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Florinda Salinas Alonso - La mujer visible

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Florinda Salinas Alonso La mujer visible

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Luz

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1. Introducción.
Un esfuerzo de lucidez

He trabajado más de dos décadas en la publicación femenina española más importante. El año pasado celebró su 50 aniversario. Yo llegaría a la redacción bastante tiempo después de su lanzamiento, pero conservo aquel primer número que mi madre llevó a casa en 1963. Era un ejemplar con papel de gramaje rasposo y lomo cosido con grapas. La mancheta tenía un aire a escultura de Giacometti, un poco evanescente. Parecía flotar en aquella portada mate en la que se eternizaba una modelo de perfil, una nefertiti con moño, de estilo afrancesado. En su interior se alojaban artículos sobre los Beatles, vestidos galácticos de Cardin y Paco Rabanne, reseñas de películas y novelas. Sin televisión por cable, sin internet, sin iPhone ni iPad, aquella revista era lo más moderno que pasaba por las vidas de miles de jóvenes españolas.

Todos sus reportajes ambiciosos, las imágenes en blanco y negro, la tipografía espesa, la publicidad de lavadoras, provocan hoy ternura, pero también la certeza de que pertenecen a un mundo que ya no existe.

La única pieza que se conserva fresca es la carta de la directora: «Se avecinan nuevos tiempos con grandes cambios y las mujeres debemos estar preparadas para afrontarlos». Aquella periodista deseaba poner a sus lectoras en la encrucijada del mundo. Les decía, mirad a lo lejos. Quería que tuviesen, en palabras de Clarice Lispector, «en la punta del pie, el salto».

El historiador inglés Tony Judt, escribió en The Guardian: «Nadie tiene que sentirse culpable por no nacer en el sitio adecuado, en el tiempo oportuno». Aquellas jóvenes sí nacieron en el tiempo oportuno: vivieron una década de grandes cambios. Se lanzaron a los campus, a las oficinas, a las profesiones. Abrieron negocios, escribieron libros, viajaron. Labraron su espacio en un mundo que no contaba con ellas.

He seguido su itinerario: muchas abdicaron de sus empleos al formar una familia. Otras tantas declinaron tener hijos para dedicarse solo al trabajo. Pero nuevas mareas decidieron que no deseaban elegir, que lo querían todo, familia y carrera profesional. Estas últimas son las que hicieron la revolución.

En estos 50 años la mujer se ha incorporado en oleadas imparables a la cultura, la economía y la política. El primer número de aquella publicación pionera proyectaba una visión. Como decía Octavio Paz, «había que recuperar la mitad perdida de la Humanidad». Con un drenaje de esfuerzo, un goteo de empeño, un maremágnum de tenacidad. Para miles de mujeres la lucha fue materia de salvación.

Medio siglo después, «las mujeres que lo querían todo» van a caballo entre el biberón y el iPad. El icono fue la europarlamentaria danesa, Hanna Dahl, que votaba en Estrasburgo mientras amamanta a su bebé. Lo perfila muy bien el poeta antillano Derek Walcott en su libro Homeros, «una era nuestra herida, uno era nuestro remedio». Las luchadoras también eran homeros urgidos por un río interior, y, como siempre, la línea exacta del combate no era fácil de encontrar.

En la segunda década del siglo XXI, el «libro del deber» (trabajo, familia), nos aguarda cada día, y a veces se hace muy pesado. Para muchas mujeres el mundo nuevamente se transforma en un malestar. Hasta el bueno de Eduardo Punset, con dos hijas profesionales, agita sus rizos frenéticos: «En el mundo occidental lo hemos hecho muy mal. La mujer se ha incorporado al mundo laboral, pero su desgaste al carecer de las ayudas eficaces para conciliar hijos y carrera ha sido muy elevado».

Hay asuntos pendientes. La conciliación, que los padres se involucren mucho más en la vida familiar y en la crianza y educación de los hijos. Y muy importante, la visibilidad. Ya no es solo la igualdad de oportunidades. Es la igualdad en la posibilidad de verse y ser vistas, de ser espejo y modelo para las nuevas generaciones. ¿Por qué no estoy ahí si soy capaz de hacerlo?

En las altas esferas de las finanzas, en los consejos de administración de las empresas, en muchos otros sectores, las mujeres apenas alcanzan un 6 por ciento. Y no será porque no haya candidatas preparadas. La vicepresidenta y comisaria europea de Justicia y Derecho, Viviane Reding, impulsa en la Eurocámara un sistema de cuotas para los directivos de las empresas de la UE. Yo me he vuelto una conversa de las cuotas. Hace unos años las denostaba. Hoy no me molestan. Medio siglo de preparación, universidades y escuelas de negocio y aún hay espacios adonde las mujeres aún acceden en calderilla.

Desde la publicación en la que permanecí tantos años, seguí de cerca la evolución de las lectoras. Una mayoría eran amas de casa, pero en las décadas de los 80 y 90, la proporción dio un vuelco, y pronto las profesionales madres de familia aumentaron de modo decisivo. He caminado con ellas paso a paso, en ese diálogo que se establece entre una publicación mensual y la lectora. Imaginaba, al final del día, su mirada cansada o distraída resbalando por las páginas satinadas mientras yo le hablaba en el oído. Deseaba que descansaran un poco con las fotografías glamurosas de moda, o la magia de un destino remoto. Pero también quería transmitirles el reto de la primera directora de la publicación: «Se avecinan tiempos de grandes cambios y las mujeres debemos estar preparadas para afrontarlos».

En los 80, los 90, los 00, los 10… todas han sido décadas de retos para las mujeres. Décadas de aprendizaje. Aprendimos que somos iguales que los hombres en capacidades, dignidad y derechos, pero no somos hombres.

Aprendimos a conquistar todo el espacio que los varones ocupaban en exclusiva, pero no queremos prescindir de ellos. Denunciamos con energía una cultura virilocrática, en la que la mujer ocupaba un lugar de adorno; se logró derogar leyes injustas, cambiar una sociedad edificada por los hombres, pero no buscamos su aniquilación. Nos enfrentamos a los que afirman que nuestro sitio, por naturaleza, está limitado exclusivamente al hogar, los hijos y la familia: pero no queremos eliminar a los que piensan así, solo descubrirles su error. La mujer es el único ser humano que puede gestar una nueva vida y dar a la luz. Pero tener hijos es una obligación de la especie, no del individuo.

No todas las mujeres poseen, desde su nacimiento, un poderoso instinto maternal: hay excelentes madres que nunca han sentido ese supuesto instinto, pero criaron a sus hijos, los quisieron con todas sus fuerzas, cumplieron su papel con inteligencia y eficacia. Me gustaría saber si hay también un «instinto paternal», «una naturaleza paterna», y si no existe, animo a los padres a erigirla en el centro de sus vidas, y, sobre todo, en el centro de sus familias. Si el siglo XX ha sido el siglo de las mujeres, el XXI debe convertirse en el siglo de los nuevos padres.

Las mujeres que lo quieren todo, hijos, familia y profesión, necesitan a su lado hombres que valoren la paternidad. Paternidad que comparte las responsabilidades del hogar y la crianza y educación de los hijos. Que sabe apoyar los planes profesionales de su esposa. Si la sociedad y los padres insisten en volcar toda la carga familiar sobre las espaldas de la mujer, vuelven a equivocarse y el feminismo radical, el que decidió que la fertilidad y la familia eran los culpables de la marginación femenina, acabará teniendo parte de razón.

Ninguna mujer debe ser denigrada ni infravalorada por decidir dedicarse exclusivamente a los hijos y la casa. Pero tampoco ninguna mujer preparada, madre de familia o a punto de serlo, que ejerce o desea ejercer una profesión, deber sentirse obligada a quedarse en casa. Hay mil matices y circunstancias que pueden mover a una decisión o a otra. Pero en esencia, la mujer tiene derecho a optar y a ser apoyada por su marido, por el padre de sus hijos. La familia es de los dos. Ni los hijos ni la mujer son propiedad del pater familias

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