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Enric Calpena - Memoria de sangre

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Enric Calpena Memoria de sangre

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MEMORIAS DE SANGRE

Enric Calpena

Traducción de Laura Paredes

Título original Memòria de sang Traducción Laura Paredes Edición en - photo 1

Título original: Memòria de sang

Traducción: Laura Paredes

Edición en formato digital: febrero de 2014

© Enric Calpena, 2014

© Ediciones B, S. A., 2014

Consell de Cent, 425-427

08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

Depósito legal: B. 2881.2014

ISBN: 978-84-9019-737-0

Conversión a formato digital: El poeta (edición digital) S. L.

Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

A Gema y a Max, con amor

El padre se sacó la navaja de debajo de la camisa, tomó la sandía y la abrió de un solo corte. Un chorro de líquido rojizo cayó sobre la mesa de madera vieja y no muy uniforme, mientras la fruta crujía como si tuviera huesos y el filo del cuchillo los hubiera roto. El padre era muy hábil con la navaja, y los malhechores del mundo tenían suerte de que fuera un hombre de talante pacífico, porque aquella habilidad con el acero podía haberlo convertido en un ser terrible.

«Tendría que haberme dedicado a hacer de asesino», decía riendo siempre que alguien se sorprendía de cómo movía la navaja.

—¡Cada sandía, un cabrón menos! —sentenció, como siempre hacía después de cortar algo—. Toma, Joanet, una tajada...

—¡No me llame Joanet, que ya soy mayor! ¡Dentro de nada cumpliré catorce!

El padre no le hizo caso. Cuando los críos tienen esta edad siempre saltan por cualquier cosa, eso lo sabe todo el mundo. Aun así, lamentó una vez más que su mujer ya no estuviera. A Misericòrdia se le daba muy bien el chico. Enseguida, con pocas palabras, con una mirada, lograba que hiciera lo que ella quería. Pero Dios jamás había dado salud a la pobre mujer, y sus últimos años habían sido cada vez más tristes. Para Ramon Gort, que su mujer se fuera apagando ante sus ojos había sido una prueba muy dura. Tardaron años en tener a Joan, y entretanto Misericòrdia abortó, por lo menos que Ramon supiera, un par de veces. Y después, no sabía muy bien por qué, ya no volvió a quedarse embarazada nunca más. Los Gort siempre habían sido muy prolíficos, él mismo había tenido ocho hermanos, a pesar de que ahora solo le quedaban cuatro, y extrañaba el ruido de una casa llena de niños. Además, su pasado de soldado y el hecho de ser el único de los Gort que no vivía en la comarca de Les Garrigues, como el resto de sus parientes, había contribuido a romper los lazos con su familia. Cuando Misericòrdia murió, el año anterior, en diciembre de 1850, pidió al cura de La Pobla de Cérvoles que comunicara por carta a sus hermanos que su mujer había fallecido. No hacía demasiado tiempo había recibido otra carta, escrita por el cura de Les Garrigues, que Joan, que sabía más que él de letras, le había leído, y que le decía con unas palabras muy convencionales que su familia sentía mucho su pérdida y que esperaban que Dios tuviera a Misericòrdia en su gloria. Requiescat in pace y amén.

—Padre... Padre...

Ramon abandonó los pensamientos a los que le había conducido el despropósito de su hijo. La sandía, el calor, el verano que estaba a punto de llegar, los olivos que se veían a través de la ventana, el viaje a Barcelona... Aquello era la realidad, aquello era lo que ahora tocaba, y su espíritu práctico y poco dado a las cavilaciones lo devolvieron al presente.

—¿Qué quieres? ¿Más sandía? Ten cuidado, no vaya a sentarte mal...

—No, no quiero más sandía, padre... Oiga..., ¿va a ir pronto a Barcelona? Es que este año es diferente, ¿no? ¿Con quién me quedaré yo? ¿Iré a casa del señor Sugrañes? Había pensado...

—¡Alto, para el carro! ¿Quién te ha dicho que vaya a ir pronto a Barcelona? Y si es así, ¿qué? Yo hago lo que me dicen, como tienes que hacer tú, ¡como tiene que hacer todo el mundo!

Joan se quedó mudo y bajó la mirada, y su padre se arrepintió inmediatamente de lo que acababa de decir. ¿Por qué tenía ese puñetero carácter? El chaval no tenía la culpa de sus problemas. Ramon cambió el tono después de aquel silencio.

—Ve a la despensa y saca la lata de los carquiñoles, va, que hoy no es domingo, pero como si lo fuera, qué caray —dijo con una sonrisa de oreja a oreja.

Joan, sin estar convencido del todo del cambio de actitud de su padre, se levantó de la mesa y se dirigió a la despensa. La lata con los carquiñoles estaba dentro de la artesa. La sujetó, y el contacto frío del metal le dio fuerzas. No quería quedarse en casa de los Sugrañes, quería irse con su padre a la ciudad. En casa de los Sugrañes lo trataban bien, demasiado bien para su gusto. Le hacían comer, lavarse y vestirse y desvestirse constantemente, de una forma amable pero resolutiva, especialmente el ama de llaves, la señora Lola, y Joan se sentía achuchado como un bebé recién nacido. No, lo de quedarse en casa de los Sugrañes mientras su padre estaba en Barcelona no podía ser. Además, Reus era grande, pero todo el mundo decía que Barcelona era otra cosa. Tenía que convencer a su padre de que lo llevara con él.

Entró en la sala decidido, con la lata bien sujeta entre las dos manos, preparado para hablar con resolución a su padre. Esta vez él tenía que acompañarlo a Barcelona.

—¡Padre! Yo...

—¿Sabes qué, Joan? —le cortó su padre—. Tienes razón; en unos días tengo que ir a Barcelona. Con lo de la enfermedad de tu madre... Bueno, ya lo sabes, el año pasado no pude ir, y a pesar de que Pepet fue por mí e hizo lo que pudo, Sugrañes no quedó contento. Le gusta más cómo negocio yo; se lo llevo todo mejor. Confía más en mí, vaya. Además, yo no me estoy más días de la cuenta, mientras que Pepet se distrae fácilmente en cuanto ve pasar unas faldas... Bueno, en resumidas cuentas, que sí, que tengo que ir pronto.

Joan dejó la lata sobre la mesa y, mientras su padre hablaba, la abrió y sacó un carquiñol para mordisquearlo.

—Mira, no te prometo nada porque no depende de mí
—prosiguió su padre mientras se le iba iluminando el semblante—, pero, a no ser que Sugrañes quiera ir, o que quizá me necesite para alguna otra cosa...

El chico dejó de masticar el carquiñol. No, no era posible lo que se imaginaba que su padre estaba a punto de soltar.

—O que diga, vete a saber, pues llévate a Pepet o a Blai o a alguien más, porque esto no puedo saberlo, ¿comprendes? Si fuera así, no podría hacer otra cosa, porque, naturalmente, quien manda es Sugrañes, y quien manda tiene la última palabra... ¿Qué te parece lo que te digo?

—¡Pero si todavía no me ha dicho nada, padre! —exclamó Joan, demasiado excitado para contenerse.

—¡Ja, ja, ja! Tienes razón, siempre me lío cuando tengo que decir algo de veras. Pues eso, que si finalmente voy a Barcelona y puedo, te llevaré conmigo. Además, podríamos ir hacia San Juan y así celebraríamos tu santo y tu cumpleaños con las hogueras. ¡Me han dicho que la noche de San Juan en Barcelona es algo digno de verse antes de morir de lo bonita que es!

¡Estar en Barcelona por primera vez el día de San Juan! Aquel día, para el que no faltaba ni un mes, cumpliría catorce años y, al mismo tiempo, celebraría su santo; hogueras, feria y fiesta, y con su padre, la persona a quien más quería del mundo. Sin duda, sería el día más feliz de su vida. Aunque nunca lo hacía, saltó para abrazar a su padre. No fue demasiado tierno, porque tenía un pedazo de carquiñol en la boca y mientras lo abrazaba y chillaba iba escupiendo trocitos de pasta encima de su padre.

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