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Martín de Montesinos - Los crímenes de la Sagrada Familia

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Martín de Montesinos Los crímenes de la Sagrada Familia

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LOS CRÍMENES

DE LA SAGRADA FAMILIA

MARTÍN DE MONTESINOS

I

El detective Ventura esperaba a que el semáforo se pusiera en verde. Aquella mañana el tráfico en Vía Laietana era espantoso y la polución permanecía estancada, como una nube plomiza, entre los edificios. En su afán por adelantar posiciones, un par de motoristas rozaron uno de sus retrovisores y dos furgonetas de reparto, ambas aparcadas en doble fila, acababan de bloquear el carril donde se encontraba. En esta mierda de ciudad no cabe un alfiler, pensó mientras golpeaba el volante. La ciudad era Barcelona. Él, Juan Ventura, también conocido como Solitario John.

Solitario John tenía cuarenta años y demasiada mala leche. Llevaba en el Cuerpo Nacional de Policía algo menos de dos décadas, pero a él le parecía que, desde que se graduó en la academia, había pasado más de un siglo. Estaba cansado. De su trabajo, de su soltería, de sus amigos, de la ciudad. Cansado de todo y de todos. Tan cansado que la noche anterior, sentado en su sofá y sumido en la penumbra, se había encañonado la sien y había estado a punto de disparar. Pero en esta ocasión, como en algunas anteriores, no apretó el gatillo. Y aquella mañana de jueves, mientras aguardaba que el tráfico avanzara, entendió el motivo por el que no se había levantado la tapa de los sesos. Lo comprendió cuando entrevió a un chaval de rasgos árabes deslizándose junto al maletero de su coche. Podría haber reaccionado de inmediato, pero prefirió esperar. Entonces una de las puertas trasera de su vehículo se abrió, una mano se deslizó sobre los asientos y segundos después aquel mismo chico arrancó a correr con la bolsa del gimnasio de Solitario John. Entonces el detective Ventura salió tras de él. Precisamente era el tipo de cosas que le mantenían con vida. Le fascinaba perseguir a los malos. No lo hacía por sentido del deber, ni tampoco por respeto al orden social. Lo hacía porque le gustaba cazar a los ladrones. Porque vivía en el recuerdo de su infancia, cuando pasaba horas y horas viendo películas de películas de tiros, cuando jugaba al pilla-pilla en el patio del colegio, cuando corría por casa de sus padres tras el perro. En definitiva, cuando era feliz. Por eso se hizo policía. Para continuar siendo niño. Para evadirse del presente. Para correr.

Aquella mañana de jueves, habiendo dejado su coche abandonado en medio de Vía Laietana, Solitario John se enfrascó en una persecución por las calles del Barrio Gótico. El delincuente, que apenas rondaba los quince años, driblaba a los turistas con una pericia extraordinaria, mientras que el detective, tocado por el tabaco y el alcohol, arrollaba a esos extranjeros sin detenerse a pedir perdón. Para él, toda esa gente, la que inundaba Barcelona con sus cámaras de fotos y sus calcetines blancos, no era más que chusma interponiéndose entre dos personas que cumplían con una labor realmente importante: robar y detener.

La verdad era que John adoraba a los delincuentes. Le parecían personas nobles, con un objetivo. Y el hecho de que tuvieran un objetivo nada habitual en la demás gente, le provocaba un enorme respeto. Esos cabrones, pensó mientras tropezaba con un alemán, son cojonudos.

-Alto –gritó en un par de ocasiones.

Pero el chaval continuaba corriendo como alma que lleva el diablo. John pensó en desenfundar su pistola y disparar al cielo. Sin embargo, no lo hizo. De haberlo hecho, le habrían expulsado ipso facto del Cuerpo. Las escenas de las películas en las que se basaba toda su formación emocional, principalmente las películas protagonizadas por Charles Bronson en su saga como justiciero nocturno y Clint Eastwood en las secuelas de ‘Harry el sucio’, ya no respondían a la realidad. Ahora había que actuar según las normas, evitando siempre y en todo momento perturbar el orden de una ciudad donde todo, absolutamente todo, estaba destinado a engatusar a los turistas.

Así que no había más remedio que correr. Solitario John lanzaba sus zancadas por las calles del Barrio Gótico ante la estupefacción de otros delincuentes que de inmediato reconocieron al detective que los había enchironado en alguna ocasión, pero también veían en su rostro al policía que, pese a todo, les había mostrado siempre el mayor de los respetos. Incluso cuando les metía alguna que otra paliza. Los criminales de Barcelona conocían a Solitario John. Lo veían como a un hijo de puta que ponía todo su empeño, absolutamente todo su empeño, en cazarlos y que, al mismo tiempo, era capaz de invitarlos a echar un trago siempre y cuando no cometieran ninguna diablura. De hecho, algunos de esos atracadores se extrañaban de que alguien fuera capaz de poner tanto empeño en algo que, a fin de cuentas, no era más que un trabajo. Los otros agentes se tomaban su labor con más calma. También disfrutaban cazando al malo, pero no volcaban todo su espíritu en ello. Sólo los jóvenes, en su empeño por escalar posiciones, se mostraban tan persistentes como Juan Ventura. Y es que él nunca desistía. Pese a sus cuarenta años, pese a sus tres paquetes de tabaco diarios, pese al alcoholismo que lo atenazaba por las noches, el detective corría como un galgo detrás de sus víctimas. Y siempre las atrapaba. Después, cuando ya les había esposado, se pasaba diez, quince y hasta veinte minutos recuperando el aliento. Pero durante la persecución, durante esos minutos en que dos personas corrían por la ciudad, Solitario se mostraba implacable. Algunos delincuentes que habían caído bajo sus garras habían llegado a decir que jamás vieron a ningún policía tan extasiado ante una detención. Aseguraban que su rostro se relajaba de un modo extraordinario. Que todas sus arrugas parecían desaparecer. Que su cara se aniñaba. Lo que muchos de estos malhechores no sabían, o tal vez no alcanzaban a saber, era que Solitario John a menudo usaba frases de sus personajes de ficción favoritos para dar más empaque a la detención. ‘Alégrame el día’ era su favorita.

La mañana del jueves, mientras perseguía al chaval que le había robado la bolsa de deporte, John también estaba eufórico. Ya no recordaba que la noche anterior habí a vuelto a encañonarse la sien, ni que hacía dos años que su mujer se había marchado de casa diciéndole, a modo de despedida, que continuaba queriéndolo con todas sus fuerzas, pero que no podía seguir con un hombre abocado a la autodestrucción. Todo eso se había desvanecido en su cabeza, porque lo único que le importaba era la caza. Mientras empujaba a los turistas que se interponían en su camino, no veía más que al chico esquivando a los peatones y, de vez en cuando, a los otros adolescentes con los que se iba cruzando en el camino. Se fijaba en ellos porque sabía que en algún lugar aguardaba el compinche de ese chaval y tenía miedo de que, al torcer una esquina, el delincuente pasara la bolsa a un compañero sin que él se diera cuenta. Si así ocurría, ya no tendría arma del delito.

D espués de mucho correr, Solitario John y aquella rata aparecieron en el Paseo Colón, a cielo abierto, con el mar infinito por delante y el tráfico, algo más fluido, cortando el camino. Fue entonces cuando el chico de rasgos árabes, alarmado por un autobús que casi lo arrolla, tuvo que echarse atrás, haciendo que John ganara el terreno suficiente como para conseguir, de un salto, agarrarlo por el pescuezo. Lo cogió con tanta fuerza que el chico lanzó un grito de dolor. Luego se encararon y Solitario lo miró a los ojos. No conocía a ese delincuente. Demasiado joven, pensó. El otro tampoco le conocía a él.

Juan Ventura empotró al chico contra un container y le plantó la cara a menos de cuatro dedos de su rostro:

-Tú y yo no nos conocemos, ¿verdad? –jadeó.

El chico negó con la cabeza, incapaz como era de articular palabra.

-Soy el detective Ventura. Fíjate bien en mis ojos, chaval. ¿Los ves? ¿Los ves de verdad? Soy la última persona con quien querrás encontrarte en un callejón oscuro. La última.

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