducción de Jesús Gómez Gutiérrez
Todos los derechos reservados.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, transmitida o almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor.
Título original
While Mortals Sleep
Copyright © 2011, Kurt Vonnegut, Jr., Trust
This translation is published by arrangement with Delacorte Press, an imprint of The Random House Publishing Group, a división of Random House, Inc.
Primera edición: 2011
Traducción
JESÚS GÓMEZ GUTIÉRREZ
Fotografía de portada
JOSÉ LUIS SANTALLA
Copyright © EDITORIAL SEXTO PISO, S.A.
Diseño
ESTUDIO JOAQUÍN GALLEGO
Formación
QUINTA DEL AGUA EDICIONES
ISBN: 978-84-96867-94-9
Depósito legal: S. 1.494-2011
JENNY
George Castrow sólo volvía una vez al año a la sede de la General Household Appliances Company: para instalar su equipo en el armazón del nuevo modelo de frigorífico. Y cada vez que llegaba, echaba una sugerencia en el buzón de sugerencias. Siempre era la misma, «¿Porqué no se fabrica el frigorífico del año que viene con forma de mujer?», y siempre incluía el boceto de un frigorífico con forma como de mujer, con flechas que señalaban dónde iría el cajón de las verduras, el compartimento de la mantequilla, los cubitos de hielo y lo demás.
George lo llamaba el Food-O-Mamma. Todos pensaban que el Food-O-Mamma era una broma monumental porque George se pasaba todo el año en la carretera, bailando, charlando y cantando con un frigorífico con forma de frigorífico que se llamaba Jenny. George lo había diseñado y fabricado cuando era un recién llegado al Laboratorio de Investigación de la GHA.
George estaba poco menos que casado con Jenny. Vivía con ella en la parte trasera de una camioneta que estaba prácticamente llena de sus sesos electrónicos. Tenía un catre, un hornillo, un taburete de tres patas, una mesa y un armario en la parte trasera de la camioneta; y tenía un felpudo que ponía afuera cada vez que aparcaba la camioneta para pasar la noche: Jenny y George, decía. Brillaba en la oscuridad.
Jenny y George iban de concesionario en concesionario por todo Estados Unidos y Canadá. Bailaban, cantaban y hacían bromas sarcásticas hasta que reunían a un gentío en las tiendas; después, se dedicaban a vender todos los productos de la GHA que se quedaban parados a su alrededor sin hacer nada.
Jenny y George estaban en ello desde 1934. George tenía sesenta y cuatro años cuando yo salí de la universidad y entré en la empresa. AI saber del dineral que ganaba, de la vida libre que llevaba y de la forma que tenía de hacer reír y comprar electrodomésticos a la gente, supuse que era el hombre más feliz de la GHA.
Pero no llegué a conocer a Jenny y a George hasta que me trasladaron a la delegación de Indianápolis.
Una mañana recibimos un telegrama donde se decía que Jenny y George se encontraban en alguna parte de los bosques cercanos y se nos rogaba que los encontráramos y que dijéramos a George que su ex mujer estaba muy enferma. No esperaban que sobreviviera. Quería verle.
Me llevé una buena sorpresa al oír que tenía esposa, pero algunos de los empleados de mayor edad lo sabían. George sólo había vivido seis meses con ella; y luego se había marchado a la carretera con Jenny.
Su ex mujer se llamaba Nancy. Nancy se había girado literalmente hacia el mejor amigo de George y se había casado con él.
Me encargaron que localizara a Jenny y George. En la empresa nunca sabían dónde estaban. George planificaba su propio trabajo y en la empresa le dejaban hacer; sólo le seguían la pista por sus gastos y por las cartas elogiosas que recibían de distribuidores y concesionarios. Y casi todas las cartas elogiosas hablaban de una proeza nueva, que Jenny no había logrado hasta entonces.
George no la dejaba ni a sol ni a sombra. Le dedicaba todo su tiempo libre, como si su vida dependiera de lograr que Jenny fuera lo más humana posible.
Llamé a nuestro distribuidor de la zona central de Indiana, Hal Flourish. Le pregunté si conocía el paradero de Jenny y George. Rió a brazo partido y dijo que por supuesto. Jenny y George estaban en Indianápolis, afirmó. Habían ido al Hoosier Appliance Mart. Me contó que Jenny y George habían parado el tráfico de la mañana al salir a pasear por la calle North Meridian.
—Ella tenía un sombrero nuevo, un ramillete y un vestido amarillo —dijo—. Y George se había puesto de punta en blanco con un chaqué, unas polainas amarillas y un bastón. Para morirse de risa. ¿Y sabes lo que le ha hecho ahora para saber cuándo se está quedando sin batería?
— Nop —dije yo.
—Ha conseguido que bostece y se le cierren los ojos.
Jenny y George acababan de empezar su primer espectáculo de la mañana cuando llegué al Hoosier Appliance Mart. Era una mañana fantástica. George estaba en la acera, al sol, apoyado en el guardabarros de la camioneta que contenía los sesos de Jenny. Ella y él cantaban a dúo. Cantaban Indian Love Call Lo hacían muy bien. George arrancaba con Fu be calling you-hoe en su tono de áspero barítono y Jenny respondía desde la entrada del supermercado con su voz de soprano aniñada.
Sully Harris, el dueño del establecimiento, estaba junto a Jenny. Le había pasado un brazo por encima y se fumaba un puro mientras contaba a los presentes.
George llevaba el chaqué y las polainas amarillas que tanta gracia le habían hecho a Hal Flourish. Los faldones del chaqué le llegaban al suelo, los botones del chaleco blanco caían a la altura de sus rodillas; la pechera de la camisa estaba enrollada como una persiana bajo su mentón y tenía unos zapatos de pega que parecían dos pies desnudos del tamaño de unos remos de canoa y con las uñas pintadas de rojo coche de bomberos.
No obstante, Hal Flourish era de la clase de hombres que cree que todo lo supuestamente gracioso es gracioso. George no era gracioso cuando lo mirabas bien. Y yo tuve que mirarlo bien porque no estaba allí para divertirme. Le llevaba noticias tristes.
Lo miré con atención y vi a un hombre pequeño que se hacía viejo y que estaba solo en este valle de lágrimas. Vi a un hombre pequeño de nariz grande y ojos marrones que estaban hartos de algo. Pero la mayoría de la gente pensaba que era un payaso. Sólo había unas cuantas caras dispersas que veían lo mismo que yo; sus sonrisas no eran burlas a costa de George; eran sonrisas un tanto dulces y amariconadas; sonrisas que en casi todos los casos parecían preguntar cómo funcionaba Jenny.
Jenny funcionaba por radio control, y los controles se encontraban en aquellos zapatones de George: debajo de sus dedos.