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Guillermo Martinez - Los Crimenes de Oxford

Aquí puedes leer online Guillermo Martinez - Los Crimenes de Oxford texto completo del libro (historia completa) en español de forma gratuita. Descargue pdf y epub, obtenga significado, portada y reseñas sobre este libro electrónico. Año: 2006, Editor: Booket, Género: Detective y thriller. Descripción de la obra, (prefacio), así como las revisiones están disponibles. La mejor biblioteca de literatura LitFox.es creado para los amantes de la buena lectura y ofrece una amplia selección de géneros:

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Guillermo Martinez Los Crimenes de Oxford

Los Crimenes de Oxford: resumen, descripción y anotación

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EPÍLOGO

Cuando bajé los escalones del museo el sol todavía estaba allí, con esa claridad benévola, largamente extendida, de las tardes de verano. Caminé de regreso a Cunliffe Close, dejando atrás la cúpula dorada del Observatorio. Ascendí lentamente la cuesta de Banbury Road, preguntándome qué debía hacer con la confesión que había escuchado. Algunas de las casas empezaban a iluminarse y vi por las ventanas bolsas de papel con provisiones, televisores que se encendían, los fragmentos civilizados de la vida que detrás de los cercos de muérdago continuaba imperturbable. A la altura de Rawlinson Road oí a mis espaldas el sonido corto y alegre, repetido dos veces, de una bocina de auto. Me di vuelta creyendo que encontraría a Lorna. Vi un pequeño auto descapotable, flamante, de un azul acerado, desde el que Beth me hacía señas. Me acerqué al cordón y ella se pasó una mano por el pelo alborotado y se estiró en el asiento para hablarme con una gran sonrisa.

—¿Puedo acercarte?

Supongo que vio algo desacostumbrado en mi expresión, porque la mano que se extendía para abrirme la puerta quedó a mitad de camino. Elogié mecánicamente el auto nuevo y después la miré a los ojos, la miré como si la viera otra vez desde el principio y debiera encontrar en ella algo diferente. Pero sólo estaba más feliz, más despreocupada, más hermosa.

—¿Algo está mal? —me preguntó—. ¿De dónde venías?

—Vengo... de hablar con Arthur Seldom.

Una primera señal de alarma cruzó brevísima mente por sus ojos.

—¿Matemáticas? —me preguntó.

—No —dije—. Estuvimos hablando de los crímenes. Me contó todo.

Su rostro se ensombreció y sus manos volvieron al volante. Su cuerpo se puso repentinamente tenso.

—¿Todo? No, no creo que te haya contado todo —sonrió nerviosamente para sí y un antiguo rencor pareció asomar por un instante a sus ojos—: nunca se animaría a contarlo todo. Pero ya veo —dijo y volvió a mirarme con una expresión de cautela—. Veo que le creíste. ¿Y qué vas a hacer ahora?

—Nada, ¿qué podría hacer? Seguramente él iría a la cárcel también —dije. La miraba y entre todas las preguntas, había en realidad una sola que quería formularle. Me incliné hacia ella hasta encontrar otra vez el azul rígido de sus ojos.— ¿Qué fue lo que te decidió a hacerlo?

—¿Qué fue lo que te decidió a venir justamente aquí? —dijo—. Porque no viniste simplemente a estudiar matemática, ¿no es cierto? ¿Por qué elegiste Oxford? —Vi que una lenta lágrima asomaba entre sus pestañas—. Fue una frase tuya. El día que te vi tan feliz bajando con tu raqueta de ese auto. Cuando hablábamos de las becas, deberías probarlo, me dijiste. No podía dejar de repetirme aquello: deberías probarlo. Creía que ella se moriría pronto y que habría para mí todavía la posibilidad de otra vida. Pero unos días después le dieron los nuevos análisis: el cáncer había remitido, el médico le había dicho que podía vivir otros diez años. Diez años más atada a esa vieja urraca... no hubiera podido soportarlo.

La lágrima que había quedado suspendida rodó por su mejilla. Se la quitó con un movimiento brusco, algo avergonzado, y estiró la mano para buscar un kleenex en la gaveta. Volvió a poner las manos sobre el volante y vi por un instante su pulgar diminuto.

—Entonces, ¿no vas a subir?

—La próxima vez —dije—. Es una tarde hermosa, quiero caminar todavía un poco.

El auto arrancó y pronto lo vi empequeñecer y desaparecer a lo lejos en la curva de Cunliffe Clase. Me pregunté si lo que Beth creía que Seldom nunca se animaría a contarme sería lo que Seldom ya me había contado, o si habría algo más, algo que temía imaginarme. Me pregunté qué parte sabía finalmente de toda la verdad y cómo debería empezar mi segundo informe. En la entrada de Cunliffe Clase miré hacia abajo y ya no pude reconocer dónde había caído el angstum: el último resto de piel había desaparecido y el pavimento que se extendía a mis pies, hasta donde llegaban los ojos, estaba otra vez limpio, inocente, despejado.

A la memoria de mi padre Un estudiante de matemáticas argentino viaja a - photo 1

A la memoria de mi padre.

Un estudiante de matemáticas argentino viaja a Oxford con fines académicos. Pero poco después de su llegada se encuentra con el cadáver de la anciana que lo alojaba, junto con un desafío matemático del asesino. Inicia así, paralelamente a la policía, su propia investigación, guiado por su maestro, el eminente lógico Arthur Seldom. Los juegos de lenguaje de Wittgenstein, el teorema de Gödel y las sectas matemáticas antiguas se conjugan en esta espléndida novela negra con los sombríos hospitales ingleses, los arrebatos de la pasión y la vida universitaria de Oxford como escenario. Una novela policíaca de trama aparentemente clásica que, en su sorprendente desenlace, se revela como un magistral acto de prestidigitación.

Guillermo Martínez Crímnes de Oxford ePUB v10 MadMath 250811 - photo 2

Guillermo Martínez

Crímnes de Oxford

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Capítulo 1 Ahora que pasaron los años y todo fue olvidado ahora que me llegó - photo 3

Capítulo 1

Ahora que pasaron los años y todo fue olvidado, ahora que me llegó desde Escocia, en un lacónico mail, la triste noticia de la muerte de Seldom, creo que puedo quebrar la promesa que en todo caso él nunca me pidió y contar la verdad sobre los sucesos que en el verano del 93 llegaron a los diarios ingleses con títulos que oscilaban de lo macabro a lo sensacionalista, pero a los que Seldom y yo siempre nos referimos, quizá por la connotación matemática, simplemente como la serie, o la serie de Oxford. Las muertes ocurrieron todas, en efecto, dentro de los límites de Oxfordshire, durante el comienzo de mi residencia en Inglaterra, y me tocó el privilegio dudoso de ver realmente de cerca la primera.

Yo tenía veintidós años, una edad en la que casi todo es todavía disculpable; acababa de graduarme como matemático en la Universidad de Buenos Aires y viajaba a Oxford con una beca para una estadía de un año, con el propósito secreto de inclinarme hacia la Lógica, o por lo menos, de asistir al famoso seminario que dirigía Angus Macintire. La que sería mi directora allí, Emily Bronson, había hecho los preparativos para mi llegada con una solicitud minuciosa, atenta a todos los detalles. Era profesora y fellow de Sto Anne’s, pero en los mails que habíamos intercambiado antes del viaje me sugirió que, en vez de alojarme en los cuartos algo inhóspitos del college, quizá yo prefiriera, si el dinero de mi beca lo permitía, alquilar una habitación con baño propio, una pequeña cocina y entrada independiente en la casa de Mrs. Eagleton, una mujer, según me dijo, muy amable y discreta, la viuda de un antiguo profesor suyo. Hice mis cuentas, como de costumbre, con algún exceso de optimismo y envié un cheque con el pago por adelantado del primer mes, el único requisito que pedía la dueña. Quince días después me encontraba volando sobre el Atlántico en ese estado de incredulidad que desde siempre se apodera de mí ante cada viaje: como en un salto sin red, me parece mucho más probable, e incluso más económico como hipótesis —la navaja de Ockham, hubiera dicho Seldom—, que un accidente de último momento me devuelva a mi situación anterior, o al fondo del mar, antes de que todo un país y la inmensa maquinaria que supone empezar una nueva vida comparezca finalmente como una mano tendida allí abajo. Y sin embargo, con toda puntualidad, a las nueve de la mañana del día siguiente, el avión horadó tranquilamente la línea de brumas y las verdes colinas de Inglaterra aparecieron con verosimilitud indudable, bajo una luz que de pronto se había atenuado, o debería decir, quizá, degradado, porque esa fue la impresión que tuve: que la luz adquiría ahora, a medida que bajábamos, una cualidad cada vez más precaria, como si se debilitara y languideciera al traspasar un filtro enrarecido.

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