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Enric González - Historias de Nueva York

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Enric González Historias de Nueva York
  • Libro:
    Historias de Nueva York
  • Autor:
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    ePubLibre
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  • Año:
    2013
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Historias de Nueva York: resumen, descripción y anotación

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Ciertos conocimientos son perfectamente innecesarios.

Se puede vivir muy feliz sin saber con qué truculencia surgió la cúpula del rascacielos Chrysler, por qué los Yankees son el equipo supremo en Nueva York, cuál es la relación entre Arabia Saudí y la cerveza de Brooklyn, por qué la grasa de los filetes es más amarillenta que en Europa, en qué bar bebió Dylan Thomas su último whisky o dónde sirven las mejores hamburguesas de Manhattan. Historias de Nueva York, habla de esas cosas.

También habla de una ciudad rugiente y fabulosa, de una jornada negra de septiembre, de un grupo de personas y de tres amigos inolvidables.

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Enric González

Historias de Nueva York

ePUB r1.0

Yorik20.03.13

Enric González, 2006

Editor digital: Yorik

ePub base r1.0

ENRIC GONZÁLEZ nacido en Barcelona en 1959 es periodista y ha trabajado como - photo 3

ENRIC GONZÁLEZ nacido en Barcelona en 1959 es periodista y ha trabajado como - photo 4

ENRIC GONZÁLEZ, nacido en Barcelona en 1959, es periodista y ha trabajado como corresponsal de El País en Londres, París, Nueva York, Washington, Roma y actualmente en Jerusalén. Ha sido galardonado con el Premio Cirilo Rodríguez, que reconoce la mejor labor de los corresponsales españoles. En su faceta de escritor ha publicado los libros Historias de Londres (1999), Historias de Nueva York (2006), Historias del Calcio (2008) e Historias de Roma (2010), todos ellos recibidos con entusiasmo por los lectores y la crítica. En estas obras, con un estilo personal e inconfundible, plantea retratos heterogéneos, dinámicos y siempre muy estimulantes de las ciudades que ha ido conociendo como corresponsal, fusionando sus propias vivencias personales con la historia del pasado y la crónica del presente, con pinceladas políticas, sociales, artísticas y cotidianas.

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Dicen que cuando en Nueva York son las tres de la tarde, en Europa son las nueve de diez años antes. Es posible. La voracidad del tiempo ha seguido desplazándose hacia occidente y ha cerrado el círculo en oriente: el futuro de hoy ruge en Shanghai. No sé si Nueva York sigue una década por delante. El cine de nuestra memoria nos la hace tan conocida que forma parte del pasado. Da igual, yo llegué con retraso y mis ideas sobre el progreso son confusas. Si hubiera podido elegir, habría visto por primera vez los muelles del Hudson hacia 1960, desde la cubierta de un trasatlántico, y habría desembarcado en una ciudad en la que no había almuerzo sin tres martinis ni taxistas sin corbata, se fumaba sin filtro y Times Square era Babilonia, no una encrucijada ruidosa envuelta en anuncios luminosos. Aquella de 1960 era una ciudad joven y cínica, arrogante, intacta.

Como segunda opción, me quedaría con el largo verano de los años veinte, corrupto y turbulento, con un viaje en mercante y con una llegada nocturna a los muelles industriales del East River. Desde el puente de Brooklyn, con el sol naciente a la espalda, habría visto el amanecer reflejado en un perfil urbano que no era el más célebre del mundo ni abundaba como hoy en torres de cristal. La fachada oriental de Manhattan, con las llanuras de Greenwich, las cumbres de cemento y mármol de Midtown y las colinas de Battery, todavía en construcción.

Otra posibilidad consiste en llegar hoy mismo. Los Yankees habrán ganado y los Mets habrán perdido en circunstancias escandalosas; la gente pasará junto a un solar en construcción donde hubo dos torres muy altas y mirará, como de costumbre, los escaparates de Century 21; en el Holland Tunnel seguirá marcada la frontera con New Jersey y Estados Unidos, ese país inmenso, absorto en sus centros comerciales, sus biblias, sus revólveres y sus fantasmagóricos enemigos exteriores; y en Washington Square alguien se sentará ante el tablero que ocupó Bobby Fischer y moverá, como él, el peón del alfil de la reina negra para construir una defensa siciliana. En Nueva York, que no sabe de nuestra memoria sentimental ni de nuestro calendario, siempre es hoy y todos los momentos valen.

«El presente es tan poderoso en Nueva York, que el pasado se ha perdido.» Lo dijo John Jay Chapman, un ensayista neoyorquino que en 1900 pronunció el discurso de graduación en el Hobart College con la siguiente recomendación: «Haced una hoguera con vuestras reputaciones. Dejaos odiar, dejaos ridiculizar, podéis temer y podéis dudar, pero no dejéis que os amordacen. Haced lo que queráis, pero opinad siempre». Ignoro qué hicieron aquellos jóvenes en la vida. Si hicieron caso a Chapman y se negaron a callar, fueron típicos ciudadanos de Nueva York.

Disiento, sin embargo, de la afirmación de que «el pasado se ha perdido». No. El pasado se olvida sin perderse.

El pasado de Nueva York está prendido de Holanda, la potencia fundadora, y es distinto a los demás pasados americanos. Nueva York no fue puritana como el resto de las colonias; Nueva York nació del comercio, no de la agricultura, y creyó más en los piratas que en los predicadores; Nueva York apenas se rozó con la esclavitud (otra cosa es el dinero de los esclavistas), tuvo poca fe en la independencia y en la Unión y nunca brilló por su respeto a la autoridad. Nueva York, nacida Nueva Amsterdam, fue y es refugio de librepensadores, charlatanes, inadaptados y gente rara. Sus primeros 400 habitantes de origen europeo hablaban 18 idiomas distintos, aunque casi todos procedieran de Amsterdam.

Por si quedaran dudas, la bandera de la ciudad de Nueva York luce los colores azul, blanco y naranja, los de la bandera holandesa en el siglo XVII . En el escudo hay aspas de molino, un marinero, un indio, un par de castores y unos barriles de harina.

El presente neoyorquino es tan poderoso que absorbe pasado y futuro. Y, sin embargo, el pasado permanece. Nueva York fue la primera ciudad del mundo en que el trabajador dejó de hablar de dueño o amo (master en inglés), y a partir del término holandés baas, que significaba exactamente «amo», inventó boss, que significa tan sólo «jefe». Los neoyorquinos son así, faltones e irrespetuosos ante el mundo en general. A veces mosquean. Insultan por cualquier cosa. Pueden parecer hostiles, pero no: solamente lenguaraces y faltones.

Me parece apropiado hacer una advertencia, tal vez decepcionante, al lector europeo. Los ciudadanos de Nueva York gastan fama de cínicos, descreídos y materialistas porque así les ven los demás americanos; la verdad es que casi cualquier español es más cínico y descreído que el jefe supremo de los chulos del Bronx. En materia de nihilismo, los europeos carecemos de rival. Las causas no vienen al caso, sean históricas, religiosas o dietéticas, a saber. En fin, era sólo un aviso, para evitar confusiones.

Sigamos. Cualquier vida neoyorquina, desde la más solitaria y retraída hasta la más mundana y ajetreada, posee, me parece, una rara intensidad. Quizá no se trata de intensidad, sino de alboroto superficial, pero entretiene lo mismo. El monólogo interno del individuo se ve asaltado de continuo, aunque se encierre en casa, por las luces, los sonidos, los olores, el zumbido omnipresente de la dinamo urbana y las palabras, millones de palabras siempre en el aire. El fogonazo de un neón se incrusta en el recuerdo de infancia que teníamos en la mente y lo transporta, deformado, al ahora. Un chispazo de futuro brilla en un escaparate. Las gárgolas ríen, las bocas de alcantarilla escupen el vapor de los caños de agua caliente, se encrespa un coro de bocinas y las palabras revolotean como pájaros.

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