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Alonso Jesus - El Pacto Con Lucifer

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Alonso Jesus El Pacto Con Lucifer
  • Libro:
    El Pacto Con Lucifer
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    2015
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EL PACTO CON LUCIFER ABANDONAD TODA ESPERANZA JESÚS ALONSO - photo 1

EL PACTO CON LUCIFER

ABANDONAD TODA ESPERANZA

JESÚS ALONSO

Sábado, once de mayo de 2013
Entrevista en Gijón

Los habitantes de Gijón, al igual que ocurre en otras ciudades de la costa cantábrica, miran al mar con melancolía. Esta es una tierra de marineros y emigrantes, trotamundos y trabajadores habituados a las despedidas y los lamentos camuflados, casi ocultos, con ademanes costumbristas y cotidianos. Aún ahora las familias despiden a los pescadores con angustia disimulada cada vez que salen a faenar por las aguas del Cantábrico, o ven alejarse con pesar a los viajeros que buscan dudosa fortuna al otro lado del océano, en ambos casos con la incertidumbre sobre el regreso pronto o próspero. Desde luego, en no pocas ocasiones, tal regreso no se produce. Por eso, las gentes del norte lidian serenamente con la tristeza, la soledad y la nostalgia de los días felices.

Algunos días son distintos. Esos días en los que el sol de la primavera brilla sobre los tejados de los edificios, ilumina el paseo del Muro de San Lorenzo y hace resplandecer la fachada de la iglesia de San Pedro, cuando una luz dorada matiza el verde intenso del parque y las casas de la Providencia; esos días en los que el mar se tiñe de un azul profundo y las olas rezuman espuma blanca y fragante, arrastrando sobre la playa y las rocas pequeños camarones que los correlimos se apresuran a devorar; cuando se ve al cormorán, posado sobre el arrecife, disfrutando de la bondad del sol y del paisaje. Es entonces, en esas jornadas luminosas, cuando los habitantes de Gijón convierten a su ciudad en una urbe alegre, entretenida, bulliciosa y divertida. Así pues, en esos días, antes escasos y, ahora, a pesar o gracias al inevitable cambio climático, más frecuentes que de costumbre, es cuando la melancolía se esconde para jugar al juego de la vida. Por eso los niños invaden los parques en los bulevares, el paseo marítimo se abarrota de caminantes y las terrazas del paseo de Begoña hierven de burgueses desocupados que toman café, leen el periódico y charlan animadamente con sus tertulianos.

Aquella era una de esas ocasiones en las que la mañana transcurría resplandeciente, agradable para el paseo y perezosa para el trabajo. Laura, acostumbrada desde niña a los soleados días de su Soria natal, disfrutaba especialmente de los tiempos de bonanza, aunque también había aprendido a saborear las apacibles jornadas de lluvia persistente del norte, en las que se mira con melancolía a través de los cristales mientras se saborea, muy despacio, un té con leche y un pastel, exageradamente dulce, en alguna de las buenas confiterías de la ciudad.

Independientemente de cómo amaneciera el día, lluvioso o soleado, cada vez que se desplazaba a Gijón se dejaba llevar por esa melancolía lugareña, o por algún tipo de tristeza parecida. A fin de cuentas también ella era una emigrante. Quizá por eso, bien para dar rienda suelta a la nostalgia, bien para empatizar con los sentimientos de los asturianos o, tal vez, para desconectar la mente de toda sensación conflictiva y dejarse arrastrar tan sólo por la contemplación, había establecido en sus visitas a la ciudad una especie de ritual programado. Siempre llegaba con tiempo de sobra para cumplir holgadamente la tarea que tuviera planeada: ir de compras, entrevistar a determinado personaje local o asistir a algún espectáculo en el teatro Jovellanos. Por costumbre intentaba dejar el coche en las inmediaciones de la Plazuela de San Miguel, normalmente conduciendo repetidamente por las mismas callejas cercanas a la plaza hasta encontrar un dudoso hueco en el que encajar el vehículo; después sacaba el ticket de aparcamiento para dos horas; posteriormente se dirigía al paseo marítimo y, por último, deambulaba junto al mar hasta llegar a la iglesia de San Pedro. Una vez allí, se apoyaba en el muro situado por encima de las rocas en el extremo de la playa y entraba en una especie de trance contemplativo. Al fondo se perdía la vista sobre el río Piles y los lujosos barrios de Somió y la Providencia. A medio camino la atención se volvía hacia el paseo del Muro, abarrotado de peatones. Y finalmente, ocupándolo todo, se disfrutaba de la contemplación de la bahía y la playa de San Lorenzo, con los surfistas esperando incansablemente la ola perfecta, que pocas veces se coge o, como hacían ese preciso día, cabalgando frustradamente las leves ondulaciones que ocasionalmente ofrecía el Cantábrico. Tras este ritual, se encaminaba a realizar las tareas que hubiera previsto.

Con los sillares de la iglesia a su espalda, Laura permaneció saboreando unos minutos de apacible calma; luego, saliendo perezosamente de la suave ensoñación en que se encontraba, regresó caminando por el mismo paseo de el Muro en dirección al Náutico, después se desvió por la calle Capua y alcanzó la Plazuela de San Miguel y la calle Covadonga llegando, en pocos minutos más, al paseo de Begoña y la terraza del Café Dindurra donde, suponía, la estaría esperando Damián Castellano, de quien no sabía absolutamente nada: ni quién era, ni a qué se dedicaba, ni que aspecto tenía. El único dato con el que contaba era, según le había indicado su jefe, que vestiría con un traje oscuro, estaría sólo y tendría dispuesto sobre la mesa algún voluminoso libro.

Comprobó el reloj. Eran exactamente las doce de la mañana del sábado once de mayo de 2013, justo la hora acordada, cuando pudo observar en la última mesa de la terraza, en dirección al teatro Jovellanos, a un hombre que respondía a la descripción: unos treinta años, impecablemente afeitado, cabello moreno bien cortado y peinado a la moda, el rostro afilado y firme, la piel no muy clara, pero tampoco bronceada y una agradable apariencia atlética. Vestía un traje gris oscuro, casi negro, de buena marca o confeccionado a medida. Por debajo de la chaqueta, que estaba perfectamente abotonada, lucía una camisa blanca con un planchado perfecto, no llevaba corbata y en conjunto presentaba un aspecto elegantemente informal. Tenía un grueso libro depositado sobre la mesa y miraba claramente en la dirección por donde ella venía. «Ese debe ser el hombre, querido Watson», bromeó para sí mientras se aproximaba decididamente.

Según caminaba, Laura se iba culpando por haber supuesto con anterioridad, sin motivo real, que el tal Damián Castellano sería distinto, más viejo, más vulgar. Había especulado con que tendría unos cincuenta o sesenta años, sería algo barrigudo, quizá con un ademán un tanto estirado y prepotente y, por supuesto, lo había visualizado ataviado con un impecable traje ejecutivo. Como excusa por tener una idea errónea sobre el aspecto de ese sujeto se dijo que, lo normal en este tipo de entrevistas a políticos, empresarios, académicos y demás personajes de relevancia local y provinciana, era encontrarse con el prototipo que se había imaginado previamente. En cierto modo, le agradó que no fuera este el caso. Una idea un tanto divertida le pasó por la cabeza: «A éste podría llevármelo a la cama».

Aún les separaban unos metros cuando aquél hombre se levanto dando unos pasos hacia ella. Con precisión y delicada firmeza la tomó por la mano, esbozando un saludo formal y diciendo:

—Buenos días, Laura. Por favor siéntate.

Y, sin darle tiempo a responder, la dirigió hacia una silla situada justo frente a la que previamente ocupaba él mismo.

Laura, sorprendida ante una reacción que se le antojó un tanto precipitada e inconveniente, se dejó conducir con cierto recelo, sentándose en el lugar indicado, algo más soleado que el ocupado por Damián y dispuesto de forma que su espalda apuntaba en dirección al paseo de Begoña, al tiempo que a su izquierda, a unos diez metros, podía observar las taquillas del teatro Jovellanos, donde un buen número de personas guardaban turno con la intención de conseguir entradas para el espectáculo que Les Luthiers iban a ofrecer esa noche.

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