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Alonso Gómez - Juego de adultos

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Juego de adultos
Manuel Luis Alonso Gómez
1 El comienzo

RAMÓN eligió una mesa cerca de la puerta por si era necesario salir corriendo.

No pensaba pagar la comida. En ningún caso. Sin embargo, como no estaba tan seguro de sí mismo como pretendía, era un alivio saber que llevaba más de dos mil pesetas encima.

Según la pizarra de fuera, el menú del día costaba novecientas pesetas. El restaurante no era muy grande, aunque no podía comparar porque muy pocas veces había estado antes en un restaurante. Y, por supuesto, nunca solo.

Se sentó de forma que pudiera ver la puerta de la cocina. Había llegado a la conclusión de que lo más importante era tener siempre a la vista a los camareros, para aprovechar cualquier descuido. Confiaba en que fueran viejos y lentos.

No hubo suerte. El camarero que se acercó a su mesa no parecía tener ni veinte años.

–¿Esperas a alguien?

Respondió con un no apenas audible. Sentía la garganta bloqueada, como si alguien le estuviese estrangulando sin piedad. Tal vez, al ver que iba solo, el camarero no quisiera servirle, y entonces todo habría acabado antes de empezar. Ramón pensó que quizá sería mejor así.

–Vengo yo solo -explicó, con voz un poco más fuerte.

El camarero asintió y le preguntó qué iba a tomar. Ramón se veía reflejado en los cristales de la puerta. Una figura pequeña con la cabeza baja, vaqueros descoloridos y una cazadora que le estaba grande. Pensó que así, encogido, tenía un aspecto culpable, y procuró erguirse. ¿Qué edad aparentaba? ¿Doce? ¿Trece?

Encargó un menú sin un solo extra, por si acaso después de todo se veía obligado a pagar. ¿O le harían fregar platos?

No sabía si lo de obligar a fregar platos al cliente que no ha pagado su comida ocurría sólo en los chistes y las películas o de veras lo hacían así en la vida real.

Mientras esperaba, observó con disimulo a los demás clientes del restaurante. ¿Cuántos de ellos eran habituales, incluso tenían confianza con los camareros? Bastaría con uno solo para que el plan saliese mal. Se imaginaba a cualquiera de aquellos ciudadanos honorables llamando al camarero a gritos: «¡Ese chico se va sin pagar!».

Pusieron ante él un cubierto y un cestito con pan, y una botella de agua mineral. Se sirvió, advirtiendo que a pesar de sus esfuerzos su mano temblaba un poco. Le dolía mucho el vientre. Muy a gusto habría ido al baño, pero no se lo permitió porque no deseaba hacer nada que llamase la atención. Lo mejor sería permanecer inmóvil, con aquella cara de atención que había aprendido a poner durante las clases más aburridas.

De pronto se le ocurrió pensar en lo que pasaría si en aquel momento entrase en el restaurante alguno de sus profesores. O, aún peor, alguien de su familia. Sus tíos Luis y Marta, por ejemplo. Sólo de imaginarlo, los dolores de vientre se le hicieron insoportables.

El camarero volvió con el primer plato, que humeaba. Esperó a que se fuese, y lo probó sin ganas. Eran lentejas. Estaban demasiado caldosas. Había un enorme trozo de patata cocida que tenía un par de puntos oscuros, como si no la hubiesen limpiado bien al pelarla. Suspiró pensando que un rato más tarde tendría que volver a comer en su casa. Con tal de que su madre no hubiera hecho también lentejas…

Una mujer entró en el restaurante y se sentó exactamente enfrente de él. La miró un poco inquieto. De toda la gente que había allí, ella sería la que con toda seguridad se daría cuenta de que intentaba irse sin pagar. En gran parte, de ella dependería todo. Por un momento sintió hacia la mujer una ráfaga de odio. ¿Por qué tenía que sentarse precisamente allí, habiendo otras mesas libres? ¿Por qué tenía que mirarle?

Sostuvo su mirada con una especie de desafío, pero la mujer se limitó a sonreírle.

Apartó la vista y comió poco a poco, suponiendo que era la mejor forma de no llamar la atención. Después, a hurtadillas, volvió a mirar a la mujer. Parecía muy segura de sí misma, como si comiera en aquel lugar a menudo. Iba muy bien vestida. Seguro que nunca se había largado de un restaurante sin pagar. Bueno, él tampoco, pero para todo había una primera vez.

Mientras se terminaba las lentejas -la patata la dejó a un lado- se preguntó qué estarían haciendo sus amigos. Por lo menos, esperaba que no les diera por asomarse al restaurante. Se imaginó sus caras, cuando él saliese perseguido por el camarero.

¿Por dónde escaparía? Lo mejor sería atravesar la plaza que había casi frente al restaurante, y luego ir hacia el paseo principal de la ciudad, al que sus amigos y él llamaban «el tontódromo». ¿Le seguiría hasta allí el camarero?

Le sirvieron el segundo plato. Había pedido merluza porque los otros segundos que se podían elegir o no le gustaban o ni siquiera sabía lo que eran. Al parecer, en los restaurantes tenían la costumbre de poner a los platos nombres extraños. No podía decirse que él fuera precisamente un experto, pero no hacía falta serlo para comprender que aquella merluza la habían cocinado sin esperar a que se descongelase del todo. Bajo la capa de harina y huevo, el sabor del pescado recordaba a un pedazo de plástico. Era como masticar una botella de lejía.

Al levantar la mirada, se puso furioso porque su vecina de la mesa de enfrente le estaba mirando. Seguramente, no aprobaba sus modales en la mesa. Recordó las muchas veces que su padre le ordenaba: «¡Come bien!». Pero nunca o casi nunca le habían explicado en qué consistía exactamente eso de comer bien. Sus padres le preguntaban qué era lo que le enseñaban en el colegio, y alguno de sus profesores le había preguntado qué le enseñaban sus padres. Ni unos ni otros le habían explicado cómo tomar pescado.

Lo dejó a medias y enseguida le sirvieron el flan, que era la primera cosa que realmente le apetecía. Sin embargo, no le sabía a nada, porque se acercaba el momento de la verdad y de nuevo la garganta se le había agarrotado. El estómago se le contraía rechazando la comida. Era peor que un examen.

Una vez más se cruzó su mirada con la de la mujer sentada enfrente. ¿Qué le pasaba a aquella idiota? ¿Por qué le miraba tanto? Decididamente, era imposible levantarse y salir sin que ella se diera cuenta. Le preocupaba más que todos los otros clientes, incluso más que los camareros.

Tenía el flan a medias, el momento decisivo era aquel porque en cuanto terminase el postre el camarero volvería a acercarse.

Vio que la mujer se distraía buscando algo en su bolso, y se puso en pie. Ninguno de los camareros estaba en ese momento a la vista, pero nunca tardaban muchos segundos en reaparecer.

No fue capaz de comprobar si los otros comensales le miraban. Sentía las piernas rígidas, como dormidas, de pura tensión, y se preguntó cómo iba a dar los pocos pasos que le separaban de la puerta. Se volvió hacia la calle y caminó igual que un sonámbulo, completamente seguro de que una voz le llamaría. Abrió la puerta y salió al aire fresco y a la lluvia. Le parecía que sus movimientos eran anormalmente lentos, que en cualquier momento iba a quedarse clavado en el sitio en espera de lo inevitable.

Pero pudo andar entre la gente y alejarse del restaurante sin oír tras él una voz o unos pasos precipitados. Pensó que si llegaba a la esquina más próxima antes de que le alcanzasen estaría a salvo. Una vez doblada la esquina, se sentiría capaz de cualquier cosa, de correr o de esfumarse en el aire. Media docena de pasos más y lo conseguiría.

Entonces oyó la voz de Gonzalo:

–¡Corre!

Estaban en la acera de enfrente los dos, Gonzalo y Juanma. Le contemplaban con ojos alucinados, como si fuese el capitán de su equipo favorito en carne y hueso. Lo cual no impidió a Gonzalo repetir:

–¡Corre, idiota!

Cruzaron la calle y Juanma le dio un puñetazo amistoso en el hombro, para hacerle reaccionar. Sin saber por qué, Ramón sintió la necesidad de volverse. El camarero que le había atendido se asomaba en ese momento a la puerta del restaurante.

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