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Maurice Druon - (Las Grandes Familias 03) Cita en los infiernos

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Maurice Druon (Las Grandes Familias 03) Cita en los infiernos

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Sinopsis


Maurice Druon se ocupa de un nuevo episodio de la historia de las familias Schoudler y La Monnerie. Esta vez la trama se centra en la tercera generación: los hermanos Marie-Ange y Jean-Noël Schoudler, que debutan en sociedad el mismo día en que muere su abuela, última superviviente de sus familiares directos. La belleza física y el peso de sus apellidos, principal herencia recibida de sus antepasados, serán las armas con las que tendrán que abrirse camino en la sociedad parisina de la Tercera República.


Título Original: Rendez-vous aux enfers

Traductor: Albajar de Ortega, Amparo

©1951, Druon, Maurice

©2010, Libros del Asteroide

Colección: Libros del Asteroide, 74

ISBN: 9788492663309

Generado con: QualityEbook v0.64


Maurice Druon

Cita en los infiernos

Las grandes familias III

Traducción de Amparo Albajar


1. El baile de los monstruos


I


La prefectura de policía estaba obligada a suministrar un oficial de la policía municipal y un destacamento de agentes cuando se esperaba a un ministro en una recepción; de ahí que, durante toda la segunda mitad de la primavera, no pasase día sin que un servicio especial de orden canalizase la circulación o hiciese aparcar los coches en batería a la puerta de un académico, del director de un periódico, de una duquesa, de un magistrado o de un gran banquero.

Los castaños de las avenidas lucían sus últimos tirsos blancos; los tulipanes estallaban en los macizos de las Tullerías, al pie de las estatuas de mármol y de las jóvenes parejas de los bancos petrificadas en ademán de darse un beso inmóvil.

Mientras tanto, todas las tardes, entre las cinco y las ocho, en las angosturas de los portillos del Louvre o en las aglomeraciones de la Ópera, detrás de los grandes autobuses verdes que llevaban su carga de trabajo y de cansancio, se amontonaba la marea de coches particulares, en cuyo interior se impacientaban personas importantes, o que creían serlo, o que querían serlo, y para quienes cada minuto perdido era como un nervio arrancado.

París estaba en plena «temporada».

A medida que les llegaba el turno, trescientas amas de casa hacían cambiar de sitio el mobiliario y bruñir la cubertería de plata, empleaban a los mismos sirvientes horas extras, desvalijaban los mismos floristas, encargaban los mismos canapés, las mismas pirámides de emparedados de pan de miga o de pan de centeno, rellenos con las mismas verduras y las mismas anchoas, y, tras la partida de los invitados, se encontraban el apartamento arrasado como un campo de batalla, los muebles cubiertos de copas vacías y de vajilla sucia, las alfombras chamuscadas por los cigarrillos, los manteles sembrados de manchas, la marquetería repleta de círculos pegajosos, las flores asfixiadas por los efluvios de la multitud, y entonces se dejaban caer, reventadas, en un sillón, pronunciando todas la misma frase: —En conjunto, ha ido muy bien...

Y todas ellas, al día siguiente, si no la misma noche, venciendo su fatiga fingida o real, se precipitaban a recepciones idénticas.

Porque siempre se veía gravitar, empujarse, amontonarse, abrazarse, adularse, juzgarse u odiarse a los mismos centenares escasos de individuos, que pertenecían a lo más notorio del Parlamento, las letras, las artes, la medicina o los tribunales, a los más poderosos de las finanzas y los negocios, a los más sobresalientes de entre los extranjeros de paso, a los más prometedores o los más hábiles de la juventud, a los más ricos de entre los ricos, a los más ociosos de entre los ociosos, a los más granados de la aristocracia, a los más mundanos del mundo.

La aparición de un libro, el estreno de una película, la centésima representación de una obra de teatro, el regreso de un explorador, la partida de un diplomático, la inauguración de una galería de arte, el récord de un piloto; todo era un pretexto para un festejo.

Cada semana, alguna camarilla, con tal de que la prensa la apoyase, daba a conocer a un genio que no duraría ni dos meses, ahogado en su éxito como una antorcha en el humo.

París desplegaba tantos vestidos, joyas y adornos como sus oficios de arte y de moda podían producir. La invención y el buen gusto, así como el dinero, se derrochaban a manos llenas en la ropa, la apariencia y la decoración.

¡Prodigiosa feria de vanidades, como tal vez no haya existido otra jamás! ¿Qué impulso interior, qué necesidad movía a esa gente a recibirse, a invitarse, a responder a las invitaciones, a fingir placer en lugares donde se aburrían, a bailar por cortesía con compañeros que los disgustaban, a ofenderse si no figuraban en una lista de invitados, pero a quejarse cada vez que recibían otra invitación, a aplaudir obras o autores que despreciaban, a ser despreciados por los mismos a quienes aplaudían, a deshacerse en sonrisas a indiferentes, a declarar su misantropía, su cansancio del mundo, y a desbaratar en esos juegos curiosos su tiempo, sus fuerzas y su fortuna?

La verdad era que en esa feria en la que todos eran a la vez subastador y licitador, comprador y vendedor ambulante, se practicaba el trueque más sutil del mundo, el del poder y la fama.

El éxito y el poder no se venden, como se suele creer, sino que se cambian. Existen infinitamente menos prevaricadores, concusionarios, prebendados, turiferarios pagados y francas prostitutas de lo que se dice. La partida se rige por reglas mucho más sutiles: es el juego de la reciprocidad, una labor de arañas humanas en que cada cual, para lograr fabricar su tela, debe dejarse aprisionar en las telas de los demás. La feria de vanidades era, además, la feria de mujeres y chicos, porque, a fin de cuentas, el poder y el éxito no tienen otro fin que otorgar derechos en el amor, a no ser que se conviertan en su sucedáneo. Los hombres del Gobierno conferían a aquel desfile de falsos y verdaderos valores un aura de consagración oficial.

De noche, los frontones de los grandes monumentos estaban iluminados por enormes proyectores, que daban una realidad feérica a las masas arquitectónicas, los bajorrelieves, las columnatas y los balaustres. Las fuentes de la Concordia estaban envueltas en una polvareda húmeda y luminosa, y los primeros dignatarios de la República, entre guardias con calzones de piel blanca y tocados con cascos de crines, subían las escaleras de los teatros subvencionados para presidir fiestas cuya excusa era la caridad.

Además, aquel año se iba a inaugurar la Exposición Universal, la última de una sucesión que se remontaba a 1867 y que ya había producido cinco generaciones de pabellones de estuco, de propaganda y de medallas de oro. Así que habría dos «temporadas», y a la segunda, como conviene hacer de vez en cuando, se invitaría al pueblo.


II


Simon Lachaume llegó un poco antes de medianoche a la velada de Inès Sandoval. Doce días atrás había recibido la siguiente invitación:


LA CONDESA SANDOVAL

le espera en su casa,

entre algunos amigos elegidos, para su

BAILE DE LOS ANIMALES

( A su llegada encontrará una máscara imaginada y dibujada especialmente para usted por Anet Brayat. )


«¡Vaya! —se había dicho Simon—; ésta es la temporada durante la cual es condesa. Hay tantos extranjeros en París, en esta época...»

En invierno, envuelta en la elevada simplicidad de la gloria literaria, la poetisa no utilizaba su título nobiliario.

El amplio apartamento de Inès Sandoval, situado, o más bien anclado, en el segundo piso de un antiguo hotel particular del muelle de Orleans, se asemejaba al interior del castillo de un navío corsario. A la poetisa le encantaban las piedras preciosas a granel colocadas en copones, las pesadas sedas antiguas de bordes deshilados, las cruces ortodoxas, las vírgenes españolas con perlas muertas al cuello, las guitarras, los laúdes, las violas de manivela y los grandes cofres Renacimiento color humo. En lugar de puertas había cortinas bordadas en oro y abiertas por la mitad.

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